Pedro Albizu Campos en una novela de Luis Abella Blanco


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

Uno de los aspectos más polémicos en la investigación de la  figura de Pedro Albizu Campos y el Nacionalismo Puertorriqueño, han sido las relaciones de esa organización con el Partido Socialista en la década del 1930. La obra narrativa de  Luis Abella Blanco, La República de Puerto Rico. Novela histórica de actualidad política,  ofrece pistas valiosas sobre la imagen del Nacionalismo y de Albizu Campos en un escritor Socialista Amarillo o no revolucionario. Como se sabe, desde 1934 el Partido Nacionalista atravesaba por una crisis política producto tanto de la persecución política de las autoridades policíacas coloniales como federales (1934-1936); así como de los cuestionamientos al liderato albizuista resumidos con posterioridad en la “Carta a Irma” redactada por José Monserrate Toro Nazario (1939).

Abella Blanco fue un socialista moderado que poseía el señorío de un buen burgués. Sus posturas sintetizan la opinión del movimiento encabezado por Santiago Iglesias Pantín. El autor estaba muy consciente de los reparos políticos del Nacionalismo hacia el anexionismo militante del liderato socialista. Iglesias Pantín se había transformado para los Nacionalistas en un icono de la traición. Fungiendo como Comisionado Residente en Washington, como se sabe, presentó en 1934 y 1935 un proyecto de Estadidad para el país por lo que el Nacionalismo armado atentó contra su vida en Mayagüez en 1936.

Luis Abella Blanco, escritor socialista puertorriqueño

La narración de Abella Blanco se inserta en una larga tradición de sátira política que incluye títulos como “Los viajes de Scaldado” (c.1889) de Ramón E. Betances, “El avispero” (1892) de Luis Bonafoux, o “El cuento de Juan Petaca” (c. 1912) de Salvador Brau. La sátira en aquellas narraciones caminaba en una diversidad de direcciones -los Compontes en la primera, una miserable ciudad local en la segunda, la Confederación de las Antillas, en la última-. Pero el tono de cinismo y desenvoltura es el mismo, rayando siempre en la insolencia y la procacidad. Abella Blanco no se oculta mucho a la hora de hacer la caricatura literaria: usa pseudónimos  obvios para designar las figuras públicas que protagonizaron la vida civil de la década del 1930, elemento que facilita la lectura de la novela para cualquier lector que,  en términos generales, conozca  la época.

El volumen usa como lema el poema “Bolívar” de Luis Lloréns Torres. La selección adquiere un tono irreverente en la medida en que el lector contrasta la imagen de Bolívar con la que Abella Blanco ofrece de Pedro Albozo del Campo, Libertador de Puerto Rico y Primer Presidente de la República en 1932, en su novela. Lo más curioso de esa República, desde mi punto de vista, es su evidente genealogía dieguista. El Puerto Rico Libre imaginado conducirá a una República con el Protectorado de Estados Unidos, condición jurídica que puntualizará su incapacidad para la Independencia en Pelo. La República tendrá el trasunto del Proyecto Plattista de José de Diego. Lo más interesante es que la incapacidad para la Libertad no es adjudicada al líder. El responsable es el Pueblo, que sigue siendo “niño” e incapaz para apropiar ese valor supremo del  Imaginario Liberal que es la Libertad. La infantilización de la Nación ha sido un lugar común de los observadores de la historia de Puerto Rico durante el siglo 19 y 20.

La narración inicia con un curioso proceso judicial contra Puerto Rico, que permite al autor aclarar la tesis del texto.  La Nación es acusada del delito de ser incapaz «para regir sus propios asuntos” (7). El interrogatorio desemboca en una síntesis del pasado nacional propio de la Generación de 1930. El 1898 fue el “gran colapso moral” (11) que produjo la pérdida de la moral y de la identidad. La diferencia es que España no es la Madre Reverenda de la Hispanofilia más feroz sino el remedo vulgar de una patética figura sanchesca. El juicio se apoya en la creencia de que el Reino había entregado a Puerto Rico como “botín de guerra” (10) a los americanos en 1899.

Las respuestas al interrogatorio que ofrece el acusado, Puerto Rico, legitiman la Independencia como opción última a la vez que justifican los medios para obtenerla. Los contrastes entre la imagen de España y Estados Unidos son típicos de los pensadores anteriores al 1930. El pasado hispánico se dibuja con atributos  devastadores. El presente estadounidense se mira con condescendencia, admiración y optimismo. España no pudo dar lo que no tenía: la llave de la Modernidad. No está de más recordar que los Socialistas de principios de siglo, encontraron en el régimen impuesto en 1898 un aliado invaluable. El impacto de aquella relación fue crucial en su percepción del problema del estatus y en el tono que desarrolló el sindicalismo que practicaron. El Partido Socialista sólo representó un peligro para el Capital extranjero y nacional, durante las primeras dos décadas del siglo 20.

El Puerto Rico acusado se defiende por medio de la discursividad del Nuevo Trato y el naciente Populismo. Una concepción neomalthusiana (13) y la idea de la redención que representa el  industrialismo (15), se combinan para criticar la “teratología jurídica política” que es la colonia (19). El juicio quedará irresuelto, pero esa situación embarazosa abrirá el camino hacia la Independencia, que es el tema del resto de la breve narración.

La cultura socialista de Abella Blanco es rica. La arquitectura narrativa recuerda textos clásicos del pensamiento social decimonónico. La novela posee el tono magisterial y racionalista de la “Parábola” (1819) de Henri de Saint-Simon, el teórico de la Sociedad de los Industriales y, en cierto modo, uno de los antecedentes del Socialismo de Estado o del Corporativismo. Su redacción es análoga también al texto “Los enemigos de la Libertad y de la felicidad del Pueblo” (1832), de Augusto Blanqui, por su construcción a imitación de las minutas de una inquisición jurídica intensa.

La República de Puerto Rico de 1932 se consolidaría tras un cuartelazo encabezado por Albozo del Campo y se apoyaría en una alianza entre la República y Estados Unidos por medio del “Tratado de Palo Seco” (43 ss). Pero la secuela de toda esta ficción es que el radicalismo albizuista, exclusivista por demás en la teoría y orgulloso de la Raza y la Nación, se suprime después de triunfo. Puerto Rico Libre es una sumisa República Asociada que depende financieramente de un empréstito americano que se verá precisado a admitir la construcción de estaciones carboneras para la U.S. Marine donde aquella las necesite. El tratado bilateral incluso reconocerá el derecho de intervención de Estados Unidos cuando sea necesario. La República de 1932  disfruta de una Libertad Fingida, a la manera de su antecesora, la  República Cubana Plattista.

Una nota clave para entender el debate entre Nacionalistas y Socialistas se encuentra en la decisión del Gobierno de la República de declarar Persona Non Grata y expulsar del país a Santiago Monasterio Patín (43). Su imagen como el “Lenine de las Islas del Mar Caribe” (49), ratifica el respeto que los obreristas puertorriqueños expresaban al legendario Viejo Gallego. El problema que quiero resaltar es que la tensión entre Socialistas y Nacionalistas, estaba alimentada por las diferencias de estatus, no por diferencias en términos de la percepción de la clase obrera como fenómeno social o del compromiso que se debía manifestar con la misma. La pregunta que me hago es si un Partido Socialista independentista, hubiese sido interpretado y apropiado de un modo distinto por el Partido Nacionalista. Después de todo, las relaciones con el Partido Comunista Puertorriqueño entre 1934 y 1938, no fueron del todo malas a pesar de la distancia ideológica entre ambas organizaciones. Dado el hecho de que numerosos Rojos y Comunistas colaboraron con el Partido Nacionalista hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, el planteamiento no me parece desacertado.

Albozo del Campo es construido con los rasgos de un estratega experto. El Ejército Libertador aprovecharía el día de paga en el orbe cañero -sábado 4 de febrero-para articular un exitoso grito insurreccional en 8 localidades urbanas (31-32), eventualidad que sirve para resarcir el fracaso del 1868. El apoyo de una guerrilla rural a un vigoroso ejército formal de 7 brigadas que suman  100,000 efectivos (35-36), permite que el 8 de febrero de 1932, se asegure la Independencia. Los paralelos de estos combates con los inventados por Luis López Nieves en su clásico Seva (1984), no deben ser pasados por alto. ¿Se trata de la nostalgia por un pasado bélico inexistente? La Independencia, sin embargo, no produce el efecto esperado. Lo que sucede al triunfo es una borrachera de la Libertad que impide el despegue de la economía nacional, por lo que los lazos de dependencia de Estados Unidos en lugar de romperse, se estrechan. La clave de la parodia es esa paradoja para el independentismo inocente e idealista que ve en la Libertad una Panacea o la Piedra Filosofal de los viejos alquimistas.

Albozo del Campo, tolerante con la versión de la República Feliz de las Tres B’s que vive el país recién liberado, un Piripao Tropical, tendrá que imponer la ley con mano dura. Tras reconocer que el Pueblo no está preparado para la Libertad, en “Proclama Oficial” del 27 de marzo de 1933, establece una dictadura férrea con tal de restablecer el orden y garantizar el desembolso del préstamo de 10 millones que espera sane la economía nacional (72-75). El signo  de ese autoritarismo es la censura, prisión y fusilamiento del director del periódico “El estoque” Guillermo Atila Garcés (84). Abella Blanco ha conseguido su meta: minar el proyecto Nacionalista y el culto a Albizu Campos, el Mártir.

¿Cuál fue el futuro de la República de Puerto Rico?  En la frontera de la dictadura, Pedro Albozo del Campo recapacita en torno a su obra política. El punto de giro es el arribo de los 10 millones del empréstito americano el 4 de mayo de 1934 (95). El escenario está lleno de contradicciones: la salvación de la Nación representa a la vez su condena.  Los observadores están muy conscientes de que Puerto Rico terminará “convertido en un tributario de Estados Unidos” (95) o, como quien dice, que la independencia ratificará la dependencia. El patético oxímoron político de la Independencia Dependiente, puede ser interpretado como otra “teratología jurídica” o un borrador muy tenue del Neocolonialismo más vulgar.

Abella Blanco argumenta sobre el asunto por medio de un complejo discurso médico insertado en el texto. El Puerto Rico Libre es más pobre, menos sano y menos seguro que el Puerto Rico Colonial (96-103). La paradoja es interesante: la Independencia pone en fuga el proceso de Modernización que abrió el 1898. ¿Qué es más importante en todo caso? ¿La Modernización o la Libertad? ¿Cuál el sitio de Puerto Rico en el Relato Liberal? ¿Está excluido del mismo como Hegel y Marx excluían a los pueblos no occidentales?

El país, además se convierte en el espacio de conspiraciones financieras complejas: el National City Bank, competidor del Banco Nacional Puertorriqueño, acapara capitales y conspira contra la República (104) en estrecha alianza con un poderoso partido anexionista que crece en los intersticios de la sociedad y promueve una intervención americana en el territorio (105). Las analogías con la actitud de los Separatistas Anexionistas que encabezaron la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano antes de 1898, son notables. El pasado imaginado es el borrador de este falso futuro inventado por Abella Blanco. La pregunta que me hago es ¿qué resulta más distópico: el pasado o el futuro? Vistos desde la perspectiva del Relato Liberal, ambas partes de la línea resultan atrofiantes y deformadas, sin duda.

El homenaje más significativo que hace este autor Socialista a Albozo del Campo imaginario y al Albizu Campos real, es el reconocimiento de una racionalidad e inteligencia política que lo conduce, en privado, a reconocer su error y hacerse responsable del desastre en el que ha culminado el sueño de la Libertad. El hipotético llanto de Muñoz Marín al cabo de su vida no es sino el retorno al lugar común. La frase que sintetiza su arrepentimiento es muy interesante: “no es lo mismo decir misa que tocar campanas ¿Hasta dónde me ha llevado mi locura?” (106) El prócer acepta su condición de iluso e incluso la de  loco, diagnóstico que usó eficazmente lo mismo el FBI que el Populismo en el poder, con el fin de minar la imagen del líder rebelde.

Su reflexión histórico-mística culmina cuando escucha una décima callejera cantada por un ciego que guarda gran parecido físico con el periodista fusilado Atila Garcés (112). En ese momento Albozo del Campo se suicida de un tiro en la cabeza, en su oficina presidencial, el 10 de diciembre de 1934 (113). Esa acción, una aporía para cualquier nacionalista de corazón, no es un acto de debilidad suprema sino un acto de amor y rectificación. Albozo del Campo se quita la vida por amor a la Nación o, como quien dice, para liberar a Puerto Rico de su presencia. El cristianísimo sentido de culpa por un pecado perdido en la memoria colectiva, lo explica todo.

El cierre de la novela no deja de resultar grotesco y hasta irrisorio. Sin el caudillo, la República no sobrevive: nadie es capaz de suceder  a Albozo del Campo en el poder. ¿Tuvo sucesores Albizu Campos después de su encarcelamiento producto de los procesos de 1936?  La respuesta es que no, cada sucesor terminó siendo la poco menos que la sombra de aquel titán. Todo parece indicar que, por su energía, ese tipo de caudillo iluminado autoritario ejerce una fuerza castradora sobre su militancia y estimula la sumisión. Ni siquiera el fiel Marcelo Gotary alias Luchía, su Jefe de Policía, se sentía en posición de cuestionar las decisiones del Líder. Este Cristo Antillano no consiguió otro Pedro que fungiera de Pontífice Romano. Tal vez por ello Gotary también se suicida en el primer aniversario de la muerte del Señor Presidente. En la lápida de Albozo del Campo obrará como homenaje una reescritura prosificada del poema a “Bolívar” de Lloréns Torres. Allí donde abre el libro termina el mismo con una interesante paradoja. La nota de fracaso es total.

Por fin, el 22 de diciembre de 1934 la Isla es invadida por los americanos esta vez por la bahía de San Juan. Una puesta al día del 1898 se impone con otro breve Régimen Militar que culmina en la creación del Estado Libre Asociado de Puerto Rico (115-116). El pretexto del ELA se refiere al Proyecto Phillip Campbell de 1922, antecesor del plan de Miguel Guerra Mondragón de 1943. La idea de Abella Blanco es que el ELA, mata y subsume la Independencia (115). El ELA es un tipo peculiar de Estado Incorporado a la Unión, como el que todavía buscan  en sus pesadillas más incongruentes lo populares de derecha. Pero en todo caso se trata de un correctivo provocado por el el ilusionismo Nacionalista. Esa teoría del ELA como placebo de la Libertad es fascinante. Luis Abella Blanco ha dado en el clavo.

La lectura de este texto informa sobre el contenido de una imagen de Pedro Albizu Campos que el Nacionalismo Político, Cultural y Académico ha emborronado en el proceso de consolidación de un culto civil al líder. Pero la apropiación de un mito de esta naturaleza tiene que estar informada para que fructifique.

Comentario en torno al libro de  Luis Abella Blanco. La República de Puerto Rico. Novela histórica de actualidad política. San Juan: Editorial Real Hermanos, 19–. 123 págs. Publicado originalmente en la revista 80 Grados

El pasado-futuro imaginario: reflexiones sobre dos parodias


  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

 

La reflexión sobre los comicios de 2012 ha sido enriquecedora. Al margen de las reflexiones y las pasiones, la percepción de que el país se encuentra en un cabo se confirma. Parece ser un momento apropiado para tomar decisiones. San Juan y el Estatus siguen siendo los asuntos más dramáticos en este escenario. Por un lado, se celebra un cambio administrativo que calmará a muchos por algún tiempo: se trata del regreso al poder de los populares a la capital que ellos inventaron.  Por otro lado, se abre una fisura en el entramado de la relación colonial que vuelve a dejarlo tras una nube de niebla. Vale la pena mirar ambas cosas de una manera esquiva.

 

Alejandro Tapia y Rivera y Salvador Brau Asencio, historiadores y escritores

Primer movimiento: San Juan

Para Carmen Yulín Cruz

En 1880, Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882), publicó un cuento ingenioso: “El loco de Sanjaunópolis”. El texto volvió a imprimirse en 1938 en Cuentos y artículos varios, publicado por  la Imprenta Venezuela de la capital. En aquel relato, la pasión por lo fantástico que caracterizaba a Tapia, lo condujo por los caminos de la locura. La enajenación de Don Venancio, su personaje, era el apoyo idóneo para que el escritor pudiera decir lo que pensaba en torno a la hoy venerada ciudad de San Juan. La actitud de Tapia, un consumado hegeliano como los había en Puerto Rico y además buen conocedor del árabe, recuerda  la de Manuel Alonso Pacheco. En su estampa “Los sabios y los locos en mi cuarto”, publicada en El gíbaro (1849), irrumpía en una nave de los locos con el fin de demoler  las prácticas de los alienistas y el inhumano trato que se daba en los sanatorios de España y Puerto Rico a aquellos pacientes / delincuentes.

El producto del ejercicio de Tapia fue excelente. En los pliegos que componen “El loco de Sanjuanópolis”,  no hay nada que se parezca ni por un asomo a los versos manidos que inyectan la letra de “En mi Viejo San Juan”, uno de los iconos de la nostalgia romántica del migrante de la Era del Populismo. Tapia aprovechó la locura de  Don Venancio, como Cervantes la de Vidriera, para fiscalizar el signo más fiel del Imperio Español en Puerto Rico, la Ciudad Amurallada. Esa ciudad fue transformada en el siglo 20 en el emblema de una Hispanidad que hoy resulta disfuncional y anacrónica. Las figuras de la Princesa Fela y el Pedronavidas Santini, parecen brotar como un hongo de las paredes del Callejón del Tamarindo.

La Sanjuanópolis de Tapia, como el San Juan de Santini, era “una ciudad de las Quimbámbulas: ciudad desgraciada,  si  las hay”. Claro que aquel autor miraba el asunto desde otros extremos. Incluso no vacilaba en hacer burla de su ubicación contradiciendo al propio Joan Ponce de León: montada “en un islote largo y estrecho como no sé qué, sin agua corriente y sin más espacio que el que podía necesitar allá en su origen”, en ella solo podía crecer el “vecindario”, la gente, “pero no la ciudad”. Sanjuanópolis es un intento fallido de polis o civitas.

En aquel escenario pululaba Venancio o “don Venancio, como las gentes le designaban para hidalguizarle”. Tapia duda de aquella hidalguía, como antes había dudado Fray Damián López de Haro en su  Carta (relación) (…) a Juan Diez de la Calle (1644). Con un humor bien calculado y ácido, López de Haro aseguraba que en San Juan “los que no vienen de la casa de Austria, descienden del delfín de Francia u de Carlomagno”. Tapia no se queda atrás. Entre el  “gran número de zánganos” que la habitan, la “abeja” Don Venancio adolece de falsa hidalguía y señorío hueco. Si acaso era hidalgo de gotera, reconocido sólo en los límites de su aldea pero invisible cuando salía a otra.  El cadáver de una sociedad que no ha nacido de Mis memorias, ya estaba allí como una imagen de satería.

Don Venancio enloquece y comienza a decir cosas impropias que nadie se atrevía proclamar. Enloquecer es decir lo que se ve a pesar de los cosméticos. El loco pedía “agua y ensanche para la desdichada San Juan o polis”. La demencia de Don Venancio, es cierto, se convirtió en un bien común, como cuando Sancho la añoraba en el lecho de muerte del Quijote. Tapia lo sintetiza en un acierto sencillo: “el sueño de hoy suele ser la realidad de mañana”. La parábola contenía, sin embargo, una lección trágica: a pesar de que todos reconocían que su locura era cordura “dieron con él en el manicomio” donde murió de viejo sin ver cumplidos su deseos.

En 1893 comenzaron a derribar las murallas.

 

Segundo movimiento: el Estatus

Para Ricky Roselló

Salvador Brau (1842-1912) da otra pista sobre este proceso electoral. Poco antes de morir escribió “El cuento de Juan Petaca” que apareció en la Antología puertorriqueña de Rosita Silva en 1928. Se trata de un relato fantástico montado en la idea del huida y el retorno, comparable a “Viajes de Escaldado” de Ramón E. Betances, pensado en 1887. Brau camina hacía el sci-fi político a la vez que elabora una distopía que, como la de Luis Abella Blanco, se fijaba en la independencia futura de Puerto Rico tanto como seduce a Ricky Roselló la Estadidad hoy.

En Brau, el antiamericanismo de los primeros años de la invasión, herencia de una hispanidad que perece y traducido en el programa de los partidos Liberal y Unión de Puerto Rico, son ridiculizados. El autor es tan cínico como cualquier republicano de su tiempo: las clases políticas nacionalistas responsabilizaban a Estados Unidos de la pobreza de Puerto Rico “por negarse a tomar café borinqueño y empeñarse en empacharnos con arroz de puyita”. La migración de Juan Petaca es un acto irracional marcado por la regla “¿Dónde vas, Vicente? — Donde va la gente”. En 1915 estaba en Yucatán cultivando maguey. Yo le diría a Brau, por lo menos ya no temían que “los cogiera el holandés”: el holandés estaba en casa.

Sólo lejos de la patria Petaca aprende “lo que representan la inteligencia, actividad y método de cada abeja en el maravilloso producto que se acumula en la colmena.” El pesimismo de Brau con la nación viene del 1886 o antes, me consta, lo he leído en su correspondencia. El retorno de Petaca-Odiseo se da en 1915 al proclamarse la Confederación de las Antillas y la soberanía en el país. Es el triunfo de las ideas de Betances, Eugenio M. de Hostos y José de Diego. Brau era un profeta: murió antes de la Gran Guerra pero imaginaba lo que se soñaba sobrevendría al cabo de las paces de aquel conflicto. El nuevo Puerto Rico dejó atrás la caña, el café y las frutas: es una potencia vitícola.

Durante el regreso a la patria vía Santomás, conoce un catalán que procedía de Puerto  Rico. El catalán, como Gabriel García Márquez, pensaba que a los puertorriqueños no se les podía hablar de lógica “pues eso implica razonamiento y mesura y los puertorriqueños son hiperbólicos y exagerados”. Sus comentarios son aclaradores: el vino estaba hecho de uvas playeras y la Confederación no era sino un remedo construido con la isla grande, las islas municipio y los cayos que las rodean. El Gobierno Provisional había decretado el cultivo obligatorio de sansevieria -“Espada de San Jorge” o “Lengua de Suegra”- para producir tejidos sin poseer la infraestructura para la industria textil,  y Estados Unidos se había ido porque no soportaba el Caribe: “¡Hasta el mismo Job, con toda su paciencia, hubiera hecho otro tanto!”

Una vez en Puerto Rico, Petaca se pone conversa con Cándido Manganilla, botero de Cataño y militante de una sociedad secreta llamada “El Coco Sarazo”, la cual está adscrita a la Junta Revolucionaria de Nueva York -Brau sabía lo que estaba parodiando-. Su opinión es terminante: la “confederación” es “conflagración” y la revolución es necesaria. Hay que “traer otra vez a los americanos; pero con Sampson y dos vapores de tres chimeneas, como aquel que les sacó andadura a algunos tullíos, cuando la guerra”.

Brau proyectaba a su país como uno que esperaba demasiado del Imperio, pero que no tenía poder de regateo para conmover a los yanquis. “Una cosa es la humanitat y el negosio es otra cosa”, sostenía el catalán citando  El tanto por ciento, comedia de Abelardo López de Ayala. Antes, como ahora, el lenguaje amenazante que se usa ante Estados Unidos se reduce al contradictorio “o firmas este puñal o te clavo este papel”. El Juan de Brau se reconoce como el más Petaca de todos los Juanes. La idea de que el puertorriqueño era “masa” y no pueblo, principio con el que jugaron Hostos, Rosendo Matienzo Cintrón y Antonio S. Pedreira, está allí otra vez, como siempre.

En 1917 impusieron a los puertorriqueños la ciudadanía estadounidense.

Final

Ya Tapia y Brau hicieron su esquiva propuesta. Ahora le corresponde al lector…

Nota: publicado originalmente en la revista 80 Grados

Rosario Ferré y nosotros


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

 

(Des) memoria y nostalgia

No es casual que recuerde la Rosario Ferré de los extremos. Para los que la miramos desde un afuera singular, la voz de inicios de la década de 1970 y la de fines de 1990 no es fácil de olvidar. Los remates de los extremos de ese espacio hipotético han tenido un gran impacto en la conciencia de mi generación.

Esa evocación nebulosa extiende sus raíces hasta Zona de carga y descarga, revista publicada entre 1972 y 1975. Una percepción del tránsito se impuso como un carimbo a partir de aquella experiencia. Muchos de los jóvenes que cortejamos la literatura y la historia a comienzos de la década de 1980, tenemos a Rosario atada a la memoria de la lectura de sus Papeles de Pandora de 1976. Maldito amor, que apareció en México en 1986, complementa y da sentido a aquel sector de los recuerdos. Ese es uno de los cabos de la imaginaria línea de continuidad que me une con la escritora.

El otro cabo es la Rosario Ferré de “Puerto Rico-USA” que apareció en el New York Times del 19 de marzo de 1998. Jacques Derrida decía que la expresión el otro cabo sugería ocasionalmente un cambio de rumbo. En el caso de Rosario Ferré 1972 y 1998 representan los otros cabos. Ambos sugieren una circularidad similar a la que cantaba Zaratustra cuando alegaba que “todo se rompe, todo se une nuevamente, eternamente se reconstruye a sí mismo el edificio de la existencia.” 1972 y 1998 me dejan el sabor del desacato y yo celebro la trasgresión donde quiera que se manifieste.

Rosario_FerreEl (mono) diálogo insurgente

El diálogo con la obra de Rosario del cabo de 1972 se caracteriza por el genio de la hibridez. Aquella era una escritura rota por medio de la cual, desde una feminidad provocadora, “Eva María” se disponía a entrar a “La casa invisible.” La Eva María de Papeles de Pandora representa un hallazgo en el cual la inocencia y la lubricidad conviven dialécticamente. La transición entre la poesía y la narrativa nunca erró el compás a lo largo de los papeles. En esos escritos se expresa una narratividad agresiva que resiste los criterios externos y puristas de la forma.

El uso insistente de la primera persona ofrecía una fuerza inusitada a la palabra de Rosario como en el caso de “Maquinolandera.” En ese escrito el lúdico lenguaje plebeyo alcanzó  el rigor de la caricatura como en el caso de las “orbes planetarias” de las fosas nasales de Ruth Fernández, o la “hermenéutica de (las) nalgas” de Iris Chacón. En los escritos del primer cabo, la convergencia de la historia y la literatura se ofrecía más allá de la ficcionalización pura y simple de un motivo positivo. Papeles de Pandora representó una singular apropiación y reflexión sobre la historicidad por medio de la cultura pop y la afirmación de una etnicidad que no se poseía. En el proceso, la Hidra de la feminidad tomaba posesión del presente de una manera radical. Aquella actitud representó una revolución en las letras puertorriqueñas.

El valor de Maldito amor fue su capacidad para establecer un puente de comunicación entre una vanguardia sociohistórica, el discurso de la nueva historia social, y la narrativa. Buena parte de la tradición escritural de la era del “giro lingüístico” tiene en aquel fenómeno uno de sus genomas. El texto fue una audaz contravención del relato de la “gran familia” y de la sociedad señorial que la nueva historia social había comenzado a demoler. La parodia del patriciado se cimentó sobre dos sistemas complejos. Guamaní, era el Ponce señorial y la síntesis de un Puerto Rico imaginario y vacío. El “Ejemplo” y la Central Guánica se imbricaban por todas partes, y Ubaldino de la Valle, el intelectual cívico y el letrado patriarcal, fue elaborado como un collage con los fragmentos recuperados de Alejandro Tapia, José De Diego, Antonio R. Barceló e incluso, Luis Muñoz Marín, entre otros. Al desnudo, el patriota no era más que un simple fabricante de apostasías y aporías.

La utopía, ese lugar inexistente que le devuelve a los puertorriqueños cada ojeada que echa al pasado, devino en distopía atroz. Maldito amor asume la virtualidad de la construcción idílica del pasado. El problema radicaba en que muchos querían convertir esa imagen en el bastidor sobre el cual modelar el futuro. En esa coyuntura la memoria no estaba rota en el sentido que le dio Arcadio Díaz Quiñones a la reconstrucción del pasado imaginario. Al final del texto la impresión que queda es que la historia no es sino un programa autoejecutable o un troyano que genera recuerdos desde el interior de un sistema lesionado.

El sueño de la eutopía, esa esperanza de hallar un lugar mejor para estar con el que fantasean las escatologías, no reverdecerá desde entonces entre los escritores nuevos. Asistir a la muerte del mito de la gran familia, hizo posible que una sólida realidad se desvaneciera como por sortilegio. Lo que la historia y la literatura del setenta destruyó y (re)construyó, aquel acto insurgente, ha tenido un papel esencial para mi generación.

Un parricidio salvador

Aparte del fin de un sueño y el despertar a la pesadilla, a Rosario y su generación se debe el nacimiento del escritor profesional en Puerto Rico. El proceso representó una transgresión mayor que no se puede reducir a los atrevimientos temáticos y ni siquiera a la revolución del estilo. Todo lo que la tardomodernidad europea, pienso en James Joyce, provocó en la tradición postnaturalista; toda la conmoción producida por las vanguardias del 1920 en el establishment ;iterario, aflora en la voz narrativa de Rosario y sus circunstantes.

El proceso de profesionalización implicó otra transgresión más importante. La endeble tradición narrativa nacional, que había girado entre los márgenes de un realismo social veteado de máculas románticas y criollas desde los polos de Manuel Zeno Gandía y Enrique Laguerre, recibió un severo empellón. Rosario y su generación representan una línea invisible de continuidad dentro de una narrativa alternativa que tuvo en José de Diego Padró y Emilio S. Belaval dos de las mayores voces silenciadas por el canon. De un modo u otro la Rosario del primer cabo se transformó en mi memoria en algo así como una Patricia Hearst criolla que se tomaba enormes riesgos retando el orden sin que hubiese tenido que raptarla ningún Ejército Simbionés de Liberación.

El otro cabo, el de 1998 que se resume en el artículo “Puerto Rico-USA,” no escandalizó tanto a mi generación. Por entonces yo creía que la teoría del trauma que se heredó de la academia treintista se había desgastado. Esa fue una percepción que se afianzó a partir de la conmemoración del Centenario de la Invasión a las Antillas. Los procesos históricos que condujeron al año 1989 ya me habían advertido de la fragilidad de las convenciones heredadas.

Quebrar una percepción orgánica bien estructurada representó para mí el proverbial parricidio de la metáfora freudiana. La fragmentación de la noción de identidad y la crisis de los proyectos que habían animado la voluntad occidental en la modernidad, afirmaron el carácter polisémico de lo puertorriqueño. En cierto modo John Wayne y Chita Rivera podían estar tranquilos. Después de todo, ambos me resultaban tan triviales como el Tío Sam y Pancho Ibero.

Coda con papeles viejos

Había dejado de pensar en Rosario desde antes de 1998. En el verano de 2003 ciertas circunstancias me la pusieron otra vez en el camino. Por entonces me habían encargado inventariar el mobiliario y la documentación de la Casa Museo Aurelio Tió en San Germán. Los archivos siempre son una caja de Pandora. Cuando se vacían, al fondo a veces se encuentra la esperanza de algo que está más allá del bien y el mal.

Dentro de una colección de papeles de Félix E. Tió Nazario Figueroa había un paquete de correspondencia de Luis A. Ferré y Lorencita Ramírez del año 1956. “Mar de fondo (Playa del Condado)” era el título de un poema de fuertes trazos modernistas firmado por Ferré con el seudónimo “El iconoclasta.” Cerca de aquel documento asomaron tres textos de Rosario Josefina firmados los días 12, 15 y 27 de noviembre. Eran tres poemas en inglés de la época de sus estudios en Dana Hall, Wellesley, Massachussetts. La poeta tenía apenas 18 años.

“A crystal vase was my life” era el motivo del primero de ellos. Esa fragilidad se dramatizaba de inmediato “Until one day it fell, shattered, to the ground.”  En “Spectrum” el juego con las coloraciones le permitía establecer una jerarquía ética donde el dorado era pureza, el azul idealismo, el verde esperanza, el rojo pasión, el blanco éxtasis espiritual y el negro el vacío de la muerte. “Intranquil thoughts” utilizaba la metáfora romántica del río para conversar sobre la vida y la muerte. La angustia del vértigo se traducía en el verso que comentaba “the fear of the hurling into the bottomless pit.”

Un cuarto texto titulado “Mi madre: rosa y azul” firmado el 11 de septiembre de 1957 completaba la colección. El breve homenaje resumía el amor y la paz que Lorencita transmitía a aquella joven, próxima a cumplir los 19 años. Lo que recuperé aquella tarde fue algo así como la esperanza que estaba en el fondo de la caja después de la huida de los espectros del mal. Entonces supe que Pandora no había sido la culpable de abrirla sino la petulancia y la soberbia del padre Zeus. Detrás de la escritora había una persona que, como yo, escribía poemas desde la juventud. Esa manera de recuperar a Rosario Ferré para mi acervo traduce mejor la heterodoxia propuesta por mi generación. Después de todo la queremos mucho y eso me parece suficiente.

Nota: El texto fue redactado en el 2005 y ha sido publicado bajo el título de «Rosario Ferré: Reflexiones de un historiador» en la revista digital 80 Grados

 

Historiar, redescubrir, relatar. Entrevista al humanista puertorriqueño Mario R. Cancel


  • José E. Santos
  • Universidad de Puerto Rico, Mayagüez

 

Mario R. Cancel (1960) es una de las figuras más relevantes de la vida literaria y cultural en Puerto Rico.  Historiador, poeta, narrador y profesor universitario, Cancel ha preparado varias antologías en que recoge lo mejor de la obra literaria contemporánea además de escribir uno de los trabajos críticos centrales para entender el presente momento literario en Puerto Rico, Literatura y narrativa puertorriqueña: la escritura entre siglos (2007).  Es autor de varios libros de tema histórico como Segundo Ruiz Belvis: El prócer y el ser humano (1994), Antifiguraciones: bocetos puertorriqueños (2003) e Historias marginales: otros rostros de Jano (2007), entre otros.  Acaba de publicar el volumen Puerto Rico: su transformación en el tiempo (2008) una historia social y cultural de del país, en conjunto con Héctor R. Feliciano Ramos. En su obra literaria se destacan el poemario Estos raros orígenes (1991) y las colecciones de relatos Las ruinas que se dicen mi casa (1992) e Intento dibujar una sonrisa (2005).  Cancel enseña historia en el Recinto de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico y creación literaria en la Universidad del Sagrado Corazón. En septiembre de 2008 fue reconocido con “Escritor Distinguido del Año” por el Pen Club de Puerto Rico. Coordina los espacios en la Internet Narrativa Puertorriqueña: Espacios en el Tiempo y la bitácora La Casa de los Textos entre otros.

 

J. S.: Saludos Mario.  De todas las personas que conozco eres la que más se ha ocupado por ver la conexión entre todos los productos culturales de nuestro país [Puerto Rico].  ¿En qué momento desarrollaste esta inquietud integradora?  ¿Hubo un instante que definiera este proceder o fue algo que sobre la marcha fuiste elaborando?

 

José E. Santos

José E. Santos

M. C.: Antes que nada, déjame agradecerte tu interés por mi trabajo profesional. El interés nació con un proyecto literario que fundé con el novelista Carmelo Rodríguez Torres en 1985: Islote: Revista de Literatura e Historia. Nuestra intención era establecer un puente entre esas dos formas de la interpretación y, a la vez, abrir un espacio para las nuevas promociones de escritores desde el oeste de Puerto Rico. La intención se afirmó en 1989, cuando el semanario Claridad sirvió de espacio para un debate en torno a la poesía de la llamada Generación del 1980.  Más tarde, mientras trabajaba en la UPR de Aguadilla en 1996, organicé un congreso sobre las “nuevas generaciones” y “la postmodernidad.” El mismo reunió a autores del 1960, el 1970 y el 1980 en un debate entre convulso y fraterno. Me parece que aquel fue el esfuerzo más importante que se realizó para darle visibilidad a los productores culturales de nueva generación desde esta zona del país.

 

J. S.: Manejas el discurso histórico por tu profesión y el literario por vocación.  Dos vocaciones, podríamos decir.  ¿Adoptas un proceder distinto al enfrentar ambos procesos?  ¿Hay convergencias?  ¿Cómo piensa y reacciona Mario Cancel a ambas experiencias?

 

M. C.: He dicho en otras ocasiones que soy un vagabundo entre los géneros literarios. Ello reporta ciertas ventajas y desventajas que no tiene caso discutir ahora. Estoy convencido de que la escritura literaria y la historiográfica son dos formas de teorizar sobre el mundo. Me parece que esa es la actividad primaria de cada escritor: establecer su personal imago mundi a través de aquellos medios que considere legítimos. Lo cierto es que, en la historiografía o en las ficciones, no puedo dejar de ser yo. No me quito un sombrero para ponerme otro, como me dijo una vez el joven escritor y periodista cultural Carlos Esteban Cana. El placer de escribir y el de ser leído es el mismo.

 

J. S.: En Historias marginales: otros rostros de Jano te has centrado en el manejo institucional y no institucional de esas parcelas invisibles pero omnipresentes del devenir histórico como la prostitución, la literatura no canónica, la historiografía olvidada, el espiritismo, etc.  ¿Piensas que son ámbitos desatendidos?  ¿Cuán importante te parece su integración para una visión total de la experiencia histórica?

 

M. C.: Pienso que son lugares cargados de humanidad que el academicismo moderno se resistió a mirar por una diversidad de consideraciones. Esas parcelas, como las denominas, hablan tanto de lo que significa la cultura tanto como los lugares consagrados.  No quiero que se me malentienda. No se trata de que crea yo que, visitándolos, apropio “la totalidad” o la “verdad.” La historiografía cultural, según la entiendo, no sueña con alcanzar una visión total al estilo de los ilustrados. Lo que rechaza la historiografía cultural son las visiones homogeneizadoras, que podan la diferencia o la alteridad.

Lo que busco en ese libro son esos espacios alternos o marginales con la mirada de un investigador que ha apropiado el pluralismo y niega la validez de la idea de un pasado uniforme, lineal y continuo. Por eso, mientras hablo de la prostitución en el contexto de la invasión estadounidense de 1898, demuestro que el acontecimiento fue percibido de modo irregular por una diversidad de gentes. El mismo efecto se consigue cuando trabajo a los líderes independentistas espiritistas para fijarme en su percepción del mundo espiritual.

 

J. S.: Es posible que seas la persona más preocupada por el estudio del devenir literario de Puerto Rico de finales del siglo XX y principios del siglo XXI.  Me gustaría saber cómo caracterizarías en términos generales la aportación literaria de la Generación del 80 a la luz del Puerto Rico en el que han vivido y al que han reaccionado.

 

M. C.: A fines de la década del 1980, se trató de un grupo pequeño de escritores atrevidos. Establecer la diferencia con los escritores del 1960 y el 1970, no era un acto sencillo. Aquella ha sido la generación más impactante en todo el siglo 20, sin duda. Ya eso es algo.  Después del 1990 la escritura de los autores del 1980, tanto la creativa como la crítica, inició la discusión postmoderna desde la literatura.  El papel que cumplió la antología El límite volcado (2000) que elaboré con Alberto Martínez Márquez, fue crucial. En cierto modo completó la discusión iniciada en el congreso de 1996 en Aguadilla.

Me parece, como historiador cultural, que las diferencias más notables tienen que ver con una relación menos tensa con la alta tecnología y los medios masivos de comunicación en las nuevas promociones. El escritor no evade sino que, más bien, apropia de manera confiada el mundo de los medios y lo pone a su servicio. La idea del escritor como un aristócrata del saber es retada por la idea de la literatura como espectáculo. El mercado ya no es el monstruo de la película sino un lugar de encuentro para el happening.  Había algo de eso en ciertos escritores del 1960 y el 1970 pero, en el presente, la tendencia se afirma. La Internet ha radicalizado ese proceso.

Lo otro tiene que ver con una revisión de la idea de la identidad y, con ello, la de la nacionalidad. La relación del escritor con el mundo social se formula sobre bases distintas. La confianza que mostraban los escritores del 1960 y el 1970 en el “espíritu del 1968,” ya es atípica. Allí nacen y se desarrollan los conflictos generacionales típicos de una era de conflicto. Pero en Puerto Rico los autores del 1960 y el 1970 han mantenido un aristocrático silencio respecto a ese debate tanto en el campo de la literatura como en el de la historia.

Los efectos de esos procesos en la escritura son evidentes. Se sigue enjuiciando el mundo y parodiando la estúpida vida social burguesa. Pero el espíritu es otro.

 

J. S.: Ya más enfocado en tu propia obra literaria, ¿cómo te aproximas a la ejecución narrativa y cómo a la poética?  ¿Adoptas actitudes diferentes en términos de tu disciplina personal?

 

Mario  R. Cancel Sepúlveda

Mario R. Cancel Sepúlveda

M. C.: La relación entre los diversos géneros literarios que trabajo no me produce tensiones. Me parece que los géneros literarios promueven una serie diversa de economías del logos o administraciones de las palabras. Pero las mismas se organizan de manera natural cuando se inicia el proceso de redacción de un poema, un texto narrativo, uno periodístico o uno de crítica o teoría.  Como te dije, entiendo la escritura como una manera de teorizar sobre el mundo. Siempre recuerdo que los textos presocráticos eran largos poemas filosóficos y no otra cosa.

Es cierto que las invasiones mutuas son inevitables: la poesía invade la narración o el periodismo, la crítica es asaltada por procedimientos poéticos o narrativos. El producto es, entonces, un híbrido. Un clasicista o un moderno, miraría con ojo escrutador ese fenómeno. Pero esa hibridez es uno de los rasgos distintivos de la escritura de la segunda posguerra y de la posguerra fría. Podría pensar en tus libros de cuentos como un ejemplo de esa hibridez o impureza. En tus textos llegas al extremo del irrealismo sucio más devastador como el caso de tu “Terminator boricua”. Celebro esa hibridez o suciedad. Si uso una metáfora inusual, ese es un modo postmoderno de ser humanista pero sin la esclavitud de la lógica, la razón o la pureza obligatoria.

 

J. S.: En Intento dibujar una sonrisa tu cuentística dialoga en varios instantes con la tradición narrativa hispanoamericana.  Se escucha y se contesta al eco de Rulfo, Borges, José Luis González entre otros.  ¿Cómo definirías el norte de tu inquietud narrativa?

 

M. C.: Esos cuentos fueron un intento de apropiar lugares alternos o marginales. Son formas teóricas del viaje, un lugar común de toda literatura fantástica.  Los llamé altertopías en la Conferencia Magistral que dicté en la Universidad del Sagrado Corazón para el Pen Club de Puerto Rico este mes de septiembre. Quería diferenciar el procedimiento de las utopías, distopías o atopías al uso.

La altertopías consisten en una serie de huidas hacia el interior que, en el caso de ese libro, se dan por el camino del erotismo. El cuento que da título a la colección es un ejemplo de ello. Ese tipo de viaje utiliza procedimientos poéticos complejos que reproducen la fluidez de la memoria y la incertidumbre del recuerdo. El papel de las amantes en la configuración de esa actitud es crucial. Esos espacios son lugares en que el tiempo y el espacio no tienen las características propias que les acredita la física. En “Biografía del regreso” domina la inacción o la cámara lenta, a la manera de Marguerite Duras. El marco de una puerta y un acontecimiento que no se completa, dominan. Es como decir que aunque se regresa, no se regresa o, al menos el mismo lugar es otro.

Pero también elaboré huidas hacia el exterior. El exterior clásico de nuestra cultura es la historia y yo soy historiador. “El libro” y “El niño briol” juegan con ello. En esos relatos mágicos la cadena de acontecimientos es visible. El viaje en el tiempo y el espacio según los definiría la física, se engasta en el tránsito mental. En el primero de ellos es la casa de un escritor mítico; en el segundo, el Viejo San Juan. Se trata de metas simbólicas comunes a nuestra cultura letrada, pero significan también proyectos personales. Los relatos pretenden afirmar lo ilusorio de todo proyecto de presente y de toda imagen del pasado. “La bala” tiene ese criterio como propuesta central.  Los relatos demuestran que, tanto la memoria individual como la colectiva, están marcadas por la incertidumbre. Sin embargo seguimos siendo capaces de vivir, sentir y pensar. La escritura sigue haciendo que el mundo sea apropiado para esas cosas.

Creo que sí hay mucho de Rulfo y Borges en mis lecturas.  Pero a veces esa idea de la influencia de los maestros se usa como un dedo acusador desde la comodidad de la academia. La crítica formal legitima las producciones nuevas recurriendo a la memoria de sus propias lecturas. Nunca se le pregunta a un escritor qué leyó. Podrían llevarse enormes sorpresas. A veces la crítica literaria al uso lo que demuestra es su incapacidad de apropiar las nuevas escrituras sin antes someterlas a una tradición monumental que la minimiza.

Mis ficciones tienen más que ver con lecturas de textos mágicos antiguos: hindúes, indo-americanos, musulmanes o afromusulmanes, mitos populares de la Europa Central o del Lejano Oriente, literaturas no hispanoamericanas traducidas al español o al inglés. Me fascinan ciertos discursos de la resistencia antisoviética de la segunda posguerra, la magia imprevista de los textos coloniales ante la sorpresa del Nuevo Mundo. Las literaturas modernas son una pequeña mancha en el todo inatrapable de la literatura.

 

J. S.: Me llama mucho la atención uno de los cuentos que mencionaste, “El niño briol”, no solamente por el acertado intercambio entre la representación realista y la fantástica, sino por la plurivalente oferta presente desde el título, en el que “briol” es palabra que se construye con las mismas letras que “libro”.  ¿Cómo se origina este cuento y cómo te acercaste a su ejecución?  ¿Qué otros relatos consideras cardinales en esta colección?

 

M. C.: El cuento “El niño briol” tiene como pretexto unos versos eróticos rituales adjudicados a una etnia del centro de África por un antropólogo cultural. Los niños brioles pedían en sus versos una “vagina” y un “chelín.” Hay algo de fuerte contenido freudiano en ello. El juego con las letras es casual. Tú lo fundaste y yo lo apropio. Debió ser mi subconsciente enfermo el que lo decidió. Es un homenaje a la negritud mágica en el marco del signo cultural blanco más importante del país: el San Juan Antiguo. La intención era jugar con el valor más poderoso que estableció la escritura del 1960 y el 1970: la caribeñidad, la negritud, la mulatería callejera. El personaje, Felipe, es un alter ego u otro yo huidizo. El cuento se apoya sobre el folk africano, no sobre el folk negro caribeño. Todos los versos que se citan provienen de la llamada África Negra. El trabajo creativo está emparentado con una investigación que elaboré hace años sobre la obra de Luis Palés Matos quien, si bien me sorprendió por su vanguardismo, me desilusionó en su interpretación de la negritud.

El viaje exterior a San Juan, que no visito muy a menudo desde hace años, y el viaje interior reflexivo, se sintetizan en el texto. Los antecedentes del relato incluyen agudas conversaciones con Carmelo Rodríguez Torres, Carmen Rita Centeno Añeses, una intelectual que distingo mucho y es personaje del relato, y Alberto Martínez Márquez, uno de los mejores poetas del presente, a quien se le dedica el texto. Se trata del mismo tema que manejo en “El libro” como te indiqué antes. Es una búsqueda hacia el exterior y hacia el interior. El escenario es un barrio de la montaña de la zona oeste: el lugar donde nació mi padre. El alter ego o el otro yo es el escritor, Esteban. El pretexto literario es el oráculo de Aristónica, un escrito clásico en el sentido convencional de la palabra. Como el manipulador por excelencia de la historiografía desde 1980 ha sido mi amigo Luis López Nieves, a él se le dedicó.  La discusión del cuento es algo pesimista. De hecho gira en torno a las barreras infranqueables que enfrenta el productor cultural en el presente. No se trata de una queja. Es una afirmación pensada.

En mi libro inédito Relatos y otras ignominias vuelvo a reflexionar sobre estos asuntos pero desde otras ubicaciones. Las reflexiones sólo se instalan en lugares antes no visitados. Celebro la escritura literaria como lo que es: un proceso de reacomodo de textos, un collage inmenso de memorias filtradas. Por eso las bibliotecas, la mía que tanto quiero, siempre es un personaje dentro de los relatos. En mi nuevo libro, el relato “El aposento de las iguanas” es una celebración de ese templo. Espero que un día lo puedas leer y me lo comentes.

Tras las discusiones de Barthes y Foucault, hay que aceptar que el autor hoy es otra cosa: una línea cortada en ausencia del lector.  El libro como invención de un novus orbis es un mito, del mismo modo que lo es la memoria histórica en tiempos de incertidumbre. Todo es contingente, allí está el dilema. Pero la opción no es dejar de ser autor, abandonar el libro o ser ahistóricos conscientes. Todo lo contrario. Si todo está destruido, hay que volver a construir. Nada más.

 

J. S: Mil gracias por tu tiempo Mario y por tus palabras.

 

M. C.: Gracias a ti por la oportunidad. Me parece que, si ya mi escritura dialoga con la tuya, posponer una conversación como ésta habría sido una felonía.

 

Tomado de la publicación Destiempos: Revista de curiosidad cultural  3.17 (Nov-Dic. 2008) (México, D.F.) http://www.destiempos.com/n17/josesantos.htm

 

 

 

 

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