Cartas Bizantinas: El sexto género literario


 

Luis López Nieves

 

El príncipe Constantino, embajador de Bizancio en el Caribe, le escribe a la princesa Eudocia, su hermana menor, quien reside en la capital bizantina.

Querida Eudocia:

¿Qué es la historia?

l_lopez_nieves_uscCristóbal Colón llegó a América en el 1492. Pero ¿qué significa este dato? La historia no debe ser una simple enumeración de datos, también debe explicar lo que significan.

Algunos historiadores interpretan la llegada de Colón como un acto de honor, valentía, hombría, hidalguía… y de otras idioteces parecidas. Otros historiadores, en cambio, interpretan el mismo acto como el comienzo de una campaña de genocidio como nunca se había visto en el mundo. Es decir, como el inicio de una empresa criminal, sin honor, sin valentía, sin hombría, etc.

De hecho, ahora mismo tenemos un ejemplo muy parecido. En Irak “un ejército extranjero derribó al gobierno existente en el 2003”. Este es un dato indiscutible. Al interpretarlo, miles de historiadores dirían lo siguiente: “El ejército norteamericano llegó a Irak para liberarlo de la tiranía”. Otros miles dirían lo contrario: “El ejército norteamericano invadió Irak con fines imperialistas”. Por un lado, liberación; por el otro, dominación.

¿Cuál es la verdad histórica?

De aquí a 30 años, en el 2038, algunos libros de “historia” hablarán de la “liberación” de Irak en el 2003 y otros hablarán de la “invasión” en el 2003. ¿Cuál de estos dos libros contendrá la verdadera historia de Irak? ¿Cuál estará delirando? ¿Es posible que ambos digan la verdad?

Por eso pienso, querida Eudocia, que la historia realmente no existe. Lo que existe es la literatura. Dentro de la literatura, como ya sabes, hay cinco géneros clásicos: poesía, drama, ensayo, cuento y novela. Añado que también se debe incluir la historia como un sexto género literario.

Hay escritores que cuentan historias basadas en la imaginación o inspiradas en datos históricos: las llaman novelas o cuentos. Hay escritores que redactan narraciones partiendo de datos concretos y con todo un aparato erudito o seudocientífico… y luego llaman “historia” a las páginas que producen. Pero discrepo: en realidad han creado literatura, dentro del género llamado “historia”.

Ha llegado el momento de llamar a la historia por su verdadero nombre. Y no hay que avergonzarse. No está mal que la historia sea un género literario porque cada país tiene derecho a construir su propia imagen.

Observa la imagen de sí mismos que han fabricado los norteamericanos: alegan que el primer presidente (un político) jamás dijo una mentira. En Francia la heroína nacional es una virgen de diecinueve años, Juana de Arco, que recibía asesoría militar directamente de Dios. Y en España convirtieron en héroe nacional cristiano a El Cid, un mercenario de tercera categoría que se vendía al mejor postor, ya fuera cristiano o musulmán. Como éstos, hay muchos otros ejemplos en el mundo.

Antes era más fácil crear una leyenda o un mito. Ahora es más difícil porque falta un ingrediente importante: la distancia. Si le decimos a una persona normal, en la calle, que san Francisco de Asís conversaba con su burro, pues es posible que acepte este dato como una verdad incuestionable y hasta digna de elogio. Pero si le decimos a la misma persona que nuestro vecino dialoga todas las mañanas con un burro, la reacción probablemente sea diferente: pensará que nuestro vecino necesita ayuda siquiátrica. La distancia es la gran aliada de los mitos.

¿Qué es la historia? Al lado de las sillas de los novelistas y cuentistas, ha llegado la hora de colocar un sillón grandote para los historiadores. Que tomen asiento con la frente muy en alto. Ya es tiempo de que salgan del clóset literario.

Te besa tu hermano,

Constantino

Nota: Tomado con permiso del autor de Ciudad Seva Publicado originalmente en El nuevo día, 14 de diciembre de 2008.

El Informe Cabrera: erratas de lectura


 

  • Mario R. Cancel
  • Escritor y profesor universitario

 

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Querido Pepe:

Cuando me dijiste por correo electrónico hace un par de años que estabas haciendo una investigación sobre la ciencia de la embriología y las deformaciones de la familia Cabrera, no me imaginé que lo ibas a convertir en una novela. Tampoco se me ocurrió que quien acabaría publicando el volumen sería ese señor tan extraño, Aravind Enrique Adyanthaya, en una Serie de Culto.

La cuestión de la embriología y las deformaciones -teratología en general- así como la revisión de los monstruos y los fenómenos, siempre ha sido una de mis pasiones. Por eso me hice historiador y me gusta tanto la literatura. La historiografía se ha convertido para mí en algo tan queer que, a veces, cuando hablo del Grito de Lares me parece que parlo en torno a un viejo filme de Hollywood titulado Freaks o que los locos acabarán invadiendo mi cuarto como en el relato de Manuel Alonso. 

Eso lo digo sin intención alguna de ofender a mi antepasado de apellido Cancela, cuya participación en el Grito de Lares fue lo que provocó la eliminación de la «a» al final de su apellido con el fin de ocultar la ignominia de la derrota y empezar una vida nueva. Cuando llegaron los americanos en el 1898 y pasaron por Hormigueros, creo que fue el 10 de agosto, ese antepasado mío estuvo allí hecho un viejo como testigo, igual que mi abuelo, de la ruta de los soldados de azul. Pero para ese entonces decir «cancel» significaba otra cosa. Cancel se había convertido en el sinónimo de un escatón que en este país tuvo mucho que ver con la soberanía, la cultura, la economía y todas esa convenciones que tanto preocupan a los de mi especie.

La importancia que le doy a El Informe Cabrera es doble. Cuando ya me había enterado de que iba a salir impreso, se me ocurrió la probabilidad de escribir varios libros iluminadores. Después de todo, soy un historiador y ello me autoriza a mentir con la misma confianza con que lo hizo Luis López Nieves en su famoso cuento Seva. Yo era estudiante del RUM cuando se publicó ese texto en Claridad, un periódico radical de entonces. Tomaba un curso con un profesor nacionalista muy sesudo que se llamaba Germán Delgado Pasapera, el cual era todo un caballero. Pero aquel día Delgado Pasapera estaba tan molesto con los americanos que, con gusto, hubiera aprovechado un cuento de José E. Santos, «El terminator boricua», para viajar a través de una fisura en el tiempo-espacio al 1898 con el fin de convencer al bandido Águila Blanca de que resistiera a los invasores o dispuesto a resistirlos él mismo. Confieso que yo me hubiera ido con él sin titubear. Cuando se enteró de que la historia de Seva era una gran mentira, la mayor de toda la modernidad tardía, hubiera hecho un esfuerzo similar para matar a Luis. Se trataba de una mentira monstruosa.

Los libros que quería escribir a la luz del la lectura del tuyo eran varios: una historia de los desaparecidos sin explicación alguna en la evolución del país y su relación con los equinoccios y los solticios; una investigación sobre el odio inveterado que siempre sintió José Celso Barbosa contra los americanos porque nunca le impusieron la estadidad a Puerto Rico; una revisión de la relación amorosa de Lola Rodríguez Tió con su marido muerto gracias a los buenos auspicios de una espiritista de La Habana; un estudio de la relación de las pasiones pederastas, el aborto natural y el perro Nicolás propiedad de Ramón Emeterio betances con las posturas ideológicas adoptadas por la comunidad del Barrio Latino de Paris a la altura de 1895 a la luz de los textos apócrifos del Diplomático de la Manigua; una biografía de Pedro Albizu Campos y sus buenos años en el ROTC o una disquisición sobre el priapismo de José De Diego como justificación de la disolución de un matrimonio que se presume perpetuo a la luz de nuevo orden católico pos-invasión.

Discutí todas estos temas con un sociólogo, adepto a la escuela del «nuevo sentido común», que se casó con una ex-discípula mía. Es cierto que el «sentido común» -sea nuevo o viejo- siempre puede ser una aporía en tiempos de intelectuales postmodernos, pero la idea no me resultó inapropiada. José Anazagasti Rodríguez, que así se llama ese sociólogo y quien también miente y escribe, me miraba con la sorpresa de quien se encuentra en la frontera de la iluminación. Hagamos una teratología boricua, me dijo, una tentativa de apropiación de las monstruosidades nacionales a lo largo del siglo. El vampiro de Moca, los Garadiabolos y Toño Bicileta se competían un turno para el texto imaginario junto a Salvador Freixedo, Carlos «La Sombra» y el caníbal de una leyenda de Cayetano Coll y Toste. Cha Cha Jiménez, el Chupacabras y el Monstruo de Utuado no se quedaron atrás. Las megatiendas y el mítico supertubo, pensé, deberían ser escenarios ideales para pensar aquel problema.

Estuvimos horas divagando sobre las posibilidades de la teratología histórico-social como expresión del fenómeno de la no modernidad en la que vive el país y la insistencia en que la demanda agregada en tiempos de recesión es la panacea de toda crisis económica y espiritual.

Cuando le hablé a José de tu libro y le dije que se trataba de una revisión desde el «universal sinsentido bizarro» de José Liboy Erba del megarrelato de la nación como el producto deformado de una disfunción histórico-genética iniciada en el 1898,José, con su proverbial inteligencia, simplemente me dijo: por allí debemos comenzar. Entonces nos tomamos una copas de ajenjo, nos despedimos con la intención de trabajar a la menor provocación y desde entonces mi amigo está desaparecido.

Pepe amigo, te agradezco la publicación de El Informe Cabrera. Aravind le ha hecho un favor a este país con ello. También nos benefició a José y a mí, sin duda. Pero si alguno de ustedes ha visto a José Anazagasti Rodríguez por allí, díganle que lo estoy buscando como a un punto específico en la inmensidad de una traducción del Corán. Los monstruos de nuestro futuro libro se siguen multiplicando y han invadido sin el menor respeto mi biblioteca y ya no sé que hacer con ellos…

Entrevista al escritor Mario R. Cancel


 

  • Melissa Pagán Acevedo
  • Estudiante Subgraduada de Historia (RUM)

 

melissa_paganEn 1995, la Asociación Puertorriqueña de Historiadores y la editorial Postdata, publicaron el volumen Historia y literatura. En el mismo participaron la narradora Ana Lydia Vega, el crítico Juan G. Gelpí y los historiadores Fernando Picó y Mario R. Cancel. El volumen contó con dos valiosos prólogos firmados por el escritor Rafael Acevedo y la historiadora Silvia Álvarez Curbelo.

 Historia y literatura fue un intento de revisar los vasos comunicantes entre la narración y la invención historiográfica y las ficciones literarias. La rica experiencia de deslizamientos entre uno y otro campo que caracterizó a la llamada Generación del 1970 en nuestro país, fue un componente de un debate inacabado. En esta entrevista se vuelve sobre aquel problema y las circunstancias que favorecieron la discusión.

MPA: ¿Se le pidió que hiciera el análisis entre historia y literatura con propósito de la publicación del libro, o lo decidió hacer por su propia cuenta? ¿Qué lo motivó?

MRC: El Foro de 1994 sobre la relación de la historiografía y la literatura, fue parte de un proyecto de revisión de la relación entre ambas disciplinas que desarrolló la Asociación Puertorriqueña de Historiadores, organización que yo había ayudado a fundar. El tema había sido de mi interés desde 1985, año en que fundé la revista Islote con el novelista Carmelo Rodríguez Torres. Islote era una publicación dedicada a ambas disciplinas. En la década de 1990, cuando se generalizaba el debate sobre el postmodernismo en Puerto Rico, se hacía necesario abrir aquel tipo de discusiones. La propuesta de que la historiografía es un tipo de discurso narrativo análogo al literario y que puede ser interpretado como un discurso literario, siempre ha sido una de mis pasiones. Mi interés por la historiografía cultural, por la investigación histórica y por la escritura creativa, explican mi disposición a trabajar el asunto desde aquel momento.

MPA: ¿A qué cree se debe el que profesionales de los campos literario e histórico se sientan incómodos con la ‘invasión’ a su campo de parte del otro?

MRC: Creo que tiene que ver con una tradición muy remota que establece fronteras entre un discurso racional y otro que se presume que no lo es; o entre un discurso científico y otro que se cataloga como su opuesto. Es una herencia problemática de la Ilustración y la Modernidad o, si lo planteo desde una perspectiva historiográfica radical, de la cultura burguesa que dominó a Occidente desde el siglo 19. El hecho de que se denomine “invasión” al ejercicio interdisciplinario, es un indicador curioso. Presume que la discursividad es un mundo “privado” y “exclusivo”, le otorga características semejantes a las que da a la “propiedad” que la modernidad sacraliza. La “invasión” se interpreta como una “agresión” foránea amenazante. Entre la cultura científica y la humanista se estableció un muro. Una tercera cultura que apropie la relatividad del saber de una manera madura me parecía entonces una promesa excelente.

MPA: ¿Por qué dice usted que el carácter híbrido de los discursos, ya literarios o históricos, que se adentran en el otro campo es “fácilmente desdeñable”?

MRC: La Modernidad, la Ilustración y el pensamiento académico formal, valoran el saber por su pureza y su estructuración. La hibridez o la impureza es lo que la Modernidad, la Ilustración y el pensamiento académico formal, consideran la principal agresión a esa pureza. Es algo así como un catarismo radical aplicado al saber. En la medida en que se viola el canon clásico, que es la medida, modelo o paradigma de lo perfecto, desechar al que ejecuta la violación parece justificado. Pero esa hibridez, que no es una novedad, es una manera alternativa y sugerente de “saber las cosas” de maneras alternativas y de enriquecer la cultura colectiva. La idea es evitar una sola mirada y estar abiertos a la pluralidad de la s miradas.

MPA: ¿Qué relación hay entre la técnica de escritura y su percepción por el lector? Es decir, ¿Por qué cree usted que a los lectores les “está malo” un análisis histórico con tono de cuento y un cuento con tono de análisis histórico?

MRC: Me parece que en esto juegan un papel fundamental los sistemas educativos a los cuáles están acostumbrados los potenciales lectores. Ese planteamiento era crucial en 1994. Entonces estábamos en medio de una batalla contra unos estilos tradicionales de enfrentar el saber. El muro entre los saberes tenía todavía cierta legitimidad entre los consumidores de la cultura. Pero no estoy en posición de decir que todavía sucede lo mismo en 2009. Las formas y los contenidos de la discusión cultural han cambiado mucho desde entonces a esta parte. La lectura de la producción literaria e historiográfica reciente, me indica que la situación ya no es la misma.

MPA: ¿Qué, además de documentos, considera usted le da autoridad al discurso histórico?

MRC: Creo que valdría la pena definir con propiedad que es “documento”. También ese concepto sufrió una revolución extraordinaria desde el momento del positivismo hasta el presente.  “Documentarse” ya no significa lo mismo que en el siglo 19. Aclarado eso me parece que varias cosas son cruciales. Que se ocupe de asuntos que apelen al presente, que no divorcie el pasado del presente pero que acepte que el pasado es una invención que siempre se elabora desde un presente cambiante, que el historiógrafo acepte que su discursividad no es definitiva sino que posee la plasticidad de una interpretación más, y que sea un discurso bien articulado en el cual incluso el cabo suelto tenga su razón de ser. El pasado es como un verso polisémico de infinitas posibilidades. El presente también. Me parece crucial que el historiógrafo ofrezca una imagen del pasado que no sugiera que somos esclavos del mismo y, mucho menos, que ese conjunto de cosas nos ha conducido al “callejón sin salida del presente”. Verlo así sería como equiparar la “Historia” a “Dios” y ambas siempre me han parecido dos autoridades dictatoriales que mutilan la posibilidad del cambio y de la libertad del ser.

MPA: ¿Qué tiene que decir sobre los relatos históricos a los cuales se les ha dado tanta validez y que luego resultan ser erróneos? ¿Qué efecto, si alguno, tiene esto en la noción del público de que la historia es infalible y concreta?

MRC: Si aseveró que todo relato historiográfico es una versión del pasado desde un presente, no hay tal cosa como “relatos erróneos” y “relatos correctos”. Solo quedan los relatos. Un Quijote del presente posiblemente enloquecería con la lectura de novelas de ciencia ficción cibernética y viajaría el país en bus o en motocicleta. Eso no hace incorrecto el Quijote de Cervantes. Solo invita a que se le entienda en su contexto. Lo mismo sucede con una versión de la historia que ha perdido su legitimidad. Ella no es más que una versión que traduce ciertas estructuras de poder concretas las cuáles ganaron una legitimidad que luego perdieron. Me parece que aceptar que la historiografía no es infalible es un logro tan importante como aceptar que no hay literatura de belleza perfecta que siempre deba ser imitada con el respeto que se le da a un clásico inconmovible.

MPA: ¿Qué opina usted sobre el comentario de Juan Manuel García Passalacqua de que “la historia siempre es escrita por los que ganaron”, y que esto le quita credibilidad a la misma?

MRC: Creo que se equivoca pero que su comentario acierta en alguna dirección. También los derrotados piensa, inventan y hasta escriben su historia. Lo que me parece que quiere decir Juan Manuel es que la historia que difunden las instituciones del poder es la de aquellos que vencieron. De eso no me queda la menor duda. Pero dado que yo no creo que haya “una historia” y prefiero hablar de “muchas historias” o “versiones”, el asunto no me parece medular.

MPA: ¿Cómo ve usted la relación entre historia y literatura a 14 años de haberla discutido en su ensayo? ¿Cree que los muros entre las disciplinas aún están allí?

MRC: He aprendido a vivir con ambas. La bigamia es sabrosa. Dije lo mismo sobre las dos seductoras amantes, lectura y escritura, que me habitan desde la adolescencia. Puedes ver ese comentario en Una reflexión sobre la escritura  texto que publique hace algún tiempo. Te aseguro que la situación ya no es la misma que en 1994. En Puerto Rico se estila otra literatura y otra historiografía que se miran mutuamente con otros ojos. Eso sí, me parece que la riqueza de la literatura es más notable que la de la historiográfica y que todavía hay que hacer mucho desde la zona de los que dicen que miran al pasado.

Reflexiones: escritura crítica y escritura creativa. Una respuesta.


  • Francisco Font Acevedo
  • Narrador puertorriqueño

 

cancel_manoHe leído tus apuntes sobre el primer encuentro en el CIPP. Hubo dos más que tuvieron un tenor algo diferente. En éstos se abandonó la antinomia literatura vs. crítica mediática, y se incorporaron otros pretextos para dialogar sobre literatura puertorriqueña y otros temas satélites. Diría que la primera que presenciaste fue la menos fructífera a pesar de que tuvo la mayor asistencia. El proyecto original de crear en el CIPP un espacio de interlocución con miras a compilar un libro que fuera un documento de época fracasó. Difícil que no fracasara, justamente por el carácter ritual que bien destacas al final de tu comentario. Ciertamente, como me sugieren los intersticios de tu texto, estructuralmente las cipadas pretendían la recuperación de una tradición muy empobrecida dondequiera y que en estos tiempos se le adscribe el sabor avinagrado de un modernismo que nunca cristalizó plenamente en La Mallorquina. Concurro con el espíritu de tu texto: la pretensión de discutir la situación actual de la literatura actual puertorriqueña no sólo resulta inabarcable en un contexto tan reducido, sino que se derrotó a sí misma porque pasaba por alto otras formas de interlocución más solventes en la actualidad.

Sobre lo que comentas de mi intervención me parece atinado. El texto que leí era maniqueo, una suerte de exabrupto cuyo único valor fue mostrar cierto hastío e incomodar a algunos asistentes. Las formulaciones precisaban mayor ponderación. Creo que están mejor logradas en mi ensayo El gueto kitsch, pero incluso a éste tengo varios reparos que no discutiré ahora. En el fondo, leo ambos textos como ritos de paso para cristalizar un proyecto en formación. Es el mayor valor que les adscribo. Es lo que con sagacidad Piglia llama la “lectura estratégica” que practica el escritor. Una lectura comprometida con una genealogía (en mi caso, una desafiliación genealógica) que se construye el escritor para la obra que ha escrito o proyecta escribir. Lo hizo René Marqués en su antología de cuentos, lo hiciste tú con tu texto sobre la narrativa de entre siglos, lo hizo el Che Melendes en Postemporáneos y lo he hecho yo con los textos aludidos. En mi caso –y que no pretendo que sea extensivo a nadie—se trata de discriminar entre lo que entiendo que es una escritura solvente de otra que es codependiente de una proliferación mediática (e iconográfica) que hace sobresalir la persona del escritor e invisibiliza considerablemente su obra escrita. No creo que mi posición deba entenderse como una abjuración de las nuevas técnicas ni de los medios; más bien pretende subrayar la preeminencia del texto y su valor simbólico sobre todo lo demás. En fin, practicar la discreción, abrir un margen de negociación con los medios para que la obra no pierda protagonismo.

Si he añadido estos matices no es en ánimo de “corregir” ni de disentir de tu memoria sobre la cipada. Creo que tu apreciación es muy atinada.  Lo que te he escrito es una forma de rescatar el valor pretendido (aunque mal ejecutado) de la cipada: el diálogo. Es un valor que aprecio y que tengo la intención de explorar de otras formas menos ritualizadas. Ésta es una.

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