Para Carmen M. Rivera Villegas y Jacqueline Girón, por una conversación con Mariam Ludim.
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- Escritor y profesor universitario
Las vanguardias en Puerto Rico, volumen editado por Amarilis Carrero Peña y Carmen M. Rivera Villegas, y publicado en Madrid por Ediciones La Discreta en el año 2009, trabaja el problema histórico literario de los Movimientos de Vanguardia desde una perspectiva holística y original.
Primero, permite reconocer la relevancia de un elemento determinante que ha sido señalado por buena parte de los autores incluidos en el libro: se trata de la percepción de las Vanguardias, más que como una propuesta estético literaria, como una actitud vital ante los cambios que se manifestaban en su tiempo. Por lo regular se trata de una actitud de crítica y rebelión que confirma la situación del escritor como árbitro del mundo en que vive, y a la estética como un mecanismo de salvación ante lo que se presume es un naufragio. Son actitudes de tiempos de crisis. Ese carácter vital de las Vanguardias, servirá para comprender por qué el vanguardismo regresa al escenario, siempre igual y siempre distinto de sí mismo, como si se tratara de un inmortal maestro de los disfraces.
Segundo, el volumen evade el asunto concreto de las Vanguardias Históricas. La intención, pensada o no de los autores, fue no mirar el catálogo literario que ya había levantado en 1964 Luis Hernández Aquino en Nuestra aventura literaria. Por el contrario, la mirada se desvía hacia la producción de lo que legítimamente podríamos denominar los herederos de aquel momento de flexión. Con ello se supera una situación que he hecho notar en diversas ocasiones en mis investigaciones de historia cultural en torno a la década del 1920. Se trata del hecho de que aquel momento siempre ha sido devaluado a pesar de todo lo que significó como maduración de una respuesta al cambio y como umbral de la llamada Generación de 1930. Las Vanguardias, un fenómeno chispeante de las décadas del 1910 al 1920, siempre resultaron encapsuladas entre dos extremos que llamaron la atención de la crítica histórica, cultural y literaria: el 1898 y la Generación del 1930. No solo se trata de que con este libro se haya roto ese encapsulamiento. También se trata de que en el libro insiste en la figuración de ciertos márgenes que el canon invisibilizó por una diversidad de situaciones. La revisión de la obra de Amelia Ceide por Amarilis Carrero Peña y Carmen M. Rivera Villegas, y la que hace Jacqueline Girón en torno a la poesía erótica urbana de Clara Lair, son una excelente demostración de ello y otra forma de romper con la crítica convencional.
Y en tercer lugar, como historiador cultural, el libro me conduce a una reflexión mayor. En un libro de historia de Puerto Rico publicado en el 2008, hablo de la década del 1920 como una época de “modernidad sin prosperidad”. El comentario viene a cuento de que el cambio visible y contabilizable que padeció el país en manos de Estados Unidos entre 1898 y 1929, significó también el refinamiento del coloniaje y la dependencia. En ese sentido la promesa de Modernización, Democracia y Progreso que muchos vieron en la salida de España y la entrada de Estados Unidos a la vida colectiva nacional, estaba en quiebra. Aquel era un presente de capitalismo dependiente que negaba la posibilidad de la Libertad. Las Vanguardias fueron un discurso descendiente de las Teorías Progresistas de la Historia: en cierto modo fueron una reformulación radical del Relato Hegeliano de la Libertad. El discurso anticapitalista y antiburgués de los vanguardistas y el protagonismo de los artistas en la vida histórica, tuvo un significado particular en Europa en donde el orden capitalista tocaba fondo ante el crecimiento del dólar, situación que se afianzó después de la Gran Guerra de 1914 al 1918. Pero significaría algo muy distinto en la Hispanoamérica, soberana e intervenida, de la Diplomacia del Garrote. Las vanguardias tenían en Puerto Rico una situación inédita: coloniaje, capitalismo dependiente y un fuerte ensueño popular de progreso que confiaba todavía en Estados Unidos porque no le quedaba otro remedio. En ese sentido, el giro hispanófilo, el nacionalismo político que no espera, el esencialismo pedreiriano, son fenómenos comprensibles en un cuadro de esta naturaleza.
Siempre he pensado que los responsables del emborronamiento y encapsulamiento de las Vanguardias fueron los Hispanistas de la Universidad de Puerto Rico que identificamos con la figura de Antonio S. Pedreira. Ellos fueron los enterradores del Vanguardismo. En ese sentido, el valor simbólico del texto de Carlos Gil, “Pedreira y el parricidio” me parece extraordinario. La inhumación de Pedreira con todos los matices malévolos que le impone Gil, es un marco brillante para la exhumación del código genético de unas Vanguardias que, como un virus, invade a Juan Antonio Corretjer y Julia de Burgos, hasta desembocar en la producción narrativa reciente de un modo siempre igual y siempre distinto. Esa plasticidad de la Vanguardias no las despinta nadie y este volumen lo demuestra al canto.
Está el lector ante una memoria de las Vanguardias. Sería bueno que se inventaran otras, muchas. A mí me gustaría volver sobre la discusión del fenómeno en la bibliografía literaria puertorriqueña. Mirar como trataron el asunto Hernández Aquino, Rosa Nieves, Manrique Cabrera, Rivera de Álvarez, entre otros. Algunos de estos autores se percibieron como vanguardistas, hecho que le da un valor especial a su testimonio. También sería saludable volver sobre la chispa que encendió aquel fuego de larga duración y atisbar como Hernández Aquino manufacturó aquel complicado y solitario proyecto. El archivo de ese inolvidable amigo existe y no ha sido revisado con calma todavía. Pero eso quedará en el tintero de momento. Espero que no tenga que esperar hasta el otro centenario de las Vanguardias porque entonces estaré muerto.
Ver también Las Vanguardias en Puerto Rico en esta bitácora.
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