Luis Hernández Aquino: apuntes en torno al tema taíno en Puerto Rico


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor
Comentario en torno al libro: Juan E. Hernández Cruz, editor. Luis Hernández Aquino y el estudio de las voces taínas en Puerto Rico (Lingüística boricua). San Germán: Editorial Xagüey, 2012. 429 páginas. Presentado en el Museo de la Historia de la Ciudad de Ponce

El volumen Luis Hernández Aquino y el estudio de las voces taínas en Puerto Rico, editado por Juan Hernández Cruz, recoge buena parte de las columnas producidas por Luis Hernández Aquino entre los años 1970 y 1974, bajo el título “Lingüística boricua”.  Las mismas giraban en torno a la herencia taína en el español de Puerto Rico según se hablaba en la década de 1970. Los textos fueron difundidos en forma de columnas periodísticas publicados en el diario El mundo. “Lingüística Boricua” es el testimonio de un momento de inflexión en la historia intelectual y cultural de Puerto Rico.

Francisco Matos Paoli y Luis Hernández Aquino

En la década del 1970, las luchas políticas, sociales y culturales en el país, tomaron un giro radical que polarizó la discusión pública. Una crisis internacional creó el ambiente propicio para el cuestionamiento de la hegemonía populista en el país, situación que favoreció un auge estadoísta que todavía hoy es palpable. Hernández Aquino fue un testigo privilegiado de aquel momento crucial en la historia cultural del país. Pero no se trataba de un testigo convencional.

En primer lugar, Hernández Aquino poseía vínculos concretos con algunas de las propuestas literarias más influyentes del siglo pasado: las Vanguardias que retaron la tradición y el establishment literario entre 1920 y 1950. Esto tengo que repetirlo porque todavía el fenómeno de las Vanguardias no ha sido interpretado de una manera balanceada por la historiografía literaria canónica. El autor nacido en Lares  fue una voz clave para el Atalayismo,  el Integralismo y el Trascendentalismo, tres propuestas poéticas relativamente tardías, comprometidas con el rescate, interpretación y reinvención de la Identidad Nacional, entonces considerada bajo la amenaza de una cultura extranjera agresiva: la estadounidense. La voluntad de creadores como Hernández Aquino resultaba, dadas las circunstancias, novedosa y retadora.

En segundo lugar, el hecho de que Hernández Aquino fuese, además de poeta, un excelente investigador y ensayista e historiador del Modernismo y de las Vanguardias, ratifica su situación de figura protagónica de la historia intelectual del país. Fue en medio de aquella vorágine ideológica que el autor hizo suya la preocupación por el asunto de la figuración del indio y se dedicó a la revisión del tema a través de los restos y trazas de su lenguaje. Su voluntad neo-indigenista ratificaba algo que se había aceptado como una verdad incuestionable desde el siglo 19: el pasado taíno y la cultura de los arahuacos, que había sido un componente de la insularidad y la nacionalidad, debía ser también una pieza en la invención del Yo Colectivo puertorriqueño futuro. Una de las demostraciones más claras  de ello, fue la publicación de su libro Diccionario de voces indígenas de Puerto Rico en 1970.

Las columnas que incluye “Lingüística Boricua”, representan una continuación y un complemento a la discusión que abrió el Diccionario… de 1970. El valor mayor que poseen es su capacidad para ilustrar el tipo de reflexión que condujo a la producción del lexicón de palabras taínas. Un diccionario del tipo que inventó Hernández Aquino, construido al modo del de la Real Academia Española, no era el espacio adecuado para las reflexiones presentes en las columnas periodísticas de El mundo.  En su conjunto, ambos proyectos representan una muestra de uno de los momentos más dinámicos de la historia cultural e intelectual de Puerto Rico a fines del siglo pasado. El hecho de que ambos títulos vayan a ser reeditados pronto como parte de un conjunto, me parece un acto de justicia histórica con el escritor de Lares.

Las 104 columnas que componen Lingüística boricua, fueron organizadas por el editor siguiendo los criterios que una vez utilizaron para fines similares los clásicos Juan Augusto y Salvador Perea, quienes también se ocuparon de proyectos análogos en su Glosario etimológico taíno-español, impreso en la Tipografía Mayagüez Printing en 1941.  La idea de organizar los términos en topónimos, hidrónimos, zoónimos y fitónimos, y el afán por determinar la presencia de los términos taínos en el utillaje y el lenguaje de la vida diaria, no fue una decisión de Hernández Aquino sino de editor. La obra de Hernández Aquino, parece haber sido producto de procedimientos menos estructurados. Reorganizarlo en la forma en que lo hizo Hernández Cruz, facilita el acceso a lectores que desconocen aquella tradición  en una situación cultural en la cual la cuestión taína ha dejado de ser una prioridad investigativa.

Algo muy significativo de esta colección tiene que ver con el tipo de fuentes primarias y secundarias que manejó Hernández Aquino. Del producto se puede derivar una lección de metodología de carácter invaluable. Su curiosidad investigativa lo condujo a la confrontación meticulosa y crítica de una muestra significativa de los textos de Indias, de una variedad de fuentes etnográficas de diversos orígenes y de la historiografía puertorriqueña clásica. Las Crónicas, Relaciones, Descripciones, Cartas, Memorias e Historias de la conquista y colonización, son una fuente que ha sido consultada desde el siglo 19. Volver a ellas en pleno siglo 20, fue uno de los ingredientes esenciales en la revitalización de la discusión de la Identidad en la frontera de la Hispanidad que caracterizó aquel periodo.

El  Archivo de Indias dejó en manos del investigador una serie de piezas que ofrecen pistas sobre las labores realizados por los indios encomendados y repartidos a los conquistadores y colonizadores a principio del siglo 16. Se trata de nóminas laborales que destacan el papel de los Caciques y Nitaínos, como intermediarios en la entrega de Naborias a los cristianos para que estos ejecutaran una diversidad de tareas en las minas, las estancias coloniales o en las haciendas del Rey. En los mismos se registraba el pago de la cacona a los obreros indios. La retribución se limitaba a  una camisa de presilla, una caperuza, unos carahueles o calzones, o unas alpargatas.

Un resultado neto de la búsqueda de Hernández Aquino fue que, en aquellos pliegos, se registraban los nombres propios de los taínos quienes, una vez cristianizados, veían como se desplazaba su nombre ancestral a la condición de apellido: se trataba de un simbólico desplazamiento del Yo. El sistema, dominado por los valores hispano-europeos y católicos, se imponía a los Naborías, Caciques y Nitaínos, mediante  un proceso de cristianización forzosa y abusiva en ocasiones, y aparentemente voluntaria en otras.

De este modo comienzan a aparecer Catalina, Isabelica, Leonor, Luisa, Martina, Beatriz, García, María y Alonso,  entre otros muchos. Aquellos apelativos hispano-europeos se juntaban con los patronímicos Aracibo, Jamaica, Caguama, Aramaná, Caona, Carate, Cucana, Duey, Guacabo, Macanea, para producir un efecto único. El contacto con aquellos detalles estimula al lector a inventar una imagen de carne y hueso del taíno y el naboria común. El efecto es que el taíno deja de ser una metáfora y se convierte en un hombre o una mujer que vivía una transición que le resultaba incomprensible. En ello radica la originalidad de esta obra.

Una cuestión que de inmediato se puede proponer es ¿por qué la propuesta interpretativa de Hernández Aquino fue relegada al olvido por tanto tiempo? ¿Por qué esta colección no vio la luz pública  sino hasta el 2012? La colección “Lingüística boricua” fue, por decirlo de algún modo, el último signo de una tradición. Con aquellas columnas se cerró un ciclo del tema taíno en la historia cultural puertorriqueña. Desde 1974, la discusión del tema de indio sufrió una conmoción y el revisionismo crítico se impuso hasta bien entrada la década del 1980.

Un hecho decisivo fue la renovación de los estudios de lingüística arahuaca  desde 1974. En aquel proceso cumplió un papel destacado el investigador cubano Juan José Arrom (1910-2007). Arrom fue el artífice del rescate, modernización y anotación del texto Relación acerca de las antigüedades de los indios, las cuales, con diligencia, como hombre que sabe la lengua de ellos, las ha recogido por mandato del Almirante. Su autor, Fray Ramón Pané religioso gerónimo mendicante, había producido aquella memoria, producto del interrogatorio a Behíques y Caciques taínos de La Española por orden de Cristóbal Colón. Se trataba de un documento de primera mano que había sido pensado, investigado y redactado probablemente entre 1494 y 1496.

La versión Arrom, ensayista, lingüista y crítico literario egresado de Yale y profesor Lengua y Literatura en dicha institución, fue publicada en 1974 en México y revolucionó los estudios de los naturales de las Antillas. En 1975 Arrom añadió a la bibliografía del asunto de los taínos, su  Mitología y artes prehispánicos de las Antillas, volumen en el cual vinculó la estética y la mítica taínas, sobre la base de un complejo estudio de los dialectos hablados en las islas y su relación con otras lenguas indígenas continentales.

Otro factor cultural significativo fue la publicación en 1976 de otro volumen breve, El mito taíno: raíz y proyecciones en la Amazonia continental, bajo la firma de Mercedes López Baralt. López Baralt era especialista en literatura y dominaba la lengua quechua, idioma que había estudiado en Perú y en Estados Unidos. El aspecto revolucionario de aquel ensayo estribaba en la aplicación de la antropología cultural y simbólica a la cultura taína. López Baralt fue la primera que miró el asunto de los taínos a la luz de la antropología estructural de Claude Levy-Strauss.

El otro elemento decisivo para el olvido de la obra de Hernández Aquino fue la revolución intelectual que significó el fenómeno de la “Nueva Arqueología Puertorriqueña” desde 1977. Aquel año, los arqueólogos Luis Chanlatte Baik e Ivonne Narganes Storde, adscritos al Centro de Investigaciones Arqueológicas de la Universidad de Puerto Rico, presentaron los resultados de una investigación determinante. La misma giraba alrededor de unos hallazgos en el sector La Hueca de Vieques. Como resultado de ello, identificaron lo que denominaron una nueva cultura agro-alfarera anterior a los taínos. Con posterioridad el arqueólogo Miguel Rodríguez corroboró la presencia de aquella cultura en Puerto Rico, en Punta Candelero, Humacao. Chanlatte y Narganes ampliaron sus indagaciones en Sur América y establecieron que el punto de origen de aquella cultura estaba en los Andes de la moderna Bolivia y Colombia.

Con aquel ciclo de hallazgos el lenguaje utilizado para la explicación del fenómeno de los indios cambió. Hernández Aquino quedó al margen de aquel proceso revisionista. En la década del 1980, los parámetros para la interpretación de las culturas naturales en el país habían sido revisados. Lo que ocupaba la atención de los que entonces nos formábamos en Estudios Puertorriqueños, era el debate sobre la pertinencia del esquema interpretativo de Chanlatte y Narganes ante el de Ricardo Alegría y el problema de la revisión de lo indígena en aquel momento de inflexión del discurso identitario.

Dos libros volvieron sobre el asunto de los taínos a mediados de aquel decenio. Uno fue obra de Osvaldo García Goyco titulado Influencias mayas y aztecas en los taínos de las Antillas Mayores publicado en 1984. El mismo llamaba la atención sobre los paralelos entre los naturales insulares y las altas civilizaciones mesoamericanas. El otro fue producto de Ricardo Alegría: se trata de Apuntes en torno a la mitología de los indios taínos y sus orígenes suramericanos que salió de imprenta en 1986. En el mismo Alegría reafirmaba la tesis de que las fuentes de las culturas agro-alfareras de Puerto Rico había que buscarlas en Sur América.

El lenguaje cambió, es cierto. Pero eso no fue todo: también se alteró el foco de interés en torno al asunto de los taínos. Hasta Hernández Aquino,  había dominado la apuntación e interpretación del lenguaje y la cultura taína, producto de una mirada insistente a las fuentes históricas y a los textos de Indias. Aquellas habían sido las fuentes privilegiadas de la hispanidad y la hispanofilia. Ahora la discusión se centraba en los nuevos hallazgos arqueológicos, la antropología estructural y la lectura simbólica de las tradiciones indígenas. La mirada había sido desviada hacia  el pasado americano de los taínos y se dejaba atrás, por el momento, su explicación  a la luz del descubrimiento o el contacto de 1493.

Hernández Aquino interpretaba como un pensador del 1950: los renovadores como pensadores propios de una época de revitalización de los estudios indígenas fenómeno con el cual, me parece, Hernández Aquino no estuvo en contacto. De la nueva hornada de textos, el único que citada casualmente el Diccionario… de Hernández Aquino, era García Goyco. La obra que hoy me ocupa se había convertido en una rareza. La idea de que ambas interpretaciones coadyuvan para la apropiación de lo taíno de una manera abarcadora y plural,  es posible hoy, pero no lo era en la década del 1980, década caracterizaba como se sabe, por la reevaluación agresiva del saber tradicional que tan bien representaba Hernández Aquino.

Yo me atrevo señalarle algunas ausencias a las reflexiones de Hernández Aquino en sus columnas. Si él estuviese vivo, lo haría directamente. Lo conocí poco antes de que falleciera y desarrollamos una amistad que, si bien estaba basada en la relación maestro aprendiz, nunca le faltó una dosis de respeto mutuo. Si pudiera le preguntaría por qué no profundizó más en la discusión del uso del nombre Borinquen o Boricua por la generación separatista romántica a principios del siglo 19. El general Antonio Valero de Bernabé, planeaba en  1821 denominar Estado de Borinquen a Puerto Rico cuando lo separara de España y lo integrara como provincia de la Gran Colombia. Y el mercenario, Luis Guillermo Doucoudray Holstein, quien planeaba en 1822 invadir a Puerto Rico por Aguadilla y convertir a Mayagüez en la capital de Puerto Rico libre, aspiraba bautizarlo como República de Boricua. Le hubiera preguntado por la versión de que el nombre de San Juan Bautista había sido Baneque y no Boriquén, de acuerdo con una versión que adjudicaba el  descubrimiento de la isla a un acto de insubordinación de Martín Alonso Pinzón, capitán de la carabela “Niña” entre diciembre de 1492 o enero de 1493.

De todos modos y con esto termino, los libros son para eso: para incitar el diálogo. Si hubo que esperar desde 1974 hasta 2012, para ver esta obra, bienvenida sea. Siempre es un excelente momento para pensar y reflexionar sobre la identidad. Gracias a Juan Hernández Cruz por hacer posible este proyecto.

Transgresión, corporalidad y diferencia en los Cuentos traidores de Rubis Camacho


  • Federico Irizarry Natal
  • Escritor y crítico literario

 

De Cuentos traidores de Rubis Camacho ha dicho Mario Cancel que es “un libro bien escrito”. Aduce para ello que este texto entronca con una tradición literaria que repliega su discursividad sobre la base de un cúmulo de inusitadas presiones y tensiones capaces de invitar certeramente a la reflexión y abrir paso a la poesía. La dimensión poética de este texto también ha sido un aspecto que Carlos Esteban Cana ha destacado como una instancia relevante con el propósito de marcar la rigurosidad del buen manejo del lenguaje que lo sostiene. Luz Nereida Pérez, por su parte, en la contratapa del libro asegura que es “una obra que dejará huella”. El lector que aborde con atención las narraciones de este libro dará cuenta irrecusable de ello en función de validar los tres juicios anteriores. Con Mario Cancel igualmente afirmo que Cuentos traidores es un libro muy bien escrito.

Constituido por veinte relatos, Cuentos traidores concreta en sus páginas una diversidad de historias articuladas poderosamente sobre una instancia común. Esta instancia, a mi parecer, es la experiencia del límite. Ya sea desde el discurso religioso o desde el político, ya sea desde el mito o la leyenda, ya sea desde lo histórico o lo cotidiano; los textos narrativos de este libro se organizan alrededor de un imperioso sentido de crisis que ha de caracterizar (y de poseer) a sus protagonistas. Dicha crisis posibilita ser leída, en relación con estos personajes, como la manifestación de un posicionamiento experiencial que materializa la condición límite antes mencionada. Para Bajtín esta noción de límite, entendida simbólicamente como umbral, está asociada “al momento de la ruptura en la vida, de la crisis, de la decisión que modifica la vida o al de la falta de decisión”.

Bajo la impronta de tales palabras, el lector descubre en estos cuentos personajes que padecen en crudo una fuerte desestabilización que los marca como seres áridamente desterritorializados hacia el lugar de una asfixia de carácter existencial. Así, nos hallamos, por ejemplo, en el relato titulado El dawa del Che Guevera, ante la mítica figura del guerrillero argentino que, reducido a un indefenso cuerpo en posición fetal en medio de la selva del Congo, sobrelleva insufriblemente la muerte de Celia, su madre, recientemente notificada. De igual manera nos encontramos también, en Los tres días de Don Pedro, ante un Albizu que, desgarrado físicamente tras la tortura, asume desde la cárcel, meses antes de su muerte, el delirio religioso a manera de estrategia urgente, desesperada, para imaginar la continuidad del proyecto nacional. En La mujer maravilla, más cotidiano, nos ubicamos también ante el personaje de una madre de mediana edad que, influida por el mundo mediático y hollywoodense, queda congelada ante su hija al filo cortante de la ridiculez. Y en Manuela, el último de los cuentos del libro, nos topamos con un anciano retirado en la necesidad de infringir su ética de viudo bajo la amenazante sombra de la culpabilidad. Estos son, sintetizados al extremo, algunos de los ejemplos de estos relatos que evidencian el límite que habitan estos personajes.

La pregunta que, a raíz de ello, adviene en la mente del lector es la siguiente: ¿cómo evidencian y cómo resuelven los seres de estos relatos su condición límite, su umbral? De entre todas las instancias en torno de las cuales está estructurado este conjunto de historias, tomo tres como punto de partida para responder a dicha pregunta: estas son las que corresponden a la corporalidad, a la transgresión y a la diferencia.

El primer cuento del libro, titulado significativamente La mirada, da cuenta exacta de dichas instancias para poder elaborar una contestación a la pregunta mencionada. Cito, primero, el texto en su totalidad:

 

El hospital tan frío… El ministro entró a la habitación.

Apretó el libro negro. Miró al techo. Levantó las manos y glorificó.

-Tú, amoroso Dios que todo lo miras…

En la cama, la anciana violada retiró la mirada.

 

Esta microficción apunta a un recurso y a una estrategia que resultan recurrentes a lo largo del libro. Lo primero corresponde a ubicar la crisis en el cuerpo del personaje; es decir: es la corporalidad el espacio en que queda grabada la experiencia del límite que enfrentan los sujetos de estos textos. En estrecha relación con lo antedicho, lo segundo corresponde a la forma de encarar dicha experiencia. Como ya veremos más adelante, ello radica en una estrategia de transgresión que, si no es fallida, derivará en un fuerte sentido de diferencia.

A partir de la fenomenología de la carne de Merleau-Ponty, sabemos muy particularmente que el cuerpo no es, según lo aducido por la tradición (que lo infravalora), el excedente molesto, pasivo y mecanicista de un ser clausurado en la autorreferencialidad del pensamiento racional desde el cual abarca la realidad como un objeto concluido. El cuerpo, por el contrario, es ser-en-el-mundo. Unidad orgánica que constituye, tal y como lo afirma Malena Costa, “condición de posibilidad del conocimiento” que permite al sujeto “entablar una relación de familiaridad originaria con el mundo a través de la cual, finalmente, nos es posible ligarnos con la totalidad”, posibilitando así “la realización de nuestro propio mundo personal”. Desde esta perspectiva, el cuerpo, como vehículo fundamental en la complicada interacción con la realidad, es comprendido como conciencia encarnada, activa y siempre abierta al acontecimiento del sentido.

En el cuento La mirada el cuerpo violado de una anciana propone el lugar desde donde se escenifica la experiencia del límite. Dramatizados los efectos del abuso sexual por el hecho de estar relacionados, por un lado, con la gravedad de una injusticia ejercida contra una persona mayor de edad, y, por otro lado, con la exposición de este cuerpo vulnerado ante la presencia de lo sagrado; el atropello presentado en el microcuento remite al peso de la profanación. Inscrita en la carne envilecida de la anciana, la crisis de este escarnio redunda en el momento de la ruptura en la vida, como citamos de Bajtín. Ruptura no sólo en un nivel físico; sino, también, en un nivel espiritual. Aunque el lector queda fuertemente tentado a pensar que el ministro que invoca el poder panóptico de Dios es el victimario, lo cierto es que el relato imposibilita saludablemente una determinación tajante de ello. Más allá de este asunto meramente anecdótico, lo importante es, no obstante, la colación del elemento sagrado en esta situación para validar el espesor religioso en que acontece la experiencia (corporizada) del límite.

¿Cómo resuelve la anciana de esta historia la crisis que la posee? La resolución, de acuerdo con la lectura que desarrollo, se da sobre la base de la transgresión. A la visión totalizadora de Dios referida por el ministro, la anciana opone el retiro de su mirada; lo que implica que, desde el mismo espacio en que acontece la crisis (es decir: el cuerpo), surge la resistencia con que precariamente negocia en su desdicha. El repliegue de su mirada constituye, así, una acción desestabilizadora ante el poder de Dios; un cuestionamiento crítico a la piedad asociada convencionalmente con la entidad divina y las prácticas religiosas que se organizan en torno de ello. En el núcleo duro de esa acción recriminadora es que se materializa su ejercicio transgresor.

Foucault ha afirmado, precisamente, que “la transgresión es un gesto que concierne al límite”. Lo importante de su planteamiento radica, sin embargo, en el sentido que le confiere al concepto de la transgresión. No lo entiende como subversión, que es aquello que está movido por una fuerza negativa. Es, por el contrario, una suerte de movimiento relampagueante capaz de enlazar con extrema tensión el adentro y el afuera que cobran presencia ante la cortante inscripción del límite. En ese sentido, la transgresión no niega; más bien, en una maniobra de afirmación no positiva, se circunscribe a mostrar desde la diferencia las dos caras que resultan de su desborde para dar cuenta del complicado diálogo entre ellas. Diálogo que, en todo caso, reconduce de regreso a cada una de sus partes hacia la misma experiencia del límite que posibilitó su tránsito y su manifestación. En la fugacidad de este cruce, en que el límite resulta instancia de constante retorno, se juega (repito: desde la diferencia) una redefinición del ser. Santiago Díaz, sobre este mismo tema, plantea lo siguiente: “(L)a transgresión nos traslada a un ámbito diferente, un ámbito de conexión entre lo interno y lo externo”; y añade que es ahí donde “el sujeto se abre a la experiencia irremediable del fluir entre el afuera de la interioridad y el adentro de la exterioridad”, posibilitando por lo mismo “disipar toda adherencia, todo estancamiento, toda cimentación” y descubrir “el movimiento más íntimo de la libertad”.

De acuerdo con lo antedicho, la transgresión, en el cuento La mirada, acontece al mostrar en contacto, desde la crisis del cuerpo violentado de la anciana, el adentro de una subjetividad maltrecha y decepcionada y el afuera de un mundo religioso hartamente sospechoso. En el desvío de la mirada de la mujer se genera, entonces, una redefinición de sí, como una redefinición del espectro sacro que la contextualiza. El intento de escapar a la óptica absoluta de la divinidad logra proyectar no sólo a un ser desilusionado por la desprotección y el desamparo; configura, además, de manera mucho más importante, a un sujeto que, sobre la base de una estrategia de repulsa, lleva su resistencia al filo de colocar la ausencia o el vacío en el lugar donde debe estar Dios. La experiencia del límite es así la experiencia del abismo. En su cortedad, este relato remite, por tanto, a la visión de mundo del hombre del último siglo; ese hombre que ha tenido que encarar el nietzscheano anuncio de la muerte de Dios, el cual no debe ser entendido como el aniquilamiento del Dios cristiano personal, sino como el fin de “la creencia en un orden objetivo del mundo que el pensamiento debería reconocer para adecuarse a ello tanto en sus descripciones de la realidad como en sus elecciones morales”, según lo ha especificado Vattimo en una de sus reflexiones sobre dicho tema. Al respecto, Foucault hace la siguiente pregunta: “… una profanación en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado, ¿no es poco más o menos lo que se podría llamar transgresión?”; y a ello contesta: “ésta (la transgresión) en el espacio que nuestra cultura da a nuestros gestos y a nuestro lengua, prescribe no tanto la única manera de encontrar lo sagrado en su contenido inmediato, como el de recomponerlo en su forma vacía, en su ausencia que se vuelve por ello mismo centelleante”. Valga esta última cita para fundamentar la lectura que nos embarga.

Si he tomado el cuento La mirada como piedra angular para poder hablar del libro de cuentos de Rubis Camacho, es porque en el mismo se funda, con sus variantes, una de las múltiples entradas que permiten penetrar, sino en su totalidad, en gran parte de las historias del libro. En el relato titulado El milagro, por ejemplo, se nos presenta el caso de Madai, una mujer que, al límite de una monstruosidad corporal que ha tenido que sobrellevar desde los primeros días de su vida, espera con entusiasmo la llegada de Jesús, quien se acerca a su comunidad, para solicitar su restructuración física. El texto se demora en la descripción de su joroba, una enorme piedra, muchas veces musgosa, en que en ocasiones anidan aves o se refugian otros animales en busca de resguardo y calor. El texto también se detiene en la presentación de Jesús, un hombre que, más cercano de los niños que de los sabios, ha tenido que luchar para acatar el rol que le ha sido destinado. Al final de la prueba en el desierto, donde tuvo que enfrentar las tentaciones del adversario, se constata, en sus palabras, cuál es su rol: “desenmascarar todo poder”, según lo dice. Prepara así este cuento, ante el horizonte de expectativas del lector, un encuentro final que debería derivar en una resolución feliz. No obstante, ocurre todo lo contrario. Al llegar Madai tras mucha dificultad ante la presencia del Rabí, toda su euforia se desvanece en la amarga toma de conciencia de que su espera no ha pasado de ser más que una ansiedad fallida. Su joroba, sobredimensionada, la halla ahora en la espalda del Maestro a la manera de “un peñasco mil veces más grande que el suyo”. Lo que sus ojos ven no es otra cosa que a un Cristo tan contrahecho como ella, pero con una giba aun más descomunal. Lo que le devuelve la mirada redunda, entonces, en escepticismo y desengaño. Tras preguntarle Jesús qué es lo que quiere ella que le haga él para su bien, Madai reduce sus palabras a una respuesta seca y lapidaria: “nada, maestro, nada”.

Como el cuento La Mirada, este también presenta el límite grabado en la corporalidad; y la protagonista que padece la crisis procede, a su vez, transgresoramente. Sin embargo, El milagro es un relato que propone, contrario al anterior, una dimensión más generosa de la religiosidad y, a su vez, un sentido frustrado de transgresión. El problema no está en Jesús ni en su inesperada malformación grotesca. El conflicto reside, más bien, en el hermetismo al que se cierne Madai para no abrirse a la comprensión de su crisis sobre la base de lo alterno. En el peñasco de Jesús ella no ve la horizontalización que implica una relación de identidad desjerarquizada; es decir, no da cuenta de que la entidad superior a la que aspira para lograr su sanación comparte con ella su mal desde la diferencia. Lo que ve es la repetición de lo mismo sin más. Fija, por lo mismo, en la experiencia del límite el ejercicio de una transgresión inútil que la devuelve a su crisis mediante el estancamiento por el cual se adhiere más intensamente a su imperfección. No logra, por ello, conectar con la interioridad del afuera; no logra tampoco, por lo mismo, una redefinición de su ser.

Si lo que Jesús logró comprender tras cuarenta días en el desierto es que el verdadero obrar deviene desenmascaramiento del poder, lo que este relato posibilita leer en el personaje de Madai es que la permanencia de la crisis que padece en su cuerpo es el resultado de interiorizar el poder que la desnaturaliza en el potencial de su diferencia. El de ella es por lo tanto un físico malogrado no por el hecho de ser meramente grotesco; sino, sobre todo, porque remite a la nefasta encarnación de la mismidad que la infravalora. La corporización de la alteridad sería, por el contrario, la restructuración (o por lo menos, la domesticación) del límite; lo que implica simbólicamente, en el caso de Madai, una monstruosidad mal asumida. Ángel Rosa, al abordar La novela de Jesúsde Iván Silén (en que el protagonista -también Jesús- comparte rasgos desmesurados y aberrantes con el de Rubis Camacho), ha afirmado, al respecto, que “lo grotesco actúa como un conveniente instrumento de purga y de trascendencia”. Insistir, por lo tanto, en la subyacente idea de que la normalidad (o la belleza canonizada) constituye un registro de virtudes porque así lo ha concretado la tradición, constituiría un error. Ese, al menos, es el error de Madai.

Hasta el momento he abordado estos dos cuentos que, como se ha visto, están cruzados con fuerza por el discurso relacionado con lo sagrado. Y es que la religiosidad, matizada por líneas ciertamente perturbadoras, constituye uno de los temas de mayor contundencia a lo largo del libro. Ejemplos de ello son los titulados La travesura, Mi nombre es voz y Como pan del cielo.

No obstante, hay otros relatos que se artifician en torno de otros temas. Uno muy particular, relacionado con la mitología es Como de plumas malditas, que tiene como personaje principal a Prometeo, quien, encadenado, sufre, como sabemos, los embates de la agresiva ave a la que está destinado. Sin embargo, lejos de repetir el mito tal y como se le conoce, en el mismo se introduce eficazmente un giro renovador que lleva al protagonista, para sorpresa del lector, a encontrar placer en la rapiña a la que a diario lo somete el águila. Ello es el resultado del delirio nostálgico que provoca en él la constante evocación de un antiguo y ardiente amor por una mujer, que termina proyectada y confundida con el ave que lo destroza. Eros y Thanatos conjugados en la enigmática pequeña muerte de la que hablaba Bataille; pues, en el cuento, el despellejamiento atroz deviene retozo erótico en que Prometeo, encandilado, se refocila. Nótese que acá también acontece la experiencia del límite en el contexto físico: la destrozada anatomía del protagonista. Nótese de igual manera que, ante ello, el recuerdo apasionado del condenado produce una transgresión: colocar el goce allí donde sólo debería haber suplicio por la carne mutilada. ¿Acaso no es esto el pliegue que con firmeza posibilita rastrear la interioridad del afuera, la exterioridad del adentro; es decir: el rasgo definitorio de la diferencia que adviene con el gesto transgresor? Yo estimo que sí. Y pienso, además, que tal deferencia tan eficazmente expresada queda todavía más fuerte señalada en el ímpetu viril que deviene erección tras el ritual de duros picotazos que estremecen el cuerpo ya vulnerable pero galvanizado del titán. En la noción de diferencia que implica este inusitado erotismo es que el Prometeo de esta historia logra redefinir su ser; esto, a manera de una línea de fuga que lo reterritorializa en contra de la angustia de su sentencia. Un relato como este trae a la memoria aquella otra figura mitológica que tan bien trató Albert Camus cuando se acercó a su reflexión sobre el suicidio y el valor de la vida. En las páginas del ensayo al que me refiero, el autor aseguraba, según recordarán, que “hay que imaginar que Sísifo era feliz”. En la inusual historia de Camacho, para parafrasear, hay que imaginar también que Prometeo era feliz.

Otros relatos del libro podrían abordarse. Me limito a nombrar meramente dos de las mejores historias que lo componen: Los pantalones de Luisa Capetillo y María Antonieta o su cabeza moribunda. No entro en detalles ante ellos. Los dejo a la consideración del público, que, tras una gustosa lectura detenida, validará de seguro cuanto expresamos, con Mario Cancel y Luz Nereida Pérez, al principio de la presentación: que Cuentos traidoreses un libro muy bien escrito; un excelente libro que dejará huellas. Más allá del título, estos son cuentos que no traicionan; pues, resultan, junto con la mejor cuentística de los últimos tiempos (la de Pedro Cabiya, la de Francisco Font, la de Luis Negrón y la de Carlos Vázquez Cruz), una valiosísima aportación a nuestro panorama literario. Sin más, sólo me resta invitarlos a la lectura.

Una reflexión sobre la Lingüística Boricua de Luis Hernández Aquino


  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Comentario en torno al libro: Juan E. Hernández Cruz, editor. Luis Hernández Aquino y el estudio de las voces taínas en Puerto Rico (Lingüística boricua). San Germán: Editorial Xagüey, 2012. 429 páginas. Presentado en el Museo de los Próceres de Cabo Rojo el 11 de octubre de 2012

El volumen que hoy comento, recoge buena parte de las columnas redactadas por Luis Hernández Aquino entre los años 1970 y 1974, en torno a la herencia lingüística de los taínos presentes en el Puerto Rico de su tiempo. Los textos fueron difundidos en forma de columnas periodísticas, la mayoría de las cuales fueron publicados en el diario El mundo. El mundo fue un periódico hispanófilo y políticamente moderado fundado en 1919  que marcó una época en la historia del periodismo puertorriqueño. Otras columnas se difundieron en diversos periódicos y revistas de Puerto Rico y España. Cuando “Lingüística Boricua” se publicaba en El mundo, la empresa atravesaba por una crisis financiera que la condujo a su cierre definitivo en 1987.

 

Hernández Aquino y su tiempo

“Lingüística Boricua” es el testimonio de un momento de inflexión en la historia intelectual y cultural de Puerto Rico. La genealogía del interés de Hernández Aquino por los temas indígenas tenía un origen remoto. Debo recordar que la búsqueda de los “orígenes” constituyó algo así como un vicio para los autores que produjeron su obra en las décadas posteriores a la del 1940. La asociación de los años cuarenta al desarrollo del Puerto Rico moderno, urbano e industrial, y al populismo militante, resulta inevitable. Hernández Aquino es uno de los intelectuales más emblemáticos de aquel momento. El bagaje intelectual con el cual enfrentó aquellos tiempos difíciles poseía unas características peculiares que vale la pena mencionar.

Primero, llamo la atención sobre la vinculación de este escritor a tres de las propuestas literarias más influyentes del siglo 20. Hernández Aquino fue una voz clave para el Atalayismo,  el Integralismo y el Trascendentalismo, tres vanguardias literarias tardías, comprometidas con el análisis y reinvención de la Identidad Nacional con una voluntad que, por aquel entonces, resultada novedosa y retadora. El hecho de que Hernández Aquino fuese a la vez historiador del Modernismo y de las Vanguardias, ratifica su condición de figura protagónica de la historia cultural del país.

El Atalayismo, como se sabe, apareció durante el periodo que va del 1929 al 1935. En aquel entonces la Gran Depresión, el Nacionalismo Político y el Liberalismo Independentista con Antonio Barceló a la cabeza, tenían por tema central el problema político y cultural de Puerto Rico. En aquel contexto, hizo su aparición el Nuevo Trato. El carácter moderador de la política rooseveltiana y el papel de intermediario que cumplió Luis Muñoz Marín,  favoreció la implosión de las fuerzas independentistas y estadoístas. Ambas entraron en un proceso de fragmentación que hizo posible la hegemonía del Partido Popular Democrático tras las elecciones de 1940.

El Integralismo y el Trascendentalismo tuvieron su mejor momento entre 1941 y 1948,  años dominados por el fantasma de la escasez consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y los inicios de la Guerra Fría. En 1945, Puerto Rico parecía encaminado a un cambio político radical de la mano de un líder carismático producto de la Depresión: Muñoz Marín.

Las vanguardias en las que militó Hernández Aquino reflexionaron sobre la Nacionalidad Puertorriqueña, su pasado y su futuro, tanto como lo había hecho la generación del 1930 de la cual era un heredero. La afirmación de la  Identidad Puertorriqueña ante la cultura estadounidense, fue una de las claves de la obra de Hernández Aquino. En aquella coyuntura, el autor hizo suyo el asunto de la figuración del indio y se dedicó a la revisión de aquella  cultura. Con ello se confirmaba la relevancia del pasado indígena en la definición de un Yo Colectivo moderno. Una de las pruebas más significativas de ello, fue su libro Diccionario de voces indígenas de Puerto Rico, publicado en 1970.

Es cierto que la integración de los valores del pasado indígena a la  Identidad Puertorriqueña no representó una novedad en la década del 1970. La recuperación del indio podría trazarse hasta el Romanticismo del siglo 19 y las figuras de Alejandro Tapia y Rivera, Ramón E. Betances, Daniel de Rivera y, en cierto modo, Eugenio María de Hostos. En ese sentido, nuestro autor daba continuidad a una aspiración en la cual se había invertido mucho trabajo desde antes de 1850. Hernández Aquino fue una figura esencial  en aquel proceso de recuperación del pasado indígena durante el siglo 20 y esa es una gloria que nadie puede escamotearle.

Hernández Aquino y su papel en  la historia intelectual reciente

Las columnas que incluye “Lingüística Boricua”, pueden apropiarse como una continuación o un complemento del Diccionario… de 1970. Desde mi punto de vista, tienen el valor de que aquí se documentan los debates y los pormenores de una indagación que el lexicón, por su diseño de registro de palabras,  no le había permitido presentar. El Diccionario…. (1970)  y la Lingüística Boricua (1970 a 1974), por su naturaleza y su contenido, representan un momento interesante de la historia cultural e intelectual de Puerto Rico en el siglo 20. Pero el potencial político de este tipo de reflexiones, todavía está por esclarecerse.

El Mundo, 4 de febrero de1966. De izquierda a derecha, sentados Luis Hernández Aquino, Antonio Coll Vidal, Obdulio Bauzá, Samuel Lugo; de pie Guillermo Bauzá, Gaspar Gerena Brás, Francisco Matos Paoli.

La década del 1970 fue un polvorín ideológico fértil para el surgimiento de planteamientos provocadores de todo tipo. En ese aspecto, el 1970 sólo es  equiparable a la década de 1930. El decenio del 1960 había sido testigo de la erosión y deterioro de la confianza de la gente en el proyecto defendido por el Partido Popular Democrático para Puerto Rico. El plebiscito del 1967 y el triunfo del Partido Nuevo Progresista en 1968, son el mejor ejemplo de ello. El 1968 vio la conmemoración del Centenario de la Insurrección de Lares, evento que sirvió de base para una revisión del pasado nacional que marcó la historia intelectual del país hasta el 1990. El interés por el tema del Grito y por la figura de Betances, renació con extraordinarios bríos. Hernández Aquino, lareño e independentista, aportó a aquel proceso no solo su Diccionario… y su Lingüística Boricua: en 1986 publicó en su editorial Sarobei, el volumen Betances, poeta, obra que me remitió con una nota personal en octubre de aquel mismo año a mi casa desde Bayamón.

Las razones profundas para el polvorín cultural que fue la década del 1970 y para la explosión de creatividad de aquel momento, hay que buscarlas más allá de la literatura y la historiografía. La década estuvo marcada por una crisis económica de proporciones gigantescas, análoga a la de 1929, y a la que inició en 2007 y todavía arropa al país. La Recesión de 1971, puso en entredicho los valores del libre mercado, y promovió numerosos proyectos de cambio, algunos radicales, a nivel global.

En Puerto Rico, la situación exacerbó la crítica al pasado populista, a la vez que estimuló el crecimiento de las fuerzas que defendían el estadoísmo como una acción legítima. Desde 1972 al presente, la historia política de Puerto Rico camina por una ruta distinta, alejándose cada vez más del panorama de la segunda posguerra. Hernández Aquino y sus libros son una expresión de aquel momento de cambio.

Hernández Aquino, el tema del indio y este libro

El centenar de columnas incluidas en Lingüística boricua, según han sido organizadas, recuerdan los criterios que una vez usaron para fines similares los clásicos Cayetano Coll y Toste y Juan Augusto y Salvador Perea. La idea de organizar los términos en topónimos, hidrónimos, zoónimos y fitónimos, y el afán por determinar la presencia de los términos taínos en el utillaje y el lenguaje de la vida diaria, no fue una decisión del autor. Se trata de un recurso del editor con el propósito de facilitar acceso a un material que hoy es desconocido para muchos.

El valor de esta colección, aparte de lo que significa como traducción de un momento de la historia intelectual de Puerto Rico, se encuentra en otra parte. La mayor virtud tiene que ver con  el manejo que hizo Hernández Aquino de las fuentes primarias y secundarias. Se trata de una lección de metodología de carácter invaluable. Su curiosidad investigativa lo condujo a realizar una lectura cuidadosa de los Textos de Indias y de la Historiografía puertorriqueña clásica. Es cierto que ese recurso no representaba una novedad. Las Crónicas, Relaciones, Descripciones, Cartas, Memorias e Historias de la conquista y colonización, son una fuente que ha sido consultada desde el siglo 19.

La novedad estriba en la revisión de ciertos  manuscritos del Archivo de Indias que documentaban los trabajos de los indios encomendados y repartidos a los conquistadores y colonizadores. Se trata de nóminas laborales que destacan el papel de los Caciques y Nitaínos, como intermediarios en la entrega de Naborias a los cristianos para que estos ejecutaran una diversidad de labores en las minas y estancias coloniales o en las haciendas reales. Esos papeles documentaban el pago de la cacona a los obreros indios: una camisa de presilla, una caperuza, unos carahueles o calzones, unas alpargatas a cambio de labor eran suficientes.

La lectura de Hernández Aquino documenta también los nombres propios ancestrales de estos taínos quienes, una vez cristianizados, veían como se desplazaba su nombre ancestral a la condición de apellido: se trataba de un simbólico desplazamiento del Yo. El lector se enfrenta a los nombres de pila cristianos al uso que se imponía a los Naborías, Caciques y Nitaínos, por medio de un proceso de cristianización forzosa y abusiva en ocasiones, y aparentemente  voluntaria en otras. Así aparecen Catalina, Isabelica, Leonor, Luisa, Martina, Beatriz, García, María y Alonso,  entre otros muchos. Aquellos nombres de pila se juntaba con  Aracibo, Jamaica, Caguama, Aramaná, Caona, Carate, Cucana, Duey, Guacabo, Macanea, para producir un efecto imaginativo único: ayudar al lector a crea una imagen de carne y hueso del indio y el naboria común. El efecto es que el indio deja de ser una metáfora y se convierte en un hombre o una mujer que vivía una transición que le resultaba incomprensible. Yo los imagino reconociendo que los cristianos hispano-europeos, habían llegado a su mundo a rediseñarlo todo. La conciencia de que la comunidad, según la habían conocido, se encontraba en la frontera de su desaparición física debió ser común.

La publicación de Lingüística Boricua de Luis Hernández Aquino, su lectura cuidadosa, me ha resultado inspiradora. Tengo que confesar que me ha ofrecido un modo alternativo, menos etéreo y más material de apropiar al indio, al taíno, al arahuaco insular que habitaba este territorio antes de la llegada de los europeos. Mi reflexión va en un camino más complicado. La concepción de que la Conquista aspiró a ser un movimiento aplanador se confirma. La meta de los cristianos hispano-europeos era hacer de las tierras y las gentes descubiertas un espécimen hispano-europeo. Libros como este me demuestran las múltiples fisuras de aquella propuesta demoledora.

La Identidad se construye sobre las bases del trabajo y la palabra. Luis Hernández Aquino lo sabía. Purgando un lenguaje se encuentran múltiples trazas de lo que  fuimos o imaginamos haber sido. Recuperándolas se comienza a abocetar las posibilidades de lo que podernos ser.

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