Mario R. Cancel
El culto a la violencia como expresión estética y a la disrupción lingüística son signos claves en muchos de los autores más recientes, tanto como ya lo había sido en un notable segmento de los autores del 1970 hasta el caso extremo del poeta Joserramón Meléndez. La voluntad de producir un choque en el lector es evidente.
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El ludismo o la voluntad de juego de los autores de última generación, conduce a espacios inéditos como la celebración de la violencia y su poética. Los antecedentes de esta actitud son remotos. Thomas de Quincey representa un interesante modelo con su texto El asesinato considerado como una de las bellas artes (1827), título que uno de los asesinos en serie de Giovanni Papini en sus Memorias indirectas, evocaba como motivo. Pero el regodeo con la violencia, en especial el asesinato, fue uno de los componentes del primer manifiesto surrealista autorizado por André Breton en 1924. Con ello se pretendía validar la herencia de la novela negra del Marqués de Sade y la tradición de ciertos poetas malditos como lo fue Jean-Nicolas-Arthur Rimbaud. También en alguna de la narrativa de la beat generation, Charles Bukowski y Jack Kerouac, entre otros, se expresa una actitud similar. Belleza, honor y placer erótico han justificado el culto a la agresión en una serie de escritores apóstata e irreverentes desde hace mucho tiempo. El proceso parece haber sido afirmado por el cine a lo largo de todo el siglo. La presencia de una actitud como la comentada en la escritura puertorriqueña reciente no debe sorprender a nadie.
El deleite de José E. Santos por el morbo y la violencia ya era notable en su libro de relatos Archivo de oscuridades (Humacao: Tríptico, 2003). En el extenso relato de Santos, “Entrevista 4AB-MII (Jorge “Cano” Rosario),” (Santos 7-24) la trama se construye sobre la base de las respuestas que ofrece un asesino en serie o serial killer a un psicólogo que le entrevista para un fin académico. El testimonio permite reconstruir la patología del asesino serial: hijo de un padre violento y testigo del engaño amoroso de Marcela, una amante de juventud, con su propio padre. Su compulsión es que cuando las parejas esperan demasiado de él, seguridad y permanencia, se siente amenazado y dispone de ellas de una manera sanguinaria. No se trata de un criminal vacío. Un farmacéutico, con toda probabilidad gay, despertó su sensibilidad por los mapas, los libros y la historia. Bayamón, Nueva York y Granada son los tres escenarios sucesivos en los que se desenvuelve el sistema de acontecimientos. Al final, un reencuentro casual con Marcela en Granada, espacio en el cual el joven se ha recuperado, le hace regresar al país donde es reconocido y procesado. Nunca pasó por su cabeza asesinar a Marcela.
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Del mismo modo, el asesinato de Soriano por Marlowe en el cuento“La metódica sistematización de los cliches de las revancha” de Pepo Costa incluido en De locuras, familia y sexo (San Juan / Santo Domingo, Isla Negra, 1996) es breve y notable: “sin cruzar siquiera palabras, procedí a vaciarle el resto del revólver.” (Costa 65) En el relato “Fúgate” de Marta Aponte Alsina (Cayey: Sopa de Letras, 2005) la descripción morbosa se dispara hasta niveles insospechados en la forma de un comentario social paródico. La mirada que echa al mundo el saicocop Gabriel Marte, está tamizada a través del velo de una violencia que nunca termina. Tanto en la escena de Costa como en la de Aponte Alsina hay mucho de regodeo sensual. El hecho mismo de que el amor de Gabriel por Lisa se desarrolle ante la mirada de su supuesto cadáver o desde la ensoñación de su condición de víctima de una razia incomprensible, cambia la naturaleza de la percepción. El sustrato necrofílico de la escena es estéticamente chocante y atractivo. Las descripciones tremendistas de los escenarios y de ciertos personajes como el asesino Luis Muñiz alimentan una estética que caricaturiza y hace más accesible los escenarios violentos de los crímenes. (Aponte Alsina 13-14, 20-22)
Un caso algo distinto se expresa en el breve texto “¿Error de perspectiva?” que abre el volumen Pública intimidad (San Juan / Santo Domingo: Isla Negra, 2003) de la actriz y dramaturga Carmen Zeta. El cuento inicia in media res cuando el personaje, asediado por prejuicios místicos, ha matado a su padre, lo ha picado en pedazos y ha procedido a comerlo “con el apetito que años antes le envidiaban todos.” La sospecha de que ha sido descubierto –le han puestos una cherry en su vino tinto- lo conduce a una reflexión sobre su acto que, a la larga, aclara la oscura trama. La sintética descripción de Zeta sobre el manejo de la cabeza del cadáver y el vómito que le produce el miedo a ser puesto en evidencia, sirven de puente para la reconstrucción del asesinato que cierra el relato. La diversidad de elementos que componen este cuento de apenas dos páginas es su rasgo más distintivo (Zeta 15-16).
Un último modelo es el que desarrolla La Torre Lagares en su novela Historia de un dios pequeño (San Juan: Plaza Mayor, 2000). Jabí, su personaje central es un escritor frustrado. Jabí es hijo adoptivo de un empresario corrupto del mundo de las farmacéuticas que aspira a un escaño en el Senado. Tiene por novia a Nelly, hija de un capo y de una adicta a la cocaína que, al ascender socialmente, pierde toda la naturalidad y la lozanía que habían enamorado al joven Jabí. Las circunstancias convierten a este personaje en testigo de un atraco en medio del cual es llevado como rehén por los asaltantes quienes, de paso, le roban el BMW que le obsequió su padre adoptivo. Cerca del túnel de Minillas es abandonado desnudo y arrestado por dos oficiales bajo acusación de exposiciones deshonestas.
El relato de las experiencias de los compañeros y compañeras de calabozo, historias encontradas por casualidad y narradas a la deriva, constituye la médula de buena parte de la novela. La violencia del mundo y la respuesta del mismo modo violenta de las víctimas, el engaño de las imágenes sociales que se inventan mediante figuras vacías de contenido, y la fina frontera entre lo real y lo ficticio, son temas cruciales en este trabajo narrativo. El ambiente se constituye con elementos del mundo de la droga, la subcultura de las prostitutas, los travestís, los consumidores de estupefacientes y los delincuentes comunes. Mac, el cabecilla del asalto, y Jabí tienen, sin embargo muchos elementos en común: ambos se sienten desgraciados y reniegan del mundo por una diversidad de razones y ambos gustan de la poesía como una forma de evasión. El choque entre ambos se materializa cuando Jabí descubre que fue Mac quien mató a sus padres biológicos siendo apenas un chico.
No se trata de un hecho excepcional. Excelentes narraciones como Terror, Inc. (Guaynabo: Santillana, 2006) de C. J. García; El killer (San Juan: Callejón, 2007) de Josué Montijo; El peor de mis amigos (San Juan: Callejón, 2007); y La belleza bruta (San Juan: Tal cual, 2008) de Francisco Font Acevedo, afirman esta tendencia. El terrorista de García, el serial killer de recatos de Montijo y el adicto a la coca de Franco Steeves, caricaturizan un (des)orden palpable. Pero la propuesta teórico-narrativa más coherente en ese sentido sigue siendo la narrativa polémica y dura de Font Acevedo.
Este tipo de escritura de la violencia recuerda el thriller literario en la tradición del Paul Auster de la “Trilogía de Nueva York,” o el Ian McEwan de El placer del viajero (1981) una pieza maestra de la “Nueva Novela inglesa.” El recurso a la violencia marca una pauta que ya se había hecho notable en la literatura de ciencia ficción posterior a los años 1980 en el resto de América. La “estética de lo soez” que se asociaba a la escritura por ejemplo de Luis Rafael Sánchez en el 1960, se ha visto sustituida en numerosos autores de vanguardia por la “estética de la violencia.”
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