Francisco Matos Paoli: literatura y nacionalismo (fragmento)


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

A la memoria de las víctimas de la Masacre de Ponce del 21 de marzo de 1937

Matos Paoli: una ubicación histórica, social y cultural

Francisco Matos Paoli nació en Lares 1915. El hecho llegó a tener un valor simbólico enorme para el poeta y escritor que Pedro Albizu Campos no vaciló en calificar como “el primer poeta contemporáneo de Puerto Rico” (Acosta 147) o el “más grande poeta” de la Nación (Acosta 155). En 1950 Matos Paoli fungía como Secretario General del Partido Nacionalista, posición a la que había llegado a fines de 1949, y Albizu Campos aspiraba a que en su persona se materializara el Poeta Nacional Puertorriqueño.

La convergencia político-ideológica y cultural entre ambos lo justificaba. El hecho de que compartieran los valores fundamentales de un catolicismo místico y sacrificial, parece haber sido suficiente para sellar aquella relación. Ser lareño y militante del Partido Nacionalista había desarrollado un contenido nuevo desde el 23 de septiembre de 1932 cuando Albizu Campos convirtió la conmemoración de la gesta insurreccional de 1868 en una suerte de peregrinación a una tierra santa en la cual la Nación, que el abogado encontraba madura en su tiempo, habría nacido. La concepción de la Insurrección de Lares y sus figuras, sin embargo, dependía de una tradición que había ido desapareciendo y de la difusa versión que de la misma habían realizado dos autores. El poeta Luis Lloréns Torres en un drama histórico publicado en 1917 (1967) con un prólogo de Luis Muñoz Rivera; y el veterano insurrecto Vicente Borges en sus Memorias de un revolucionario publicadas en 1915 (Homines 1999).

Francisco Matos Paoli y Luis Hernández Aquino

La conciencia lareña de Matos Paoli joven se había sostenido más bien en el recuerdo de la domesticidad al lado de sus padres y en la apropiación de un paisaje que representaba bien los valores que la intelectualidad puertorriqueña había producido para enfrentar el escenario que representó la invasión de 1898 y el avance del capital y la cultura estadounidense en el país. El Lares de los insurrectos que tanto celebró Matos Paoli posteriormente en su poesía y en sus discursos políticos, fue más bien el producto de la reinvención que realizó de aquel pasado Albizu Campos desde los actos conmemorativos de septiembre de 1932. En aquella ocasión, una semilla del tamarindo de la libertad sembrado por Simón Bolívar en Caracas y recibida por Albizu Campos de la mano de Gabriela Mistral fue sembrada en la plaza del pueblo. Una sobrina de Mariana Bracetti la “Brazo de Oro” del 1868, y un hijo adoptivo de Francisco Ramírez Medina el Presidente de la República, estuvieron presentes en los actos de restitución de la hazaña de 1868 (Homines 66). La conexión de Matos Paoli con el Partido Nacionalista se dio en el momento en que la iconografía del culto albizuísta a la revolución se organizaba alrededor de los restos de un pasado revolucionario que, si bien se desconocía, se había ido transformado en un mito. La imagen de la Insurrección de 1868 iba a ser determinante para la Insurrección Nacionalista de 1950.

La juventud de Matos Paoli se vio marcada por el signo de la orfandad. El poeta aseguraba que su madre, Susana Paoli Gayá, le había enseñado el  “alfabeto inefable de Dios” y el “misterio de la providencia divina” (Freire, “Itinerario…” 12). Su deceso cuando el poeta apenas contaba 15 años, lo catapultó por unos senderos que ya nunca abandonaría. El primero fue la poesía: Signario de lágrimas (1931), su primera colección de versos, fue una forma de expresar el efecto de la pérdida. El segundo fue el misticismo espiritista que lo condujo a fundar en 1933 el centro  Luz y Progreso, ideario que se imprimiría de una manera permanente en su poesía de madurez. El misticismo espiritista sirvió para mantener el contacto emocional con una figura materna que parece haber sido crucial para el adolescente de la ruralía. La desaparición de aquella personalidad caracterizada por la “delicadeza neurótica” le creó una sensación de orfandad, desprotección y desamparo que nunca llegó a superar de un todo (Freire 10,12). En los momentos más difíciles de su existencia, la imagen de Susana retornaba investida con los rasgos de una aparición mariana como guía, protectora o como intercesora con la divinidad. En el Canto de la locura (1976) cuando el preso se enfrenta a la posibilidad de Dios “mi Madre me lleva de la mano / hacia donde no hay espacio” (Matos Paoli, Canto, 68). Cuando toma conciencia de su locura “vuelvo a mi madre, la mística / coronada de pobres” (Matos Paoli, Canto, 88).

Y ante ella se queja: “Madre, qué frío tengo” (Matos Paoli, Canto, 89), y en su imagen encuentra refugio: “Yo sé que estoy contigo, madre” (Matos Paoli, Canto, 90). En 1961 la presencia de Susana que lo condujo al espiritismo seguía tan viva como el primer día. Matos Paoli, contrario a una tradición dominante bajo la soberanía hispana, nunca vio contradicción alguna entre catolicismo y espiritismo. El espiritismo que piensa y practica parece traducir las posturas de El evangelio según el espiritismo (1969), obra de Allan Kardek publicada en 1864, como expresión de la necesidad del Espiritismo Científico por establecer una vía de comunicación con un cristianismo que, desde el catolicismo romano, condenaba su propuesta en la encíclica Quanta Cura y el Syllabus aquel mismo año. La condición de espiritista y de cristiano católico en Matos Paoli lo distinguía del espiritismo científico que se había  organizado en Puerto Rico alrededor de la Federación de Espiritistas fundada en 1903 en Mayagüez bajo la influencia de Rosendo Matienzo Cintrón y Francisco Vincenty, dos pensadores vinculados al independentismo uno y al nacionalismo el otro. (Cancel,  Historias, 236) El carácter secular, contestatario, filantrópico y civil del espiritismo organizado en 1903, se había trocado en otra cosa en Matos Paoli en 1933 al calor del culto al hispanismo que se había ido imponiendo en el discurso cultural puertorriqueño desde 1910 en adelante.

El otro elemento que marca a Matos Paoli hasta la muerte es la imagen de Lares configurado sobre los matices de un locus amenus al cual siempre se regresa. El Lares de la infancia cerca de Susana imaginado como una “concentración radiosa de montañas” (Freire 9) se transforma después de 1932 cuando lo celebra Albizu Campos en tierra sagrada o lugar de peregrinación al cual hay que llegar de rodillas. Matos Paoli se hizo eco de esa concepción esotérica de inmediato. El trance de locura en el canto de 1961 convertiría a Lares, como a Susana, en una suerte de amparo en el cual encontrará la protección que la orfandad le había negado. Recordar el paisaje del pueblo equivalía a volver al illo tempore, a un inicio impasible de los tiempos en donde encontraría las respuestas a todas las angustias que lo agredían. Lares era la posibilidad de la “primavera”, la posibilidad de la victoria sobre la “noche cerrada que la borra” (Matos Paoli, Canto, 87) o la libertad. La primavera / libertad es una posibilidad porque se encuentra allí en ese indeterminado lugar del tiempo lejos de toda amenaza material y temporal. La mirada de Lares se diseña mediante un lenguaje y una tensión romántica que el poeta confesó en numerosas ocasiones a sus interlocutores: “no se olvide que yo pertenezco a la pasión romántica” (De la Puebla, Confesiones, 30). Para Matos Paoli hacer poesía era un acto de mediación que ejecutaba el poeta entre las “fuerzas angélicas” y la humanidad.

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El autor es catedrático de historia (RUM). Sus ensayos históricos y sus análisis de la literatura lo convierten en fuente obligada de los estudiosos. El texto que presentamos es un fragmento de un trabajo mucho más amplio en el que nos presenta una propuesta interpretativa en torno al papel de la poesía y el misticismo cristiano y espiritista en la concepción de la nación y la identidad puertorriqueña en el discurso de Francisco Matos Paoli. Puede leerlo en su totalidad aquí: https://www.academia.edu/35851705/Francisco_Matos_Paoli_literatura_y_nacionalismo
Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 17 de marzo de 2020.

Narradores 1990: Crimen en la Calle Tetuán


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Escritor e historiador

Cada vez que me he encontrado con José Curet en el Centro de Estudios Avanzados del San Juan Antiguo hemos cruzado unas palabras. Han sido encuentros casuales, nada planeados. Varias veces me he sentido tentado a invitarlo a bajar la cuesta de la Calle del Cristo, conectar con la de La Fortaleza y caminar hasta el Callejón de Gámbaro o la Tetuán. Allí podríamos hablar de aquel crimen del 29 de septiembre de 1881.

Hace un par de años hice un ejercicio  parecido con el sociólogo José Anazagasty Rodríguez y no resultó del todo mal. La intención en esa ocasión era reconstruir para el colega otro asesinato, el de Elisha F. Riggs, a manos de un comando nacionalista, ejecución que se completó poco después de que el jefe de la Policía Insular salía de la Catedral. Es curioso como los asesinatos, los de carácter político en especial, se desatan en la frontera incierta que existe entre la justicia y lo que no lo es. Los linchamientos del Cerro Maravilla en 1978, quizás sean el mejor modelo de ello.

Crimen en la Calle Tetuán

Fue por esos días que decidí debía volver a leer Crimen en la Calle Tetuán de Curet, publicada en la desaparecida, como tantas otras, serie “Aquí y ahora”. Las colecciones de palabras tienen una corta esperanza de vida al nacer en este país. No sé si deba decir que aquel esfuerzo fue creado y supervisado por José Ramón de la Torre a principios de la década de 1990.

La obra de Curet es una novela corta e intensa, de una complejidad palmaria difícil de desentrañar para los legos en historiografía y en las fuentes decimonónicas. El texto, a pesar de que reincidía en esa preocupación por la historia dominante de diversos modo en los creadores del 1950 y el 1970, manejaba el asunto de manera diferente. Curet, historiador profesional y especialista en el asunto de la esclavitud y su abolición, enfrentaba la historicidad en la narrativa de ficción con una pasión distinta. La apropiación de la historia por los narradores consagrados por la crítica literaria de entonces, como puede ser el caso de Ana Lydia Vega o Rosario Ferré, condensaba el pasado hasta transformarlo en memoria intervenida. En cierto modo, no les quedaba otra salida dada la situación de robo del pasado por la que se consideraba atravesaba la cultura del país. El experimentalismo neovanguardista dominó en algunos casos. Curet articuló su discurso desde otra perspectiva en la cual los métodos del historiador nunca fueron desechados.

Por otro lado, el texto tampoco respondía al tratamiento del asunto que habían impuesto los dos maestros del procedimiento de la manipulación / interpretación histórica en la narrativa: Edgardo Rodríguez Juliá y Luis López Nieves. No se debe pasar por alto que aquellos miraron hacia figuras y momentos considerados cruciales o traumáticos para la nacionalidad el siglo 18 y el 1898. Curet se fijó en un dato legendario olvidado en la  trastienda del cotilleo decimonónico: el asesinato de José Pérez Moris alias «Tachuela». La decisión de mirar ese punto expresa la misma marginalidad que manifestaría la idea de escribir una novela sobre los fracasos de Luis Muñoz Rivera como esgrimista o en torno los lances amatorios de un José de Diego con priapismo.

Lo otro tiene que ver con la técnica escritural. Los autores de entonces, los del 1970 en especial, jugaban con los sociolectos urbanos y mediáticos en la medida en que daban al lenguaje popular un protagonismo que a veces invisibilizaba la narrativa. El mejor modelo fue la novelística de Luis Rafael Sánchez que a veces daba la impresión de la escritura automática sin que en realidad llegase a ese extremo en ningún momento. Me consta que en su colección  Otro cuarteto (1986), Curet recurrió al recurso. En Crimen en la Calle Tetuán ya no contaba con ello: el escenario histórico no dejaba mucho margen en ese renglón.

Ahora en el 2011 reflexiono sobre todo aquello y me reitero en algo que he referido en diversas oportunidades. El problema de cualquier canon literario es que ineludiblemente resulta en una invitación tanto a la lectura como a la no-lectura. La canonicidad, con toda su carga de sacralidad, se sostiene sobre el poder de un simbólico tribunal académico que echa mano de la seducción y el chantaje para actuar como un perpetuo par de siameses idiotas. Cuando se juntan todas las consideraciones que preceden, se entenderá por qué Crimen en la Calle Tetuán ha sido, en general, una novela pasada por alto.

Lo primero que me pregunto es de qué se trata este texto. Me parece que Curet combina en este volumen los elementos de la Novela Histórica y la Novela de Amor de una manera original. El crimen y su dilucidación, consustancial con la Novela Policíaca, se reducen a un pretexto de fondo bien esgrimido. Las teorías en torno al asesinato de Pérez Moris -la que lo acredita a las Sociedades Secretas, a las Logias Masónicas, o al artesano y hitman Federico Vellón Devarié como ejecutor de aquellas organizaciones o como brazo de las pasiones adúlteras de Ignacio Díaz Caneja, no se resuelven en ninguna dirección. Y ello sucede, me parece, porque el que escribe es un historiador.

Las Teorías de la Conspiración repuntan en su simetría en este texto aún cuando el autor nunca explore ninguna de las avenidas con profundidad. Por eso la capacidad de sugerencia que tiene este libro para un lector enterado es extraordinaria. Sólo adelanto una y me reservo las demás. La conexión del 29 de septiembre del 1868, que fue lunes, y el 29 de septiembre de 1881, fue jueves es interesante. No se trata de Selene y Hera. Se trata del Día de los Arcángeles que echaron a Lucifer al Infierno. La apelación a ese mito por los rebeldes del siglo 19 es visible y comprensible.

La Novela Histórica se lee aquí en el retrato del San Juan de 1881 a 1898. En ella el autor inserta sus juicios políticos, posjuicios debería decir, sobre la Nacionalidad, y realza una narrativa de la violencia de todo tipo que dominó aquel siglo. La violencia de la represión y la de la resistencia conviven con igual pujanza. Las torturas a los insurrectos  de Lares (1868) y las de los Compontes (1887), obtienen su respuesta en la violencia teatral de José Mauleón, el travesti republicano, y en el puñal que se colocó en manos del discapacitado Vellón Devarié para atravesar el costado izquierdo del periodista del Boletín Mercantil. La Sociedad del Boicott y las Turbas, así retratadas en su desnudez, sirven para el fin de completar la decapitación de la imagen romántica del Siglo de Oro que bautizó Coll y Toste.

La hermosa zona de la Marina es un tugurio  lleno de putas y mapriolos donde pulula el mal francés que al fin mina al protagonista, Jorge Alvar. Las tertulias de botica, la censura siempre presente, el deambular de Alvar por las calles y callejones de San Juan, las disputas públicas entre Manuel Fernández Juncos y José Pérez Moris, todo encaja en la cultura de un investigador que domina la ambientación de una manera notoria. Resulta patético, eso sí,  que mientras Alvar no puede regresar a las imprentas y su editor Benito Nadal tiene que desaparecer para salvar el pellejo de los Guardias Civiles, Fernández Juncos puede incluso decir en el Buscapié que “Mr. Moris can speak english like a German cow”. Claro, se trataba de la disputa entre dos asturianos en la colonia. Por mucho menos, periodistas puertorriqueños acabaron con sus huesos en la cárcel por aquel entonces.

La Novela de Amor, un imposible y estéril amor por cierto, camina de la mano de las pasiones inconclusas entre Alvar y Serena, dama lareña que ofrece su sacrificio por proteger a su hermano torturado tras la Insurrección de 1868  por pertenecer a la cuadrilla de Mathias Bruckman. No extrañe a nadie que las cicatrices en el rostro del revolucionario loco, sean confundidas con lepra. Una de las manías de Pérez Moris fue equiparar el separatismo con las peores patologías y la independencia con la enfermedad. Serena tiene su purgatorio clásico: marcada por el 1868, torturada durante los Compontes en 1887, a la larga favorece la invasión americana de 1898 con una devoción comprensible. ¿Qué sentido tenía oponerse a quienes venían a desjarretar a España? Por último, en Crimen en la Calle Tetuán el investigador es un periodista frustrado que no tuvo el privilegio de ser un William Freeman Halstead protegido por un gigante empresarial como el Herald, o por el origen nacional como Fernández Juncos.

Aprecio el exceso y la complejidad porque me recuerda la vida. Crimen en la Calle Tetuán me parece un modelo de primer orden de hybris o desmesura en el buen sentido de la palabra. Eso no es un descubrimiento nuevo. La cultura y la sociedad del siglo 19, dejan ese sabor dulce y amargo, y ese tono incierto y contradictorio, desde los tiempos del Modernismo literario que lo ensalzó y emborronó. Habría que esperar a la Historiografía Social del último cuarto del siglo 20, para desmontar y demoler los prejuicios Modernistas y Treintistas respecto a aquella época. El desencaje estaba completo. Esta novela fue parte de ese proceso de desmoronamiento. Cuando vuelva a ver a José Curet, no voy a dudar en invitarlo al periplo por las calles de su novela.

Comentario sobre el libro de José Curet (1996) Crimen en la Calle Tetuán. San Juan: EDUPR: 128 págs.

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