Narradores 1990: Crimen en la Calle Tetuán


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Escritor e historiador

Cada vez que me he encontrado con José Curet en el Centro de Estudios Avanzados del San Juan Antiguo hemos cruzado unas palabras. Han sido encuentros casuales, nada planeados. Varias veces me he sentido tentado a invitarlo a bajar la cuesta de la Calle del Cristo, conectar con la de La Fortaleza y caminar hasta el Callejón de Gámbaro o la Tetuán. Allí podríamos hablar de aquel crimen del 29 de septiembre de 1881.

Hace un par de años hice un ejercicio  parecido con el sociólogo José Anazagasty Rodríguez y no resultó del todo mal. La intención en esa ocasión era reconstruir para el colega otro asesinato, el de Elisha F. Riggs, a manos de un comando nacionalista, ejecución que se completó poco después de que el jefe de la Policía Insular salía de la Catedral. Es curioso como los asesinatos, los de carácter político en especial, se desatan en la frontera incierta que existe entre la justicia y lo que no lo es. Los linchamientos del Cerro Maravilla en 1978, quizás sean el mejor modelo de ello.

Crimen en la Calle Tetuán

Fue por esos días que decidí debía volver a leer Crimen en la Calle Tetuán de Curet, publicada en la desaparecida, como tantas otras, serie “Aquí y ahora”. Las colecciones de palabras tienen una corta esperanza de vida al nacer en este país. No sé si deba decir que aquel esfuerzo fue creado y supervisado por José Ramón de la Torre a principios de la década de 1990.

La obra de Curet es una novela corta e intensa, de una complejidad palmaria difícil de desentrañar para los legos en historiografía y en las fuentes decimonónicas. El texto, a pesar de que reincidía en esa preocupación por la historia dominante de diversos modo en los creadores del 1950 y el 1970, manejaba el asunto de manera diferente. Curet, historiador profesional y especialista en el asunto de la esclavitud y su abolición, enfrentaba la historicidad en la narrativa de ficción con una pasión distinta. La apropiación de la historia por los narradores consagrados por la crítica literaria de entonces, como puede ser el caso de Ana Lydia Vega o Rosario Ferré, condensaba el pasado hasta transformarlo en memoria intervenida. En cierto modo, no les quedaba otra salida dada la situación de robo del pasado por la que se consideraba atravesaba la cultura del país. El experimentalismo neovanguardista dominó en algunos casos. Curet articuló su discurso desde otra perspectiva en la cual los métodos del historiador nunca fueron desechados.

Por otro lado, el texto tampoco respondía al tratamiento del asunto que habían impuesto los dos maestros del procedimiento de la manipulación / interpretación histórica en la narrativa: Edgardo Rodríguez Juliá y Luis López Nieves. No se debe pasar por alto que aquellos miraron hacia figuras y momentos considerados cruciales o traumáticos para la nacionalidad el siglo 18 y el 1898. Curet se fijó en un dato legendario olvidado en la  trastienda del cotilleo decimonónico: el asesinato de José Pérez Moris alias «Tachuela». La decisión de mirar ese punto expresa la misma marginalidad que manifestaría la idea de escribir una novela sobre los fracasos de Luis Muñoz Rivera como esgrimista o en torno los lances amatorios de un José de Diego con priapismo.

Lo otro tiene que ver con la técnica escritural. Los autores de entonces, los del 1970 en especial, jugaban con los sociolectos urbanos y mediáticos en la medida en que daban al lenguaje popular un protagonismo que a veces invisibilizaba la narrativa. El mejor modelo fue la novelística de Luis Rafael Sánchez que a veces daba la impresión de la escritura automática sin que en realidad llegase a ese extremo en ningún momento. Me consta que en su colección  Otro cuarteto (1986), Curet recurrió al recurso. En Crimen en la Calle Tetuán ya no contaba con ello: el escenario histórico no dejaba mucho margen en ese renglón.

Ahora en el 2011 reflexiono sobre todo aquello y me reitero en algo que he referido en diversas oportunidades. El problema de cualquier canon literario es que ineludiblemente resulta en una invitación tanto a la lectura como a la no-lectura. La canonicidad, con toda su carga de sacralidad, se sostiene sobre el poder de un simbólico tribunal académico que echa mano de la seducción y el chantaje para actuar como un perpetuo par de siameses idiotas. Cuando se juntan todas las consideraciones que preceden, se entenderá por qué Crimen en la Calle Tetuán ha sido, en general, una novela pasada por alto.

Lo primero que me pregunto es de qué se trata este texto. Me parece que Curet combina en este volumen los elementos de la Novela Histórica y la Novela de Amor de una manera original. El crimen y su dilucidación, consustancial con la Novela Policíaca, se reducen a un pretexto de fondo bien esgrimido. Las teorías en torno al asesinato de Pérez Moris -la que lo acredita a las Sociedades Secretas, a las Logias Masónicas, o al artesano y hitman Federico Vellón Devarié como ejecutor de aquellas organizaciones o como brazo de las pasiones adúlteras de Ignacio Díaz Caneja, no se resuelven en ninguna dirección. Y ello sucede, me parece, porque el que escribe es un historiador.

Las Teorías de la Conspiración repuntan en su simetría en este texto aún cuando el autor nunca explore ninguna de las avenidas con profundidad. Por eso la capacidad de sugerencia que tiene este libro para un lector enterado es extraordinaria. Sólo adelanto una y me reservo las demás. La conexión del 29 de septiembre del 1868, que fue lunes, y el 29 de septiembre de 1881, fue jueves es interesante. No se trata de Selene y Hera. Se trata del Día de los Arcángeles que echaron a Lucifer al Infierno. La apelación a ese mito por los rebeldes del siglo 19 es visible y comprensible.

La Novela Histórica se lee aquí en el retrato del San Juan de 1881 a 1898. En ella el autor inserta sus juicios políticos, posjuicios debería decir, sobre la Nacionalidad, y realza una narrativa de la violencia de todo tipo que dominó aquel siglo. La violencia de la represión y la de la resistencia conviven con igual pujanza. Las torturas a los insurrectos  de Lares (1868) y las de los Compontes (1887), obtienen su respuesta en la violencia teatral de José Mauleón, el travesti republicano, y en el puñal que se colocó en manos del discapacitado Vellón Devarié para atravesar el costado izquierdo del periodista del Boletín Mercantil. La Sociedad del Boicott y las Turbas, así retratadas en su desnudez, sirven para el fin de completar la decapitación de la imagen romántica del Siglo de Oro que bautizó Coll y Toste.

La hermosa zona de la Marina es un tugurio  lleno de putas y mapriolos donde pulula el mal francés que al fin mina al protagonista, Jorge Alvar. Las tertulias de botica, la censura siempre presente, el deambular de Alvar por las calles y callejones de San Juan, las disputas públicas entre Manuel Fernández Juncos y José Pérez Moris, todo encaja en la cultura de un investigador que domina la ambientación de una manera notoria. Resulta patético, eso sí,  que mientras Alvar no puede regresar a las imprentas y su editor Benito Nadal tiene que desaparecer para salvar el pellejo de los Guardias Civiles, Fernández Juncos puede incluso decir en el Buscapié que “Mr. Moris can speak english like a German cow”. Claro, se trataba de la disputa entre dos asturianos en la colonia. Por mucho menos, periodistas puertorriqueños acabaron con sus huesos en la cárcel por aquel entonces.

La Novela de Amor, un imposible y estéril amor por cierto, camina de la mano de las pasiones inconclusas entre Alvar y Serena, dama lareña que ofrece su sacrificio por proteger a su hermano torturado tras la Insurrección de 1868  por pertenecer a la cuadrilla de Mathias Bruckman. No extrañe a nadie que las cicatrices en el rostro del revolucionario loco, sean confundidas con lepra. Una de las manías de Pérez Moris fue equiparar el separatismo con las peores patologías y la independencia con la enfermedad. Serena tiene su purgatorio clásico: marcada por el 1868, torturada durante los Compontes en 1887, a la larga favorece la invasión americana de 1898 con una devoción comprensible. ¿Qué sentido tenía oponerse a quienes venían a desjarretar a España? Por último, en Crimen en la Calle Tetuán el investigador es un periodista frustrado que no tuvo el privilegio de ser un William Freeman Halstead protegido por un gigante empresarial como el Herald, o por el origen nacional como Fernández Juncos.

Aprecio el exceso y la complejidad porque me recuerda la vida. Crimen en la Calle Tetuán me parece un modelo de primer orden de hybris o desmesura en el buen sentido de la palabra. Eso no es un descubrimiento nuevo. La cultura y la sociedad del siglo 19, dejan ese sabor dulce y amargo, y ese tono incierto y contradictorio, desde los tiempos del Modernismo literario que lo ensalzó y emborronó. Habría que esperar a la Historiografía Social del último cuarto del siglo 20, para desmontar y demoler los prejuicios Modernistas y Treintistas respecto a aquella época. El desencaje estaba completo. Esta novela fue parte de ese proceso de desmoronamiento. Cuando vuelva a ver a José Curet, no voy a dudar en invitarlo al periplo por las calles de su novela.

Comentario sobre el libro de José Curet (1996) Crimen en la Calle Tetuán. San Juan: EDUPR: 128 págs.

El fantasma de las cosas: respuestas a una defensa


  • Mario R. Cancel
  • Escritor

Querida Marta:

Primero que todo, recibe mis excusas por no haberte podido acompañar en la defensa de tu novela El fantasma de las cosas. Te agradezco que me enviaras el documento. Lo he disfrutado tanto como lo esperaba. El performance, la parodia y todo lo que signifique conmocionar una tradición institucionalizada, es algo que celebraré siempre.

La rebelión contra la tradición -sea cual sea- nunca termina. Estoy convencido de que toda propuesta revolucionaria corre el peligro de ser domesticada y deformada en la medida en se generaliza y se repite a sí misma. Por eso, lo que una vez produjo escándalo por su capacidad cuestionadora, termina transformado en una acción insulsa cuando se mercantiliza y se ritualiza.

Caciba, libros y Quijotes

Te lo digo en mi condición de sobreviviente de la década del 1980, de testigo del fin de la Guerra Fría y de la aparición del Mercado Global.  Pero también como intérprete de la conmoción que produjo en los escritores y la escritura el derrumbe de ciertos paradigmas por aquel entonces. Lo único que todavía me satisface un poco es la rebelión contra la rebelión, en particular porque me permite sentirme vivo  a pesar de todo. Dada esas condiciones no tengo más remedio que, una vez celebrada la novela, celebrar la defensa. Es casi como leer un póslogo o un postfacio arrancado con violencia a la nouvelle por cuestiones editoriales.

Después de reflexionar sobre El fantasma de las cosas y dar lectura a tu defensa, confirmo varios juicios. Primero, que no me equivoco cuando veo la escritura como un rito de paso divertido. Quien no se sienta bien escribiendo o sienta la literatura como una angustia, que se haga oficinista o profesor. A dónde conduce este rito…no lo sé, pero el destino se me antoja de un (des)orden tan notable como el que percibo en el presente: sin duda la diversión puede constituir una revolución. Tú lo dices de un modo muy original y sugerente: “escribir es cicatrizar”  o es una “cura”, lenguaje que me recuerda lo mismo algunos giros de mi querida Marguerite Duras,  que el sociolecto de los adictos.

Segundo, que no se puede sacrificar esa diversión de la escritura a la presión o prisión de unas reglas canónicas. Acepto que quien se somete a ellas puede divertirse tanto como yo. También existen adictos a las reglas y a las estructuras. Para ellos la obediencia representa la “cura”.  La capacidad de acomodo de la gente es tan sorprendente que asusta. Pero insisto en que no se puede pedir a todos que adopten una actitud igual por mor de la conservación y veneración de la tradición o de las exigencias del mercado.

Tercero, y aquí te amparas en una cita de Ana Lydia Vega, me agrada la forma en que indicas que “escribir es lo contrario de explicar”. Es una propuesta radical. Hubiese esperado que dijeras “escribir no es igual a explicar”. Yo he insistido en que la escritura creativa sea literaria o histórica, es una forma de teorizar. Teorizar no es explicar sino una forma de testimoniar. Es cuestión  de etimología: teorizar es especular, relacionar componentes que en apariencia están desconectados. ¿No es eso lo que has hecho en El fantasma de las cosas?  Dices en tu defensa, con una sonrisa en los labios, que de lo que se trata es de “conectar líneas o historias distantes”. El teórico es el espectador de un viaje. Por eso no me sorprende que te remitas a la figura del cronista que ha terminado por ser visto por algunos como el anti-novelista por excelencia. Te imagino novelista-cronista, teorizando el espectáculo de la vida y de la escritura y me animo otra vez a redactar ficciones.

Cuarto, reitero el valor del planteamiento de que “las historias están hechas de historias” y de que el acto de la escritura es una acumulación y un remiendo. La contingencia del final y el abrumador  intertexto en tu novela, garantizan en la praxis la sugerencia radical. Después de todo, como tú sugieres, esta escritura “se empeña en estar donde no la llaman” y ciertos escritores, incluso yo, se empecinan en entrometerse donde nada se les ha perdido.

Son las 4:25 de la tarde de un domingo cualquiera. A mi derecha está la colección de libros de mitos y religiones. A mi espalda, las disquisiciones de historia, y a mi derecha el muro de las lamentaciones: las novelas, los poemas y las literaturas. La gata casera, una sata que me persigue desde recién nacida, está a la sombra del Quijote. Mi trago está sobre la mesa de trabajo. Te escribo esta nota para descansar de una reflexión dura que me han solicitado para un periódico del país. Escribirte esta carta me devuelve la tranquilidad después de un día largo de viajar y teorizar.

Te imagino clavando tus tesis en la puerta de la catedral, como lo hizo una vez un agustiniano atrevido. Aunque es posible que esto no provoque una reforma ni una guerra, el solo hecho de hacerlo es memorable. Si estuviese en tu Comité de Tesis, solo quedaría por decir una cosa: aprobada, con distinción… Felicitaciones.

Mario R.

Ana Lydia Vega: perspectiva y mirada


 

  • Mario R. Cancel
  • Escritor e historiador

 

mirada_doble_filoMirada de doble filo recoge una muestra de las columnas de Ana Lydia Vega publicada entre 1997 y 2007. Una voz femenina del 1970 propone al lector su imago mundi. La colección tiene un valor peculiar porque la opinión de los escritores, en especial la de los rebeldes, importa poco en esta era de superficialidad salvaje y revoluciones mediáticas. Vega, una excelente observadora y escritora, es capaz de vencer los peligros más comunes de esa condición.

La organización del libro traduce la perspectiva y la mirada de Vega. El Prólogo propone que detrás del calidoscopio, se puede inventar un orden. El lector dará coherencia a los chispazos que el periodismo de opinión produce sobre la base de su experiencia. Lo errante de la mirada refuerza la contingencia típica del medio periodístico en donode la mirada se muda de sitio al compás de las primeras planas.

En vuelos de reconocimiento la mirada macroscópica domina. La autora comenta la historia del país en los últimos 50 años. La crítica del desarrollo dependiente, máscara del progreso y la modernización, es el tema central. Vega articula su discurso anotando lo que se pierde y lo que se gana en medio de ese proceso de cambio social. La ciudad es el escenario de ese monólogo. Ocasionalmente la discursividad manifiesta cierta nostalgia por ciertos lugares del pasadode mod que en esencia, no se cancela toda posibilidad de esperanza. La conciencia de la decadencia del presente es evidente.

ana_lydia_vegaEn Mirador íntimo la perspectiva es microscópica. La violencia se apropia desde un adentro psicológico que se fija en los detalles. La intimidad tiene que ver con los espacios privados que el cambio en la cultura material ha puesto al alcance del poder público. La utopía de un hombre y una mujer nuevos es clara. La dulce discusión del homoerotismo me parece lo más rico de esta sección. El reconocimiento del estado inerme de los escritores ante el empuje de un mundo social que los arrincona, presente en “Una lanza para los escritores”,  merecería una discusión más profunda.

Ronda de velorios trabaja la espectacularización de la muerte. El deceso de cada prócer escribiente o prócer sin más, ha sido siempre un espacio para afirmar intimidades y discipulados inexistentes. Muerto Laguerre o Benedetti, todos pueden inventar un momento trágico en que aquellos los tocaron. El testimonio no requiere  prueba alguna. Con la gracia que la caracteriza, Vega sugiere que la muerte también puede ser solemne en “Destellos fúnebres,” un paseo por el cementerio de Montparnasse. El tema de la violencia y la guerra que, en un país colonial, siempre es una imposición cuestionable, me parece en extremo valioso. 

Espectáculo de variedades es un «vente tú» peculiar. Aquí el humor punzante de Vega alcanza las mayores cotas. Los cañones se enfilan contra los medios de comunicación y la imagen del mundo que aquellos generan mediante una lógica débil y consumible en donde el cotilleo señorea. “Plebiencuesta Inc.” y “La cumbre de la indecisión” son unas joyas de cinismo refinado.

En Zoom de la memoria retorna la mirada macroscópica en contubernio con una peculiar incautación del pasado. El viaje a través de una serie de signos -Pedro Albizu Campos, Luis Muñoz Marín, el Asesinato del cerro Maravilla, el himno y la bandera nacionales- o personas –Rubén Berríos, Pedro Juan Soto, Filiberto Ojeda- o momentos –el 60, el periodo, para muchos fulminante, del romerato- representan el testimonio político de una generación que perece en las turbulencia postmoderna y que ya no desea serlo. La nostalgia retorna con toda la rabia romántica de que es capaz.

Ana Lydia Vega no tiene remedio: se trata de una escritora atrapada en el maremagno de la postmodernidad. Y eso la hace sencillamente seductora…

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