Narradores 2010 : El espíritu de la luz de Edgardo Rodríguez Juliá


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  • Escritor puertorriqueño

Todo parece indicar que en El espíritu de la luz (2010), Edgardo Rodríguez Juliá ha vuelto a novelar de la manera más refinada. El lector se encuentra en estas páginas con una novela densa y retadora, hecho que justifica el mapa de las voces narrativas que el autor incluye, con una excusa que me parece innecesaria, en un breve “Prólogo”. Sin embargo, ese retorno no debe interpretarse como una renuncia a los elementos más originales de su obra. Rodríguez Juliá no ha dejado atrás los juegos con la crónica como antípoda de la historia, ni los procedimientos del ensayo interpretativo que han marcado su obra de una manera muy peculiar. Hay algo de una ruda intención vitalista muy nietzscheana en esta escritura, elemento que habrá que discutir en otro contexto.

Reincide en numerosos lugares comunes de su narrativa. Su condición de reincidente se acentúa en el tratamiento que da al asunto que interesó a su generación literaria y a la mía de Edgardo Rodríguez Juliáhistoriadores: la caribeñidad. El objeto observado no cambia, lo que se altera es el filtro a través del cual se apropia lo mirado. En este caso, se privilegia el tamiz que ofrece la luz, la fuente de todo color y en consecuencia, de toda concepción de lo bello y de lo que no lo es. La luz también actúa como agente de la nada, en la medida en que su ausencia significa la oscuridad, la muerte y la trascendental ceniza. El manejo de la luz en este texto sugiere la contradicción vital entre Eros y Tánatos del modo más preciso. La relación con la luz se ofrece más allá de la percepción concreta, más allá de la biología y la pura sensorialidad. De este modo, la caribeñidad ya no es un objeto fijo sino una percepción fluida.

La tesis que flota detrás de este texto es que los ojos solos no ven: solo captan la luz y sus efectos químico-físicos. La mirada la inventa el cerebro que, mediado por la experiencia social y cultural estructura la visión y la llena de contenido. En ese sentido, ver es interpretar y organizar preconcepciones en una imagen. Inevitablemente,  las preconcepciones del observador se imponen y destilan el producto vulgar del sensualismo puro. Tomada de este modo, El espíritu de la luz es original en la medida en que recoge una serie de registros respecto a la caribeñidad como expresión de un tipo peculiar de luz mediada la apropiación por el observador en el tiempo y en el espacio, o sea, en la historia. Se trata de cuatro personajes históricos: Armando Reverón, Francisco Oller, Nicolás de Stäel y Joseph L. Cleave. A ello se añade uno o dos personajes ficcionales: Alfredo y el uncanny, el extraño, el raro muy emborronado por el misterio y la agresividad.

El espíritu de la luz (EDUPR, 2010)

La lista es exquisita. El pintor impresionista y luego criollista Francisco Oller; el arquitecto Inglés Joseph L. Cleave, diseñador del Faro a Colón en Santo Domingo; Armando Reverón, pintor postimpresionista venezolano que, en medio de la locura, evolucionó a la abstracción y al simbolismo. Un  segundo violín es el pintor ruso Nicolás de Stäel, muy influyente en la obra de Reverón que cursa hacia el art noveau. La contraparte ficticia es Alfredo, el hipotético modelo de Oller en “El estudiante” quien sirve para conectar las vidas de los otros a través de su contacto directo con Oller, Reverón, Cleave y Nicolás.

A su alrededor pululan numerosos caribeños que “miran y no ven” el orbe: chapitos, alcahuetes y mujerzuelas. Las invasiones de los personajes ficcionales en las vidas de los históricos son notables. La facilidad con que esto ocurre está garantizada por el hecho de que un personaje histórico es tan ficticio como uno ficcional. Una vez ingresa al discurso histórico, la vitalidad de lo humano se derrumba al transformarse en metáfora: acabo de volver a mirar a Nietzsche para elaborar esta sugerencia. No puedo más que concluir que cualquier propuesta de esa naturaleza, me dice más sobre  la mirada de Rodríguez Juliá que sobre la mirada de los interlocutores convocados. A través del texto el lector aprende como un caribeño apropia la mirada del Otro -caribeño o no- sobre el Caribe nuestro de cada día. Un venezolano, un puertorriqueño, un emigrado ruso y un británico se incautan del Caribe a través de su luz. A ello se añade el ejercicio de como lo ve, y aquí es supremo el genio del novelista, un personaje ficticio: el estudiante del cuadro de Francisco Oller, Alfredo, cubano que tanto recuerda algunos de los aventureros torcidos de José I. De Diego Padró.

En El espíritu de la luz se manifiestan otras reincidencias. La imagen del sexo puro y natural, reducido a las provocaciones de la biología y el instinto: pelos, penes, vaginas, voluptuosidades, apetitos incontrolables, extreme sex, incluso fenómenos como el priapismo, una cierta esteatopigia nostálgica, es evidente otra vez.  El autor establece, si cabe, una teoría del amor que reconoce ese espasmo animal como una mera performatividad sujeta a la actividad hormonal. Con ello afirma, otra vez, la vacuidad del amor  romántico-burgués. Para conseguir el efecto, recurre a la sexualidad más cruda, procaz y sugerente.

Es probable que ello se haga con el fin de afirmar la humanidad más pedestre y más carnal: la que se comunica por los instintos o al margen de una racionalización articulada y, por ello, artificial. Cámara secreta (1994) y Cartagena (1997)Estos argumentos recuerdan la discursividad de la era de la Revolución Sexual de los míticos sesenta, pero es probable que convoque poco a la generación depilada que domina en el presente. El pelo corporal fue signo de inmundicia y marca de indecencia primero. El sesenta lo trasformó en signo natural y en agresivo acto de recuperación de la humanidad saqueada por el orden moral burgués y cristiano. Hoy el pelo corporal, donde quiera que esté, es antiestético y debe ser desarraigado en la caribeñidad actual: estamos en la era de la depilación laser.

La otra reincidencia presente en El espíritu de la luz es la búsqueda de la frontera frágil entre erotismo y pornografía que vuelve a asociarse al dístico pintura y fotografía que se manifestó entre las aristocracias intelectuales de la Belle Epoque: recuerde el lector el decadentismo spengleriano aunque sea por un minuto y sus ideas paralelas en cuanto a la relación entre el ruido y la música o la prensa y la literatura. Las alusiones al mundo de la cinematografía, fotografía en movimiento que también nacía en aquel momento, parecen confirmar mi hipótesis. La diferencia es que no me da la impresión de que Rodríguez Juliá se duela de la decadencia o que sienta una patética melancolía por el tiempo perdido a la manera de Proust, sino más bien de cierto desenfado al modo de Lowry. Claro, la Francia de Proust y el México de Lowry no pueden producir el mismo efecto.

El mapa de lectura ofrecido en el “Prólogo” ofrece unas pistas al lector. Yo voy a proponer otras. Esta es una novela que debe leerse junto a la colección de textos Cámara secreta: Ensayos apócrifos y relatos verosímiles de la fotografía erótica (Monte Ávila, 1994). El diálogo entre ambos, que es un monólogo de Rodríguez Juliá,  sobre el voyeurismo o la mirada furtiva, el fenómeno de la Kodak Eastman, la pornografía, y las sugerencia sádicas hasta la frontera de la necrofilia, es valioso. Se iteran incluso motivos concretos como “El origen del mundo” de Courbet, espacios histórico culturales como la “Belle Epoque” o “Los alegres veintes”, el dilema de  la estética del desnudo como fenómeno inspirado por la pintura finisecular y fortalecida por la fotografía fija y la fotografía en movimiento, y hasta cierto tono descriptivo que recuerda la clásicas fotos eróticas estilo  antique de Wilhelm von Gloeden. El mismo tema de la luz aparecería punteado planteado en el largo y exquisito relato “México, 1930”, ubicado en Isla Verde, a través del pensamiento del enajenado Alejandro.  Tras mi lectura y mi relectura, me parece que El espíritu de la luz debió tener un apoyo fotográfico. Pero esta novela también debe leerse con Cartagena (1997), primera finalista del Premio Planeta Joaquín Mortiz de 1992. Se trata de una narración que profundiza la temática de “México, 1930” con los mismos elementos: adulterio, alcohol, enajenación con drogas, alusiones homoeróticas, entre otras.

Los debates que me sugiere este texto son numerosos. Por un lado, se presenta el ya aludido choque de entre el arte de la pintura y la técnica de la fotografía. Me da la impresión de que detrás de ello está la invisible  pugna entre el color y sus posibilidades, y el claroscuro y los tonos grises y las suyas. ¿Dónde pulula el erotismo y dónde la pornografía? ¿En cuál es más obvio el protagonismo de la luz? ¿Cuál de los dos dispara la apelación al instinto o a la estética más radicalmente? ¿Cuál es más voluptuoso?

Por otro lado, queda el asunto del Caribe que se invoca ¿cuál de ellos? Ya no es el de los historiadores  románticos o positivistas. Ni siquiera se puede decir que sea el de la globalización que se re-inventa con trozos mal repartidos y peor acomodados al socaire del mercado de la Era global. ¿Qué queda? Lo que queda es el Caribe de las impresiones: cómo lo ve  el Otro desde adentro (Cleave),  o como lo percibe el Yo desde afuera o mediado por el retorno (Oller) o, al cabo, por la locura (Reverón).

La  preocupación dominante es el proceso de fijación o representación del Caribe ¿impresionista o realista? Lo que sucede es que, una vez ejecutada y organizada la mirada se reconoce el peligro: la posibilidad de la muerte de la memoria. ¿La imagen hace innecesario el recuerdo? El argumento es paralelo a aquel que alega que la fotografía erótica mata el deseo porque hace innecesaria o impide  la evocación.

Comentario en torno al libro El espíritu de la luz. San Juan: Universidad de Puerto Rico, 2010. 273 págs.

Narradores 1990 : Edgardo Rodríguez Julia, Cámara Secreta y un juego


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  • Escritor puertorriqueño

[En el 2010, como producto de la lectura de El espíritu de la luz (2010), he vuelto a leer los apuntes que elaboré en 1996 de uno de los textos más atrevidos y menos comentados de Edgardo Rodríguez Juliá, Cámara secreta (1994). Recordar aquella apretada colección entre el cuento, el relato, la crónica y el ensayo fue, por su fuerte trasfondo histórico, una invitación a releer la colección. Volver a publicar ahora aquellos comentarios ha sido como entablar un diálogo  contencioso y complejo con mi doppelganger. Se trata de una sensación parecida a la que siente Rodríguez Juliá cuando alude a la presencia de un personaje uncanny en su obra reciente. En cierto modo, tras las (re)lecturas,  me descubro como otro lector que acaba de degustar una obra nueva. En el tintero dejo una (re)lectura detenida de Cartagena (1997) obra que, en cierto modo, completa un frágil pero significativo tríptico literario redactado por uno de los mejores escritores de este curioso cambio del siglo.]

En 1996 decía: “Un texto fronterizo sería, tal vez, la mejor manera de definir la Cámara secreta (1994) de Edgardo Rodríguez Juliá. Fronterizo entre dos mundos que han sido tabú en las letras insulares, a pesar de todo el interés que despiertan en las tertulias cerradas. Erotismo, pornografía,  trípticos amatorios, el mercado sexual de consumo, homoerotismo, exhibicionismo, voyeurismo y hasta paraísos artificiales derivados del alcohol y los alucinógenos. El volumen representa una parodia de la frágil moral de una sociedad que tiene, necesariamente, que mirarse en el espejo de sus historias para inventar una autocomprensión a la cual, al parecer, no ha arribado a pesar de  todos los discursos dispares que se ha dictado. Es el fin de siglo y la palabra escrita trata de romper otra de sus limitaciones: la que impone la desnudez.”

Cámara secreta (Monte Ávila, 1994)[En el 2010 me doy cuenta de que en aquel entonces, leí Cámara secreta como el intento de develar un situación de desnudez que hoy identifico con la crisis de una serie de discursos identitarios ya han perdido su legitimidad. La indagación en ese ámbito por Rodríguez Juliá me sugirió que era válido identificar esa desnudez con la ruina de los vestidos que creó el país para explicarse. Cámara secreta hubiese sido una metáfora original de la crisis del discurso moderno en la colonia.]

En 1996 decía: “Rodríguez Juliá pone todo su empeño en la dilucidación de un heteroerotismo mágicamente dibujado a través de las figuras de Carmen, Teresa y Mónica, tiñéndolo de un obsceno espíritu caribeñista a fin de confrontar al lector con toda la realidad de las falsas moralidades que se ha creado la mentalidad occidental. El texto parte de una premisa  inventada desde afuera. La hipersexualidad caribeña fue hija pródiga de los devaneos paradisíacos de los conquistadores europeos que no comprendían la desnudez de la naturaleza americana.

[En el 2010 me hago cargo de que en aquel entonces, había cuestionando los vasos comunicantes -la fragilidad del límite- entre la hipersexualidad y el homoerotismo porque eso fue lo que vi en la figura del Alejandro de “México, 1930”. Este personaje, y esto es una hipótesis,  posee muchos matices del Daniel Santos de Luis Rafael Sánchez en La importancia de llamarse… (1988), fabulación que leí en 1994. Ese cuestionamiento común de la macharranería caribeña, es un asunto que deberé discutir en otra ocasión.]

En 1996 decía: “Cámara secreta es un complejo conjunto de textos a través de los cuales Rodríguez Juliá, en la misma medida en que recorre la historia de la fotografía desde su popularización a partir del año 1888, redescubre la intrahistoria de la fotografía erótica. El universo del daguerrotipo, sin embargo, apenas se insinúa. Rodríguez Juliá quiere sembrarnos en un momento particular de la historia europea. La impresión que nos deja este libro es una que se había recuperado mediante la revisión de los procesos históricos finiseculares: la fotografía es una de las grandes marcas de la modernidad madura que, incluso, ayuda a los modernos en la  toma de conciencia de que la época arriba a sus propios límites.  En cierta medida, el perfeccionamiento de la fotografía puede explicar muchas de las rupturas que se ofrecen dentro del conjunto de las artes plásticas de Europa, una vez agotados los cánones que su misma tradición le había impuesto. Por eso no resulta sorprendente que un envejecido Emilio Zolá, sea una de las primeras figuras que se enamore del género fotográfico tan fatalmente como se enamoró de su Jeanne Rozerot.

[En el 2010 reafirmo la percepción de que Rodríguez Juliá enfrenta el problema de la Historia desde una perspectiva más allá del suspenso, el acontecimiento y la mera trama. Trata de tomarla por asalto, espero excusen la metáfora cinegética  y/o bélica, desde su vitalidad o su emocionalidad. Por eso la Segunda intempestiva de Federico Nietzsche me llega a la memoria con tanta premura en este caso.]

En 1996 decía: “Cámara secreta está selectivamente ilustrado con una serie de imágenes que cuentan su propia historia y callan también algún severo secreto. Lo que yo me pregunto es ¿por qué Tina Modotti me resulta tan tierna en una desnudez que se supone despierte en mi la promesa de la “inmortalidad erótica” o la lascivia? Texto y pretexto erótico hacen en este libro el perfecto juego que, sin perder la personalidad caribeña, demuestra la capacidad del autor para aproximarse a uno de los temas humanos por excelencia: la sexualidad.

[En el 2010 no tengo nada que añadir a ese comentario.]

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