Sujetos y predicados: el Caribe de Eugenio García Cuevas


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  • Escritor y profesor universitario

Sujetos y predicados, colección de relatos de Eugenio García Cuevas, sugiere una imagen enrarecida del mundo caribeño de manera eficaz. Se trata de un reino evanescente dominado por la violencia y las suspicacias. La voz narrativa se sitúa en ciertos nichos adecuados para la apropiación de lo fantástico, con el fin de elaborar la crónica de una realidad veteada de irrealidad. Los elementos que llamo «fantásticos», aclaro,  nunca desbordan la realidad. En cierto modo, confirman su tragedia mientras se desatan dentro de ella con toda su fuerza. Las fantasmagorías surgen en la medida en que el autor consigue vertebrar la narración sobre la estructura de esos acontecimientos altamente cuestionables. La habilidad de García Cuevas para combinar esos relámpagos ficcionales sugerentes en una narración retadora y coherente es enorme.

Los textos de Sujetos y predicados están tratados con los procedimientos de un realismo mágico radical con evidente énfasis en los nudos existenciales que marcan la historia caribeña. Su lectura recuerda al Gabriel García Márquez que trabajó el Caribe Colombiano, o al Alejo Carpentier que penetró los misterios del Boi Caiman. Pero el Caribe de García Cuevas toca más de cerca al lector que enfrenta el tema desde esta parte del mundo. Se trata del Caribe Insular. El mismo posee elementos que lo distinguen del continental y el subcontinental. De hecho, la noción cultural Caribe se inventa y se formula en las islas y sus aguas y, solo más tarde, cuando se homogeneizaron las fuerzas sociales que sirvieron de base para explotar / crear lo caribeño, hallaron sus vasos comunicantes. El tránsito semántico de la Antilia a lo Carib es uno de los fenómenos más curiosos de la historia cultural de la región.

Detrás del conjunto de narraciones está la noción dominante del «viaje». Se trata de una odisea etno-social única que sugiere más bien una «huida». Aquí no se trata del viaje convencional ejecutado con el fin de explorar lo desconocido por la pasión de saber. De lo que se trata es de entrar a lo desconocido, con todos los riesgos que ello implica, con el fin de evadir lo que ya se conoce. «La luna en el canal de la Mona» no deja dudas respecto a la circunstancia en la tragedia de Piedad Pimentel. Pero el canal no acontece como un Leteo. Los viajantes no solo cruzan el cuerpo de agua. El viaje o la huida ha comenzado mucho antes de mirar la cara del mar. El personaje de «El hijo de la mujer», si bien termina sus días en Puerto Rico, es un dominicano que pulula desde la frontera dominico-haitiana o el mítico Boi Caimán, hasta Valverde, de allí a Santiago y por último a La Vega. Desde esos lugares observa la historia de la nación enredarse en sus propios juncos.

La tesitura de los transeúntes que optan por el viaje, los fuerza a  tolerar un desplazamiento radical en el tiempo y el espacio –la historia, dirán otros-, condición que sugiere la naturaleza agridulce de todo tránsito. La huida a lo ignoto, sea emigración legal o ilegal, siempre está llena de vacilaciones. Al cabo, lo que le queda el lector es la sensación de que  transitar es el estado natural de estos seres y, una vez lo reconocen de ese modo, tratan de agarrarse a los restos de una memoria colectiva cubierta de vacíos. El manejo de la historia común, la historizante como la llamaría Nietzsche -que a la vez une y separa- me parece genial, muy adecuado como indicador de pistas interpretativas. Caamaño, Bosch, Trujillo, Balaguer, todos estas figuras históricas le dicen algo a cualquier emigrante y a cualquier caribeño.

Siempre he creído que toda mirada desde la historia es una forma de la biografía. El olor de lo autobiográfico es patente en estos textos. En los mismos hay un constante martilleo que inserta al lector en la década del 1980. La imaginación de la Globalización, y la de un Caribe Globalizado, aparecía como canto de sirena en el horizonte y echaba raíces en aquel instante crucial de la historia contemporánea. García Cuevas arribó a Puerto Rico en el 1979. Pero el Caribe Gobalizado que se nos vino encima, encontró a la gente con las mismas miserias del pasado.

Insisto en que no se trata de la biografía egoísta de un observador privilegiado, sino de una suerte de biografía colectiva e inclusiva que, en ocasiones, dispara al autor a los espacios de la parodia. Los mejores momentos del juego paródico antihistoricista, sea distópico o atópico, perciben en el contrapunteo futurista. «Cirilo» produce una falseada pos-sociología que se fija en los sastres tan puntillosamente como lo han hecho los medievalistas especializados en la historia de los gremios de artesanos. «El dominicano ese» es una joya narrativa que despersonaliza, deshumaniza y aplana al personaje. Pero la extensa nota al calce en torno a «ese» Cipriano Robles, no tiene nada que envidiarle a los procedimientos de una microbiografía académica profesional. En esa rica distopía futurista, todo recuerda al presente como quien ha resuelto que nada cambia realmente y contradice con ello las conclusiones de la filosofía y la física más clásicas.

La constante apostilla de la violencia y la sangre, la sugerencia de la hediondez y las infecciones más curiosas, marcan con una poderosa nota naturalista estos textos. No creo que deba insistir en que estos elementos son consustanciales a la historia del Caribe Insular desde su invención a fines del siglo 16. La impresión que me deja una primera lectura de este libro es la de un halón que comienza en Boi Caiman y la frontera, y no cesa hasta ovillarse en Puerto Nuevo, Río Piedras y Santurce, los barrios urbanos de esta otra isla caribeña que ha olvidado su filiación. El tirón no mutila el sueño de regresar al lugar de donde se huyó. Por el contrario, esos girones subsisten y animan el deseo de que, al tornar al punto de origen, se encontrará otra cosa distinta a la que se dejó atrás.

Comentario en torno al libro:  García Cuevas, Eugenio. Sujetos y predicados (El hijo de la mujer y diez cuentos más). Santo Domingo: San Juan: Editorial Isla Negra/ Editorial Último Arcano, 2008. 89 págs.

Historia, literatura y ensayo: problemas de un entrecruzamiento


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  • Escritor y profesor universitario

 

La colección de ensayos de Miguel A. Fornerín vuelve sobre un debate que ya ha madurado bastante en el país. En vista de ello, me limitaré a bosquejar una reflexión sobre el mismo a la luz de mi experiencia como historiador y escritor, y sobre todo, como lector. El entrecruzamiento entre la historia y la literatura es un lugar común en el debate sobre la modernidad. En el Puerto Rico del siglo 20, el entrecruzamiento o la invasión, ha sido en las dos direcciones y se ha mostrado en una variedad de formas que valdría  la pena apuntar. La legitimidad del entrecruzamiento ha radicado en la concepción de que el ser, la identidad o lo que somos, solo puede organizarse en el contexto de lo que denominamos historia.  Dado el papel relevante del relato y la narración en ambos territorios, la narratología y el análisis del discurso se han convertido en instrumentos idóneos para enfrentar el asunto.

La literatura puertorriqueña ofrece interesantes pistas sobre el asunto. El papel protagónico que cumplió el ensayo en la Generación de 1930 es comparable con el de la narrativa, en especial la breve, en la Generación del 1970. El punto de convergencia más notable entre ambos ciclos discursivos, fue la preocupación por el lugar que ocupaba la idea de Puerto Rico en el tiempo-espacio. Se trataba de una cuestión políticamente polémica que había marcado el camino de la nación hacia la modernidad desde el siglo 18. La solución más común al asunto ha sido reconocer que la nación no fue lo que debía ser. La metáfora de origen hegeliano del destino inconcluso, se ha manifestado lo mismo por medio de la muchedumbre de Rosendo Matienzo Cintrón, o a través de la nave al garete de Antonio S. Pedreira. En ambos casos se enfrentó el asunto como si fuera una tragedia.

Miguel_FornerinMe parece que de allí proviene la teoría del trauma, que solo ha servido para justificar  la puesta en escena de una versión tragicómica del pasado puertorriqueño. La historia nacional se percibe como una evolución accidentada que no se ajusta a un modelo consagrado. Quienes así piensan olvidan que los modelos historiográficos son solo marcos de referencia crítica. Esa percepción explica porqué los intelectuales y literatos del 30 y del 70, cultivaron el entrecruzamiento desde sus peculiares trincheras sesgadas.

Ni la Generación del 30 ni la del 70 enfrentaron la historia como lo hubiera hecho un historiógrafo. Ambas se apropiaron de la historia historizante, como la llamaba Federico Nietzsche, como si fuera literatura. Con la liberalidad propia de los escritores,   resemantizaron las imágenes del pasado. La relación de ambas generaciones con la historia fue diferente, sin embargo. La mirada del 30 respondía a una crisis,  pero terminó siendo la sustancia de un canon literario y sirvió para legitimar la versión oficial de la historia en la Era del populismo. Aquel canon se levantó contra el orden colonial del 1900.

La mirada del 70 respondió a otra crisis, pero cuestionaba el orden de posguerra. El revuelo internacional del 1968 fue esencial en su diseño. Su objetivo fue erosionar el canon literario y la versión oficial construida en la Era del Populismo. La implosión de aquella estructura se realizó desde un lugar de saber-poder común a ambas: la Universidad. La propuesta de la conversión de la Casa de Estudios en una Casa para el Cambio fue parte de ello.  La meta de potenciar el estreno de un nuevo pasado que sirviera de base para un nuevo futuro, también. Aunque ninguna de las aquellas metas se consiguió, la relación del 70 con el 30 siempre fue contradictoria.

La intelectualidad oficial de la Era del populismo, se atribuyó haber posibilitado la entrada en escena del pueblo. En la década del 1940, civilizar a la jibarada era un fin atractivo. Nadie pensaba que su civilización significaría su desaparición social. La noción de pueblo defendida por los populistas, me recuerda el lenguaje de los revolucionarios franceses constitucionalistas para quienes el concepto era sinónimo de Tercer Estado. La idea del pueblo de los populistas  desembocó en el concepto abierto y cómodo de clases medias moderadas, igual que en la Era Postnapoleónica europea.

La Generación del 70 apropió el concepto pueblo de un modo distinto. Es cierto que resulta exagerado entroncar su concepción de lo popular y de la historia, a las teorías socialistas o materialistas históricas. En aquellos narradores el socialismo fue un pretexto de época muchas veces mal comprendido.  A la altura del 70,  los escritores socialistas eran pocos –César Andréu Iglesias era uno de ellos- pero fueron voces marginales  invisibilizadas por el canon cultural. Afirmar que los escritores del 70 favorecían el socialismo es una aseveración comprensible solo en el contexto del discurso autoritario de la Guerra Fría dada la fertilidad del anticomunismo americano. Lo que sí mostraban aquellos escritores era un nacionalismo afirmativo esencialista.

Los escritores del 70 fueron los hijos del populismo, la Generación Carnation y representaban a un sector particular de la clase media acomodada. Aquellos sectores se radicalizaron o, como se decía en la época, evolucionaron al jacobinismo, porque se convencieron de que el proyecto desarrollista populista se había erosionado y no merecía la paciencia del independentismo. El jacobinismo de aquella promoción fue un esfuerzo por recuperar algo perdido: el populismo radical del 1938, una ideología comprometida con el pueblo y con la independencia. En los escritores del 70, aquel espíritu se tradujo en un neopopulismo tan paternalista e iluminista como del los 30 y los 40. La gran distinción fue su sabor urbano.

La mayor preocupación de aquellos autores fueron los olvidados del proceso de industrialización, los nuevos pobres y el lumpen. En entrecruzamiento de la historia y la literatura en el 70 estuvo marcado por el deseo de  implotar el canon heredado del 1930 y el 1950, en la medida en que actuaban como interlocutores de los marginados del desarrollo. Sin embargo cuando en 1968 esos sectores se expresaron, rechazaron el discurso del 70 y llevaron al  anexionismo al poder por primera vez desde 1936. El 70 compartió con el 30 y el 50 la idea de Puerto Rico como una nación tullida.  El país necesitaba una silla de ruedas que los escritores suplían en forma de textos. Pero la silla solo facilitaba su movilidad: la nación tullida seguía allí.

Los autores citados por Fornenín convirtieron la literatura en un diálogo con la historia. Pero como la escritura de la historia vacila entre el relato y el ensayo, la experiencia fue muy diversa. El diálogo de aquellos escritores se entabló con la nueva historia social, experiencia que había legitimado una serie de formas de la memoria que la tradición rechazaba.  La valorización de la oralidad, de la visión micro y de las miradas de y desde la marginalidad, hacía de los historiógrafos pensadores tan revisionistas y tan rebeldes como los escritores

EntrecruzamientoPero cualquier análisis de la historiografía del 70 demuestra que la misma fue el resultado de la integración a la historia de recursos de la antropología y la sociología. También las series estadísticas influyeron en el lenguaje de los historiadores. La economía de hacienda, las luchas de los sectores alternos, protagonizaron el drama del pasado. Para mi lo más curioso es que un proceso que estimuló el desarrollo de un lenguaje historiográfico cada vez menos literario, haya tenido tanto impacto en la inserción de los temas históricos en la narrativa ficcional. La transacción entre historia y literatura se dio en el campo de las ideas y las interpretaciones renovadoras solamente.

La impugnación del pasado en el caso de José Luis González y el  tema del 1898,  y el de Luis López Nieves y el siglo 16, no culminó en la refundación de uno nuevo. La historia trocada o alternativa se redujo al juego seductor, a la sugerencia. De manera paralela, revisitar el pasado por medio de la genealogía, y comparar a la nación con la familia, recursos con los que jugaron Magali García Ramis y Ana Lydia Vega, resultó  ineficaz en un ámbito en el cual el lector medio desconocía incluso los puntos neurálgicos de la versión canónica o liberal más insulsa del pasado de la nación. Con la excepción de Luis López Nieves y Edgardo Rodríguez Juliá, que miraron el siglo 16 y el 18 como ámbito semántico, para el resto de los autores la historia se circunscribió al momento de la modernidad historizable: el siglo 19 y la era de la industrialización dependiente fomentada por el populismo desde 1940.

A veces me da la impresión, en especial cuando releo las crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá, de que a lo que me enfrento es al entrecruzamiento del ensayo con la narrativa. Allí está una de las claves para comprender lo que se ha denominado crónica que, como señala Fornerín, es una mirada del pasado en función del presente. Eso ha sido la crónica desde Herodoto, hasta Ramón Llull y Fernández de Oviedo. Pero ello no la hace diferente de la historia que es básicamente lo mismo. La diferencia radica en la voluntad de permanecer del saber histórico, y la conciencia de fugacidad que domina la crónica. En cuanto el historiador se da cuenta de la fugacidad del saber histórico, la diferencia queda anulada.

Desde la década del 90 los historiadores se dejaron invadir por la literatura tras el retorno de la narración y el giro lingüístico en su territorio de un modo distinto. El entrecruzamiento tomó otro cariz. Eso me demuestra que todos los procesos creativos, incluso los más fabulosos se agotan en algún momento. El tema de la nación y su destino inconcluso, la idea de la nación tullida, el pasado como genealogía y la metáfora de la nación con la familia, incluso la crónica urbana, están ausentes de la narrativa actual. Esa contingencia es sabrosísima, porque representa una nueva oportunidad para la creatividad. Este libro de Fornerín invita a la reflexión sobre el encuentro de estos los discursos del 30 y del 70, particularmente en un presente que los menosprecia a ambos.

 

Comentario en torno a Miguel A. Fornerín. Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la Generación de 1970.  San Juan: Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, 2009. 251 págs. Leído en la sala Manuel y Josefina Álvarez Nazario de la Biblioteca general del RUM.

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