- Mario R. Cancel
- Escritor e historiador
El ángel del verso, obra de Francisco R. Velásquez, es un relato sintético y bien escrito, sin duda, capaz de hipnotizar a un lector versado en la cultura popular y mediática de la década del 1940, que el autor conoce bien. Por su edad me parece que aquel tempo resultó crucial en la configuración de su imagen de mundo. La capacidad para invertir esa “pasión” de la novedad de la revolución de los medios en un sistema coherente de referentes culturales, es evidente en este autor.
Pero para el que no conozca aquella tradición, la narración puede resultar en un jeroglífico difícil de comprender en ausencia de una Piedra Rosetta inexistente. El wikiconocimiento y el youtubeo, dos recursos comunes para la interpretación que todo lector del presente utiliza en algún momento de su vida, pueden informar en torno a las generalidades del problema. Pueden decirle quien fue Marcel Cerdan, o sugerir en qué radicó la magia de la CMQ de La Habana y hasta donde llegó su influencia en el Puerto Rico de la posguerra. Tal vez, incluso, pueda aclarar quien fue Zoilo Galíndez o qué significó, hasta el día de hoy, la comedia radial de La tremenda orte, con Leopoldo Fernández alias “Tres patines”: a veces la escucho con mi padre para oírlo reir.
Pero siempre reducirán esas cuestiones a una nota al calce que se olvidará después de un rato. En la práctica, y en ello radica el conflicto de este texto, las alusiones a los medios se transforman en un mero ornato pintoresquista, parecido al que cumplía la narración de ciertas acciones sociales en el Costumbrismo decimonónico más larvado. Ocasionalmente, lo digo sin respeto alguno, Velásquez me remite al tempo nostálgico de un Gilbert Mamery o de un Rafael Quiñones Vidal.
Claro que un análisis político-social de lo que significó la televisión o la radio y sus iconos en aquella época, por ejemplo, es plausible después de una lectura de la narración de Velázquez. Una tevé en un bar, fenómeno que es capaz de reunir a los fans de un boxeador internacional y motivar el consumo de bebidas alcohólicas y las apuestas, es un acontecimiento cultural significativo desde la perspectiva de una probable Historia Cultural puertorriqueña. El tema de la cotidianidad urbana, visto a la luz de un sport bar de 1947, no es un asunto detestable desde el punto de vista intelectual.
Pero si se le trabaja poco, como ocurre en el caso de Velásquez, a la postre el recurso se reduce a la anécdota y deja de referir con precisión respecto al entorno o ambiente social en que se desarrolla la narración. Su potencial se desperdicia. El problema de este texto es la brevedad y la aparente prisa con que se amontonan los acontecimientos a lo largo del mismo. En ocasiones, da la impresión de que se han podado fragmentos de la acción con alguna finalidad inicua, por lo que la narración toma un cariz telegráfico. Las oraciones cortas de “Los asesinos” de Ernerst Hemingway –en el cuento y en los parlamentos de su versión cinematográfica-, son una joya. Aquí no dejan la misma impresión. Del mismo modo, los “saltos” y “aceleraciones”, que funcionarían bien en un film noir clásico detrás de una disolvencia o de una cortinilla bien articulada, no generan el mismo efecto en la narración con palabras.
Lo que sí me parece una virtud de este relato es la capacidad de Velásquez para jugar con el lector, cuando este permite el juego. Yo lo permití en mi lectura: es mi manera de leer. Si el lector no se deja engañar no hay disfrute en la obra. El descubrimiento de que el asexuado detective Dolores Cardona es una mujer embarazada que aborta después de una intervención policial, es interesante. El recurso me parece un logro. La masculina vida policial del 1940 se ve “infestada” por una mujer de armas tomadas que lo mismo ejecuta a Tabaco y Tito Ford, a la vez que es capaz de seducir con la “pájara” sin pantaletas al corrupto detective Ernesto Casillas con el fin de darle una lección de fuerza. De hecho, no conozco muchas alusiones a mujeres policías o detectives en los registros policiales de aquella época. El duro conflicto entre los Nacionalistas e Insular Police, luego Policía de Puerto Rico, siempre fue uno masculino.
Lo otro que me parece extraordinario en este texto es la vitalidad de las descripciones de las calles de Ponce. Acabo de leer una novela de Wenzell Brown de 1945, Dynamite on our Doorstep. Puerto Rican Paradox, que se desarrolla en el mismo espacio, y el efecto de los espacios sociales es muy distinto. En Velásquez, sin embargo, Ponce, Río Piedras, San Juan, la Plaza de Las Delicias o la de Armas, son espacios vivos. Tan vivos, por ejemplo, como podía serlo la Calle O’Reilly o el Vedado en Nuestro hombre en La Habana de Graham Green. Las escenas de Coamo y Villalba son apenas un borrador. El carácter urbano de la narrativa policial se impone en la textualidad de Velásquez por el hecho de que la trama policial representa la forma en que la Ciudad –un tipo peculiar de esperanza de orden-, piensa y enfrenta el desorden.
El otro logro de este relato radica, me parece en la construcción de los personajes. Se trata de figuras convencionales no hay que dudarlo pero, quizá precisamente por ello, convincentes. Pedro Soto, el corresponsal de El nacional es el columnista de crímenes que se espera. Su presencia sirve para demostrar el apalabramiento de la presunta prensa libre con la corrupción, el poder y el engaño. Un detective manco, Rafael Canel, experto en sacar confesiones a pesar de su defecto, resulta en un hallazgo valioso. Pero estos productos se desvanecen como aparecen. Los personajes no proyectan una sicología compleja por la fugacidad de su presencia.
El gran tema social de este relato –la corrupción de poder-, resulta poco elaborado. Es probable que la apretada síntesis que intenta Velásquez trabaje contra sus propósitos. Esta narración, insisto, debió ser más extensa y más trabajada. La década del 1990 así lo reclamaría. La corrupción no es un asunto nuevo: solo es un viejo alarde repintado que eternamente retorna con facciones nuevas como las modas cosméticas o las vestimentas de invierno. Por lo demás, desde el sonado caso de Jorge de Castro Font, se ha hecho necesario aceptar que la corrupción es un hecho de todos los días, consustancial al orden en que se vive. Pero eso no es suficiente y a la postre lo que estimula en una lección de pesimismo que algunos, yo no, condenarían.
El ángel del verso de Francisco R. Velázquez, deja a Dolores Cardona, una detective sin ideales al servicio de un capo innominado que le agradece la destrucción moral y emocional de Ernesto Casillas. El final no está en ninguna parte: la historia continuará, es probable, como la vida misma que tampoco termina. Pero en ninguna parte se sugiere la posibilidad de una traición. Ese no es el lenguaje de estos personajes hundidos en el fangal del mundo. ¿Una lección cínica? Es posible, pero la vida está tan llena de ello, que nadie debería sorprenderse, nadie.
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