Divertimento: Reflexiones de un escritoriador (1)


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Escritor o historiador

En una ocasión me encontraba de viaje de incógnito fuera del país y unos aspirantes a escritor me preguntaron sobre sus homólogos de Puerto Rico. Los buenos escritores puertorriqueños, les dije, son una especie anómala. Los que son excelentes se comportan como extranjeros y los que están seguros de que nacieron allí se educaron en otros países. Los demás, que son centenares, caminan en jaurías en las cercanías de un macho o una hembra letrada alfa mientras, de paso, asperjan con tropos literarios las esquinas de cada salón que visitan en sus lecturas y performances para asegurar sus conquistas. Los más jóvenes miran a sus ídolos con reverencia y con la esperanza de ser un día iguales a ellos.

"El grito" de Munch, uno de ellos

«El grito» de Munch, uno de ellos

Los escritores sienten la tentación de ocupar los pocos espacios culturales que existen, acto que pronto se convierte en una obsesión. Se desviven por estar en las directivas de las asociaciones literarias que proliferan en las rústicas ciudades o por ocupar las vacantes de las sillas de los jurado de los certámenes literarios  con el  fin de planificar quién será el mejor de ellos o cuál turno les corresponderá a ellos para llegar a serlo pero, sobre todo, para ponerse de acuerdo respecto a quién van a excluir de la república de las letras.

No leen regularmente a sus colegas y, si lo hacen, evitarán fijarse en sus virtudes y llamarán con pertinacia la atención sobre todo aquello en lo que difieran sus colegas del estilo que consideran el mejor: el suyo. Siempre harán esa tarea en una conversación privada confiados en que el cotilleo generalizado y compulsivo llevará su mensaje sus víctimas. A eso llaman crítica literaria y a las reuniones en que frecuenta para compartir ese saber, tertulia intelectual.

Publican libros  a pares mediante el milagro de la autopublicación porque en el país el editor profesional es el cadáver de una especie que nunca nació. Las editoriales de las vanguardias literarias nacen por lo regular en las marquesinas de las casas o en un recodo de los apartamentos de los propios escritores. Eso sí, esta especie viaja mucho con sus libros debajo del brazo, feria tras feria, lectura tras lectura, taller tras taller difundiendo su obra como turistas culturales siempre con una brillante sonrisa en los labios. Todos viven a la expectativa de que el periódico de circulación general llene un espacio vacío con 50 palabras sobre sus actividades.

Los que son cuentistas y los poetas dicen que los historiadores no pertenecen al gremio porque el escritor redacta ficciones y el historiador no es capaz de ese privilegio. Los que escriben teatro dicen que los novelistas los envidian porque su voz circula más que la de los otros. Los novelistas quieren ser filósofos y los filósofos aspiran a que se les lea como poetas. Los que son narradores alegan que los poetas crecen  en los árboles y que caerán por  docenas con sólo sacudir los árboles de un parque. Los que residen en la capital quieren vivir en la isla y los de la isla ansían vivir en la capital. Los editores escriben poesía y los poetas terminan por ser editores. Todos viven orgullosos de lo magnífico de su trabajo y se lamentan de las vulgaridades que producen los demás y, como los políticos, pretenden poseer el derecho de decirle a los aspirantes a escritor que pululan alrededor de ellos quiénes deben ser sus amigos, qué es apropiado leer y cómo comportarse de acuerdo con la etiqueta del escritor que ellos asumen. Los que son un producto universitario lo son a todo trapo y lo que no lo son aducen un desprecio filosóficamente calculado a ese tipo de espacios artificiales de la cultura formal. Si te les acercas mucho te acusarán de que quieres robarles las ideas pero se llevarán las tuyas sin vergüenza alguna alegando que las mismas son  libres.

En su conjunto, aman la libertad que gozan y cada vez que veo una jauría de esa especie me invade la misma sensación que me produce el cuadro del grito de Edvard Munch y me cruzo al otro lado de la calle. Y son innumerables: la proporción de escritores respecto a la población probablemente equipara las estadísticas de desempleo de los sectores educados. Todo parece indicar que el país siempre está en el pórtico de un “siglo de oro” literario que nunca llega.

Con todo los admiro frenéticamente. Son más humanos  y menos obtusos que sus pocos ancestros del siglo 19 y de principios del siglo 20. Aquellos escritores estaban hipotéticamente dispuestos a morir por una causa o a suicidarse por el amor erótico de su vida y, aunque muchas veces lo afirmaron con fervor, pocas lo hicieron. Estos del presente prefieren vivir hasta el último segundo y manifiestan la fina ironía de un gato callejero del Paseo de la Princesa cuando algún turista se les acerca a darles de comer.

¿Defectos? Tienen y muchos, como cualquier ser humano común o como los escritores de cualquier parte del mundo. Lo digo porque soy uno de ellos o al menos eso intento muy de vez en cuando…

En Hormigueros, 23 de marzo de 2016

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