Tres ironías


Cincuenta y siete

…a los que se arriesgan, y a Clío, que no se merece estas palabras

Cuando llegó hasta mi terraza a la hora de la lectura me preguntó el alienígena.

-Y tú ¿qué eres?-

-Historiador, -le dije- sólo a veces.

-¿Qué significa eso?- Dijo mientras ponía uno de sus largos dedos azul-gris en la nariz pequeña.

-Es salir de un laberinto para ingresar a otro, auscultar desconfiado cada cosa, sobrevivir como animal herido. Oler la soledad que medra en cada esquina del mundo y comprenderla. Es mirar cada cosa y aceptar que es pasado y semilla, múltiple y arbitraria para nunca apostar a un futuro apetecible y dulce.

-No entiendo- vaciló- ¿y qué ganas con eso?

-Logro que las legañas del tiempo no consigan cegarme con las alevosías amargas de una creencia púdica. Prefiero la impudicia del abismo.

Mientras el sol se ponía, tomó vino conmigo mientras miraba cada cosa.

A 9 de noviembre de 2017

Dos

…para mis estudiantes de todos los tiempos

Después que el alienígena apuró la primera copa de vino ya no fue el mismo.

Sus grandes ojos verdosos se movían de un lado a otro, como los de mi gata Caciba cuando insisto en mirarla cara a cara y ella trata infructuosamente de enfocarme.

-Y tú ¿dónde vives?- preguntó

-Aquí adentro se llama casa, afuera se llama país- argüí.

-¿Qué representa eso? ¿Dónde termina la casa y empieza el país?- preguntó sin entusiasmo.

-La casa es el lugar desde dónde sabes el país y te defiendes de él- afirmé.

-No entiendo- vaciló- ¿cómo te defiendes en este lugar tan vulnerable?

-Este es el laberinto que conozco porque yo lo construí. Aquí no necesito ser historiador, solo necesito ser una persona: nada es pasado ni futuro. Solo es el presente y cuando todo es presente y estás con tus libros, reconoces los atisbos de la libertad.

Al tomar un largo sorbo, una gota de tinto se corrió por la comisura de sus pequeños labios…

A 30 de noviembre de 2017

Cero

…a mis estudiantes futuros y probables

Tras observarlo largo rato me di cuenta de que éramos distintos. Su boca pequeña carecía de la capacidad de sonreír. Eso significaba que no podía sonrojarse o empalidecer. Su piel tampoco era apropiada para amoratarse.

-¿Para que tuerces la boca de distintos modos? -auscultó curioso.

-Para expresar lo que siento- afirmé mientras el alienígena ponía sus dedos largos en la diminuta barbilla.

-¿Lo que sientes? ¿Qué significa sentir?- inquirió.

-Es convertir en gesto o mueca lo que nos afecta…- afirmé mientras esbozaba una sonrisa y luego una mueca de dolor.

-¿Muestras entonces los dientes tanto para una cosa como para la otra? ¿Cómo sabré lo que sientes si haces lo mismo?- caviló.

No supe que responder. Entonces la gata Caciba se aproximó a paso lento y cadencioso y saltó sobre la mesa de la terraza. Olió el borde de la copa de vino del alienígena y se recostó sobre las páginas de un volumen que había sobre la mesa.

-¿Qué es eso?- indagó.

-Un libro- afirmé.

-¿Para que sirve? ¿Acaso para que reposen esos organismos peludos que siempre sonríen o se duelen?-

-No, -dije con seguridad- para que repose lo que sentimos antes o después de pensarlo y ponerlo en práctica.-

-Eso significa,- coligió- que en eso que llamas libro guardas tus alegrías y tus dolores.-

Me tomó por sorpresa. Nunca lo había visto de ese modo.

-En cierto modo sí,- acepté sin mucho circunloquio- es un libro sobre la revolución.

-¿Y qué es la revolución?-

Bajé la vista y apuré un denso trago de vino mientras pensaba una respuesta.

-Es una manera de caminar de un punto a otro y no ir a ninguna parte con el fin de evitar ciertos actos que siempre vuelven a cometerse. Es como cambiar todo de lugar para volver a dejarlo donde estaba al principio. Es como moverse y seguir en donde estás. Es una manera de volver al mismo sitio y hacer las cosas mal o bien de un modo innovador sin percatarte.

El alienígena arqueó las pequeñas comisuras de sus labios primero hacia arriba y luego hacia abajo dejando ver sus diminutos dientes.

-Me recuerda la incertidumbre de la mueca que no sabemos si es sonrisa o mueca de dolor- Caciba se levantó, caminó con parsimonia y se restregó sobre su brazo que reposaba en la mesa.

Mi visitante miró hacia el cielo ya oscuro. Una estrella en el cinturón del gigante imaginario atrajo su atención. Caminó sin tocar el suelo en dirección del flamboyán de flores azules que crece en mi patio y se desvaneció en la nada.

Caciba volvió a recostarse sobre las páginas de mi libro abierto.

A 20 de junio de 2018
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

José E. Muratti-Toro: apuntes en torno a una novela indianista


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor
Comentarios a Mensajeros de los dioses. San Juan: Editorial 360°, 2017: 180 págs.

Una introducción

Mensajeros de los dioses es una novela juvenil de tema indígena redactada en un país que atraviesa por tiempos de crisis material y espiritual. Las afirmaciones que acabo de hacer no dejan de sorprenderme un poco. Por un lado, una “novela juvenil” tiene es una lectura formativa que posee cierta finalidad ética y pedagógica. Por otro lado, el hecho de que la misma apele a la tradición “indígena” que, mitificada y simplificada al extremo por el sistema educativo público y privado ha perdido consistencia, tampoco es asunto de poca monta. La forma en que relaciono esos dos hechos con el concepto de “crisis” y disolución de una ilusión de progreso y modernidad que vive el país y los jóvenes que enfrentarán este texto, puede parecer disonante y hasta de mal gusto pero algo me dice que no es así.

José E. Muratti-Toro

Lo que me conduce a hacer esas aseveraciones es la sensación de que Mensajeros de los dioses ha sido pensada como una llamada de atención sobre lo que significa ser puertorriqueño hoy y, a la vez, ofrecer una alternativa a esa necesidad que consume a todo discurso identitario de ponerse al día acorde con las circunstancias que la retan.  Esta bien articulada narración reevalúa la  imagen que se le ha ofrecido a las juventudes sobre un aspecto clave de lo que se presume como pasado colectivo. Si el presente es la plataforma desde la cual se puede apropiar una imagen del pasado con el fin de preservarla como memoria o transformarla en historia, volver sobre el asunto de lo indígena con el fin de orientar a los jóvenes en su proceso de autodefinición es un proyecto loable.

Los “retornos” reflexivos y creativos a los “orígenes” no son una novedad cultura. Muratti-Toro no ha descubierto un territorio virgen en el marco de la literatura nacional. Desde que repuntó a mediados del siglo 19 una conciencia de la diferenciación de la identidad respecto a la hispanidad vista como el “otro” y no como el “nosotros”, el tema de la percepción del indio, nombre genérico y ambiguo con el cual el descubridor y el conquistador codificaron a los naturales, había estado presente en la literatura criolla emergente.

Esa figura, tan poco conocida en aquel siglo, había dejado de ser un código etno-racial que se usase en los censos para clasificar a ningún insular desde 1787. Los años lo habían convertido en el referente de la más remota, mítica y romántica imagen que habían dejaron los conquistadores desde su intrusión en el entorno insular. El indio, como se deriva de la descripción de los campesinos insulares en la obra de 1787 de Iñigo Abbad y Lasierra, era tratado como la antítesis de la europea moderna que había puesto al territorio en la corriente de la historia moderna. En una época en la cual el culto a la indagación de los orígenes era una regla, no podía ser de otro modo.

La relevancia de lo indígena en el proceso de toma de conciencia de la diferencia,  explica el interés de figuras como Alejandro Tapia y Rivera, Daniel de Rivera, Ramón Emeterio Betances Alacán y Eugenio María de Hostos Bonilla, por ejemplo, en trabajar este asunto en otro escenario de crisis, las décadas de 1850 y 1860, en el momento en que la pregunta respecto a si  debía Puerto Rico seguir siendo parte del “nosotros” hispano seguía siendo plausible. Que la respuesta a esa pregunta fue bastante heterogénea lo demuestra otro hecho. El historiador católico conservador Salvador Brau Asencio, a la hora de formular una concepción de lo que significaba el indio para la cultura y la civilización puertorriqueña en 1882,  devaluaban su papel histórico. Sus conclusiones se apoyaban en un Positivismo chato cargado de argumentos culturalistas y raciales que miraban al indio con la conciencia del conquistador, no la del conquistado. Tanto en las décadas del 1850, el 1860 como en la del 1880, y en esta del 2010 si se me permite la metáfora, Puerto Rico se hallaba frente un abismo inescrutable y lo invadía el vértigo. En el siglo 19 la reacción de mareo lo condujo a la resistencia y posteriormente a la derrota. Eso fue lo que sucedió en Lares 1868 y en Aibonito y Ponce en 1887. No sabemos hasta donde lo conducirá en el presente pero la lectura de este libro nos puede dar unas pistas.

Lo cierto es que, los españoles de todos los tiempos, fueron los principales responsables de que el “nosotros” que habían cultivado a Dios rogando y con el mazo dando se disolviera en los callejones de la “otredad”. Desde que se pivotó ese proceso, el indio fue un dispositivo esencial para ese fin. El regreso del indio a fines del siglo 20 no es un asunto de poca envergadura. Algo me dice que mirar hacia el pasado remoto, el menos conocido, el más mitificado parece ser una alternativa para reinventar la conciencia nacional ante el nuevo abismo ante el cual flaquea la nación.

La configuración de una historia

El hilo narrativo se teje alrededor de la figura del joven Inriri y su inusual familia. Un padre ausente de presencia misteriosa, Guarón; una madre, postrada, Anaó; y Adaia, una hermana deforme que recuerda los caracaracoles de los mitos recogidos por el fraile Ramón Pané. Este complejo personaje, Inriri, se encuentra bajo el cuidado de un behique inteligente, realista y escéptico, Nibagua, y la disciplinada vieja Guainía.

Inriri es un soñador y un visionario que aspira equipararse a su mítico padre Guarón, un guerrero del cual pocos hablan. La forma en que Muratti-Toro inventa a Inriri, pone al lector a vacilar entre la posibilidad de que este se convierta en un guerrero extraordinario o en un behique original y visionario. El guerrero extraordinario se manifiesta en el relato de su conflicto con Jancio por el amor de Anaí, en su defensa del honor de Nibagua y su padre Guarón, y en su respuesta a la traición de Jancio al apoyar a Caonabó, el guerrero caribe, quien agrede a su comunidad. El hecho de que Nibagua muera a manos de Jancio durante la fallida agresión del dirigente caribe es la gota que colma la copa.

Pero Inriri también posee la complejidad de un hombre mágico. El hecho de que sus visiones oníricas orientarán a Nibagua en el momento en el que los caciques le exigían una interpretación confiable sobre el mito amenazante de “las canoas con alas blancas”, permite a cualquier lector cuidadoso imaginar a Inriri también en el papel de un original behique. Muratti-Toro consigue que en el chico la sabiduría y la fuerza confluyan. Si esta novela continúa y esos parecen ser los planes, el autor tendrá que hacer una selección en torno a cómo sobrevivirá Inriri: como guerrero o como mago.

En alguna medida, la riqueza plástica de este personaje está sugerida en el nombre. En el capítulo 7 de la obra del citado Pané titulado “Cómo hallaron remedio para que fuesen mujeres”, que comenta la regeneración de las mujeres sobre la base de los seres celestes que llegaron ante los hombres ansiosos de reproducir, Inriri Cahubabayael, el ave pico o el pájaro carpintero, posee una fuerza erótica o creativa extraordinaria que, imagino, tuvo que ver con la decisión de Muratti-Toro en torno al nombre de este personaje.

Sobre esa base el autor elabora una narrativa que fluye con facilidad. En la misma se dibujan con precisión, además de los instintos y los conflictos del indio común, los choques con los caribes, un elemento identitario de presumible gran peso en la definición del “yo” de los habitantes de Burenquén o Boriquén, a la vez que se aboceta el futuro ingreso de los hispano-cristianos y los africanos negros, situación que apenas se sugiere al final en la novela. No puedo pasar por alto la fortaleza que adorna a una parte de las figuras femeninas invitadas a esta narración, Guainía y Adyazel, por ejemplo. Es cierto que sorprende pero no choca. Por el contrario, encaja en un mundo social y cultural moldeado por los valores matriarcales más celosos y naturales.

 

Una valoración tentativa

No se trata solo de la articulación de un relato coherente que deja al lector ante una frontera predecible, la del 1493 del encuentro o del descubrimiento bidireccional. La estructura de esta novela es un acto de subversión creativa por la forma en que el autor distribuye la matemática de los componentes de una (posible) conciencia de lo puertorriqueño. Sin duda, la mirada del 1493 ha estado dominada por la manía de querer entender al “encontrado” con los criterios del “descubridor”. El procedimiento ha convertido al “descubrimiento” en un proceso que se imagina de una sola trayectoria que no es capaz de visibilizar o siquiera imaginar la reacción del indio ante el que no lo es, una figura que de inmediato se transforma en su opuesto.

Aunque Muratti-Toro conserva la interpretación cultural tríadica racial y culturalista dominante desde el siglo 19, se atreve a revisar el balance del papel de cada una de las tres tradiciones que, se presume, configuran la identidad colectiva. La cosmovisión y la mirada del indio dominan los capítulos 1 al 10 y el 12. La de los hispano-cristianos y los africanos negros forzados por aquellos a la esclavitud, se enseñorea en los capítulos 11, 13 y 15. No se trata solo de eso: el indio se abre a una pluralidad en donde incluso el adversario caribe, tan enemigo del taíno como el hispano-cristiano que está por llegar, se convierte como debe ser en parte integrante del “yo” que se dibuja en el indio. De ese modo, el indio no se reduce al “taíno” de una antropología cultural simplificada, sino que se proyecta como el resultado de un conjunto cultural más amplio que se extiende desde Yucatán, pasando por las islas, hasta el Orinoco. La penetración hacia el pasado remoto que culminó en el indio que Muratti-Toro trabaja, se sugiere con sumo cuidado por medio de las referencias a una mítica poética rica que ya conocíamos por medio del antes mencionado Pané.

Se trata de una economía textual que subvierte la imagen dominante de ese proceso: el descubrimiento fue una de las claves de temprana modernidad europea. En alguna medida, Muratti-Toro ha echado mano de lo que Miguel León Portillo (1959, 1964) y Nathan Wachtel (1971) denominaron al mirar a Perú y México, la “visión de los vencidos” o el “reverso” de la conquista con el fin de articular una propuesta no convencional del proceso. La interpretación «estructurada» del orbe que se expresa en los capítulos que giran alrededor de Inriri, se encamina a la “destructuración” inevitable en la medida en que “las canoas con alas blancas” se materializan en el horizonte.

De ese modo, la organización de los acontecimientos y la estructura capitular de esta novela son el fundamento de una concepción alterna de la cultura que choca con una parte significativa de la tradición por lo menos hasta 1950. Aquí el indio posee una agencia y una autonomía que hace posible apropiarlo imaginariamente, si obviamos que se trata de un texto elaborado en el siglo 21, solo y sin el “otro”. La distancia que este procedimiento retórico plantea con respecto al de, por ejemplo, Manuel Méndez Ballester en 1938 en su Isla cerrera y otros títulos, es evidente. Esto significa que el que mira el pasado es otro y que, los retazos, desechos y huellas con las que se topa, son interpretadas y reacomodadas de manera distinta.

 

Un último comentario: para una identidad comunitaria

El  hecho de que Muratti-Toro se identifique como originario de una región del país, el oeste de Puerto Rico, y se sienta vinculado a una comunidad concreta,  Hormigueros, ha tenido un peso particular en la arquitectura de su narración. A fines de la década de 1970 y principios de la del 1980, maduró en ese pueblo un interesante debate del cual fui parte, según he referido en la introducción de mi libro De Horomico a Hormigueros: 400 años de resistencia (2016). Los extremos de la querella cultural tenían que ver con la identidad local y su formulación. Ante una tradición hispánica fuerte y curtida que giraba alrededor de la Ermita, hoy Basílica Menor, de la Monserrate, un grupo de jóvenes llamábamos la atención sobre el papel que podría cumplir en ese asunto el pasado indígena que algunos encontrábamos detrás del nombre del pueblo. El asunto tenía que ver con ese mito de los “orígenes” comunitarios naturales o hispano-cristianos y la legitimidad de cada uno de ellos. Se trataba de un debate sin solución pero resultaba comprensible en un momento en el cual los debates sobre la cultura y la defensa de ella se habían politizado y ganaban complejidad más allá del asunto del idioma. El secularismo de los que defendían la primacía del pasado indígena, representado en Oromico/Horomicos, y de los que miraban hacia un signo moderno, Segundo Ruiz Belvis y su gesta social, se convirtió en un problema en el cual la sacralidad del pasado cristiano-católico no debe ser puesta en duda.

En el contexto de una historia cultural de lo hormiguereño, Mensajeros de los dioses juega un papel relevante. A principios de la década de 1980 comenté con el poeta lareño Luis Hernández Aquino (1907-1988), un apasionado de lo indígena lo mismo como mosto esencial del debate identitario que como recurso literario, la riqueza estética potencial de ese orbe en el contexto de la  “nueva arqueología”, la “nueva narrativa” y la “nueva historia” local y regional que por entonces llamaba la atención de muchos. Algo de aquel sueño se cumple en esta obra. El escenario en que se desenvuelve la misma es esa zona oeste a que aludía en aquel momento, la misma que históricamente ha sido apropiada como una zona de oposición/anuencia al “otro” a lo largo de 5 y pico de siglos de historia. La riqueza de esa ambigüedad, San Germán hispano y anti-hispano, “yo” y el “otro” a la vez, está fuera de toda duda.

No se trata únicamente de la personalidad de la región. En medio de la compleja trama, la sombra del yucayeque de Oromico y de su behíque Mariol, acaba por ser la fuente inicial del agüero nefasto de las “canoas con alas blancas” cuyas consecuencias puede evaluar con precisión. En cierto modo, tal vez sólo en una medida prudente, la preocupación que compartí alguna vez con Hernández Aquino se va resolviendo. Algo consigue José E. Muratti-Toro para quienes, como yo, consideramos que poetizar esa parte de la memoria, esa materia prima del pasado que la historiografía puertorriqueña ha reducido a simple pretexto tras el empellón que condujo al país al itinerario de la modernidad, posee un valor apreciable para el presente.

Eugenio María de Hostos literato: el cuento


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Hostos Bonilla abandona el género de la novela, pero no así la narrativa creativa corta. Los apremios del activismo y su vuelco total hacia la educación como mecanismo de refundación humana, unidas con el olvido de su ansiedad juvenil de proyectarse como un gran autor literario, son una explicación plausible para esa decisión.  Inda, Libro de mis hijos y Cuentos a mi hijo, escritos firmados en 1878 cuando ya tenía 39 años, son la muestra más acabada de aquel esfuerzo. Se trata de una obra de madurez en el más amplio sentido de la palabra: el joven estudiante se ha convertido en esposo y padre. Su relación con el mundo cambia de un modo significativo pero el intelectual comprometido sigue allí.

 

Los géneros breves y, otra vez, la familia

Los textos aludidos constituyen un muestrario excepcional de narrativa pedagógica de temática infantil o familiar redactados como un ejercicio de auto-reflexión ante el nacimiento de su primogénito, Eugenio Carlos, en Santo Domingo. El tema de la unidad familiar común a sus dos novelas conocidas continúa allí pero de un modo innovador. El lugar desde el cual evalúa el problema la voz narrativa es otro. No se trata solo del lugar sino de la dirección hacia donde se mira. En lugar de echar un vistazo al pasado (el tema de la madre), o hacia el presente (el matrimonio y las amenazas de la sociedad a esa institución), sin desprenderse del todo de aquellos pretextos Hostos Bonilla comienza a mirar hacia el futuro en la imagen de los hijos. Lo “político” en estas piezas literarias posee un cariz único en el marco de la paternidad.

La textualidad transita alrededor de un asunto que ya había tratado en La tela de araña: la capacidad de la educación para cambiarlo todo y la necesidad de la disciplina y la supervisión para garantizar el logro de esa meta.  El autor articula un interesante catecismo de conducta familiar apoyado en una concepción binaria simple. Su fundamento es que la crianza de los hijos es un acto de plasmación o invención, de cultura o cultivo del vástago. En ese proceso el padre, un signo de carácter, ponderación y racionalidad, cumplirá una función central a lado de la siempre adventicia figura materna signo de la fragilidad, el instinto y la irracionalidad. La concepción dualista maniquea del opuesto masculino/femenino, no excluía la condición del padre amoroso como una realidad palpable. En cierto modo, a lo que aspiraba Hostos Bonilla era a llamar la atención en torno al hecho de que el amor paterno y el materno se expresaban por medios diferentes.

El diseño de las narrativas y de los personajes es inescapablemente autobiográfico, según se insiste en las ficciones hostosianas: Eugenio María y Belinda alias Inda están allí. El patriarcalismo de esa concepción es obvio pero, desde mi punto de vista, se trata de una condición insuperable dado el contenido judío-cristiano de la cultura occidental en la cual se había formado este intelectual, por otro lado, secular y crítico. No se trata sólo de eso. La concepción de la sociedad como una “tela de araña” y del hogar como un “refugio” ante un exterior amenazante se reitera de manera coherente en los relatos. Hostos Bonilla, como Kant, debió ser una persona muy celosa de su privacidad y de las cadencias que le imponía a ese aspecto poco conocido de su biografía. Más allá de la “vida pública”, siempre fértil a la fantasía de la cual se alimenta la imagen de la vida de los héroes civiles, es poco lo que se puede deducir de los ritmos de su “vida privada” aparte de lo que se filtra de su diario o de estas crónicas de la domesticidad.  Estas narraciones, en algunos casos, parecen ser un retrato de la intimidad del sociólogo, de su carácter taciturno y, en ocasiones, irascible. Lo cierto es que el “hombre público” siempre se mueve entre la ficción y la realidad. La situación es la misma que confronto como investigador cuando trato de llenar de vida al Betances Alacán que tenía un perro faldero por mascota, que discutía con Simplicia por alguna nimiedad hogareña o que diagnosticaba y recetaba al mismo Hostos Bonilla por correspondencia.

Eugenio María, el personaje de estos relatos, representa al padre estricto y disciplinar que posee los valores materiales propios de la masculinidad y una “vida pública”. Belinda o Inda personifica a la madre consentidora que encarna los valores inmateriales o espirituales y que está restringida por su feminidad, a languidecer en “vida privada”. Ambos polos son capaces de la racionalidad pero, para uno y para otro, las funciones que cumple la misma son distintos. Es como si Hostos Bonilla estuviese interpretando el libreto de su novela juvenil en el hogar que construye con su mujer. Los cuidados de Eugenio María con Belinda o Inda, guardan una estrecha relación con los que Palma dispensa a Consuelo y, de igual modo, la figura de esposo y la del padre de su mujer vuelven a imbricarse.

El esposo, como el padre, es un tutor porque la mujer sin tutelaje se pierde. Claro que esa presunción justifica la infantilización de la figura femenina y su concepción como recipiente. El resultado extremo de ello para la mujer era que se mutilaba su individualidad a la vez que se le presentaba como una responsabilidad de la figura masculina tanto como lo podía ser el hijo.  Esa actitud traducía con diafanidad el peso ideológico de la tradición patriarcal judío-cristiana en los esquemas de un pensador afirmativamente secular y anticlerical crítico.

 

Un narrador moderno ¿qué más?

Si sigo las observaciones de la estudiosa de lo femenino Colette Rabaté, Hostos Bonilla es un hijo de su tiempo y sus observaciones reproducen la idea de la mujer en la Era Isabelina pero desde una perspectiva no católica y racionalista.  La necesidad de la educación balanceada del hijo y la concepción de la madre como condiscípula de aquel ante el padre es indiscutible. La madre posee la curiosa dualidad de que, siendo discípula del esposo, también debe ser maestra del hijo. El sentir de aquella época era que la familia era un proceso educativo y el hogar una escuela o aula que debía preparar a los dos educandos -la madre y el hijo- para enfrentar la sociedad amenazante o la “tela de araña”. La estructura dialogal de estos textos sugiere la confianza de Hostos Bonilla en la mayéutica socrática y la seguridad de que el pupilo y la pupila poseen en su interior un acervo y la capacidad natural de aprender. Hostos Bonilla cumple con el rasgo distintivo que Phillipe Bénètton atribuye a la noción “cultura” en los inicios de la modernidad:  el optimismo y la confianza en que el potencial de desarrollo de la naturaleza humana es ilimitado. La “verdad” o el “bien” tienen un carácter teleológico: se imaginan como algo que está allí esperando ser descubierto y potenciado.

En la construcción de los parlamentos, el autor introducía valores anticlericales agresivos que podían resultar amenazantes para un lector tradicional acostumbrado al respeto reverente que el teísmo judío-cristiano imponía. Un ejemplo de ello es el detalle de que la primera oración que el niño debe aprender no tiene porque estar dirigida a Dios sino a su madre.  La moral del infante, lejos de apoyarse en el respeto fronterizo o en el miedo a un dios mítico, debía emanar de la razón y la naturaleza, dos signos de la cultura que el autor respetaba y que se habían convertido en las zapatas de la cultura secular moderna llegando a adquirir la categoría de dioses de la modernidad. Todo ello, junto a la idea de que la estructura de la familia debía conducir a un estado de armonía, eran principios que confluían con el Positivismo, el Krausismo y el Krausopositivismo que animaba al escritor puertorriqueño. Hostos Bonilla vivía sus ideas, las llevaba a la praxis, las incrustaba en la vida diaria con una pasión y una confianza insólitas. Después de todo, la familia era imaginada un microcosmos o fractal de la sociedad y, si la familia fallaba la sociedad también fallaría.

 

Una narrativa política

“En barco de papel” (1897) y “De cómo volvieron los haitianos” (1901) son, desde mi punto de vista, los ejercicios más significativos.  La fecha de redacción de ambas narraciones es significativa: una oferta de autonomía socavaba el separatismo independentista cubano en 1897 y un regreso a una República Dominicana en crisis domina el 1901. En general se trata de dos relatos pesimistas y amargos.

“En barco de papel” se escribe en un momento en que el sueño de un futuro común para Puerto Rico y Cuba en el seno de los ideólogos del Partido Revolucionario Cubano tendía al naufragio y posee el tono de la narrativa política pura enmarcada en el lenguaje de la retórica de la literatura infantil. El sugerente texto discute el desprecio que los sectores de opinión y de poder en el Cono Sur manifiestan respecto a la lucha por la separación de Cuba de España durante la guerra de 1895 a 1898.  El personaje central es Luisa Amelia, su hija. En cierto modo, la quimera de la Confederación de las Antillas había ido perdiendo consistencia en medio de los conflictos entre los sectores autonomistas, anexionistas e independentistas vinculados a la causa cubana y puertorriqueña. Los investigadores que han tratado este asunto con calma coinciden en que al menos entre 1893 y 1895 la consigna de que ambas causas debían vincularse en la praxis se cumplió, pero entre 1895 y 1898 se abandonó la misma.

El problema del abandono de los cubanos al compromiso con Puerto Rico no puede reducirse a la seducción anexionista ni a la muerte trágica de José Martí Pérez. El hecho de que en Puerto Rico no hubiese un levantamiento exitoso en favor de la separación, fuese con un objetivo anexionista o independentista, pesó mucho en aquella actitud.  En 1897, cuando Hostos Bonilla redactó su texto, otra seducción se hacía presente: la de la autonomía moderada como recurso para frenar el avance del separatismo de todo tipo y de ese modo garantizar la estabilidad del mercado que era la preocupación principal para los grandes intereses cubanos y españoles en medio de la guerra. Los sectores moderados y negociadores del Partido Liberal Autonomista de Cuba y el Partido Autonomista Puertorriqueño, se fueron convirtiendo en aliados potenciales del Reino de España en medio de la crisis colonial que, de hecho, y debido al interés de estados Unidos en el asunto, amenazaba con convertirse en una crisis internacional. La posibilidad del colapso de la causa cubana traduce la fragilidad que Hostos Bonilla diagnostica a un proyecto que no podía considerar sino como justo.

“De cómo volvieron los haitianos” fue redactado al momento de su regreso a Santo Domingo desde Puerto Rico una vez tomó conciencia de la inutilidad de su proyecto educativo descolonizador centrado en la “Liga de los Patriotas”. Es una fábula maravillosa redactada con la retórica de la literatura para adultos con un incisivo tono anticlerical, agresivo e irónico rayano en el cinismo. El empantanamiento de las luchas políticas de liberación en medio de la euforia estadoísta de los primeros días pos-invasión, asunto que ya he discutido en otras columnas publicadas en este foro, justificaron el alejamiento de Hostos Bonilla de Puerto Rico. Igual que en el caso de Betances Alacán, República Dominicana era una patria alternativa para el sociólogo. En Santo Domingo fundó una escuela para maestros y otra de agricultura en La Vega en el 1900 y, estando en aquel país, realizó una visita a otra de las grandes figuras del confederacionismo antillano, el General Máximo Gómez, en Montecristi en 1901.

Hostos Bonilla es un literato que posee una peculiar complejidad que, por lo regular, la crítica ha pasado por alto. La interpretación congelada de la literatura puertorriqueña decimonónica ha sido el freno más eficaz para su comprensión. La historiografía literaria que mira ese siglo no ve en la narrativa reflexiva un ejercicio literario legítimo por lo que resulta fácil pasar por alto su producción. Al enfrentarla el lector se encuentra con una escritura profunda, comprometida literariamente cuidada en donde lo didáctico y lo estético conviven. Resulta claro que el “arte por el arte” no hacía sentido para el Hostos Bonilla krausopositivista como tampoco lo hacía para el Tapia y Rivera hegeliano desde otro extremo filosófico propio de aquel momento.  En el territorio de la narrativa creativa, fuese en el campo de la novela o el cuento, la presencia del componente autobiográfico es ineludible. Me parece que esto tiene que ver con el reconocimiento pleno de la condición del autor y del artista en el pensador social y sociólogo mayagüezano. A pesar de todo, Hostos Bonilla encontraba en el individuo el átomo o unidad primera de la sociedad.  Como escritor acepta que el “yo” era, en última instancia, el filtro del mundo.

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia el 8 de diciembre de 2017.

Eugenio María de Hostos literato: La peregrinación de Bayoán


  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La gran novela del acervo hostosiano es La peregrinación de Bayoán, obra publicada en 1864 cuando apenas había cumplido 25 años. Se trata, por lo tanto, de otra obra de juventud. La visibilidad de este título tiene que ver con el hecho de que fue divulgada y reeditada en el siglo 19, porque cuenta con una extensa bibliografía crítica y en las colecciones de la obra completa del pensador mayagüezano, por su extensión, siempre ha ocupado un volumen aparte. El solo hecho de que el género de la novela fuese una flor rara en el espectro literario puertorriqueño del siglo 19 justifica su estudio a pesar de que otras novelas de aquel periodo no han corrido la misma suerte. Por último, el hecho de que su discursividad llamara la atención de figuras como Betances Alacán años antes de que iniciara su colaboración política con Hostos Bonilla, justifica una mirada detenida de la misma. Su presencia en el entretejido cultura y en el político es innegable.

El Hostos Bonilla de Rubildo López (1965- )

La justificación de la presencia de esta pieza en la genealogía de la novela puertorriqueña es comprensible a la luz de otro conjunto de consideraciones. Una tiene que ver con que, si le la lee cuidadosamente, su retórica encaja en la espiritualidad antillanista indianista que se desarrolló en un núcleo de escritores puertorriqueños en la década de 1860 al calor del “Romanticismo Isabelino” y que incluye nombres como el del olvidado poeta ponceño Daniel de Rivera, y figuras como Tapia y Rivera y el mencionado Betances Alacán, entre otros. El indianismo de Hostos Bonilla o su apelación al pasado prehispánico posee un aliento distinto, más cosmopolita que el de los tres mencionados. Su apelación al indio está llena de un vigoroso aliento presentista que, a la larga, creaba una fosa entre el rudo Urayoán histórico y el refinado Bayoán hostosiano. El indio en Hostos Bonilla era entonces una idea vacía de materialidad. Me parece que esa situación pudo haber sido interpretada como una expresión de desarraigo en ciertos lectores más acostumbrados a la fidelidad al texto histórico o al pintoresquismo romántico. Lo cierto es que el Bayoán de Hostos Bonilla no guarda proporción con el Otuké de Betances Alacán.

El otro juicio en el cual la crítica ha insistido es en que se perciba en la discursividad de la citada novela, escrita en un momento en el cual Hostos Bonilla era un pensador integrista neto y un defensor de las amplias autonomías provinciales al lado de España, la anticipación de pensador separatista antillanista confederacionista que la historiografía puertorriqueña ha manufacturado del activista posterior al 1869. Así me la presentó el novelista Carmelo Rodríguez Torres en 1986 en Mayagüez cuando me sugirió que escribiera una reflexión histórico-literaria sobre el antillanismo en aquellas páginas. El argumento de que el Hostos Bonilla el integrista debía ser apropiado como un preludio inevitable del separatista, una concesión al progresismo vulgar, tiene por otro lado el efecto de minusvalorar un esfuerzo literario que posee valores intrínsecos.

El hecho de que nunca se haya pedido lo mismo con respecto a La tela de araña (1863) resulta demostrativo. Claro que el texto de 1863 es menos conocido que el de 1864 y que la discursividad de aquella novela no parece apropiada para politizar su retórica en lo que a Puerto Rico se refiere. De hecho, Puerto Rico brilla por su ausencia en La tela…Pero lo cierto es que la arbitrariedad prospera por todas partes y la predilección de los Hostosianos por el prócer separatista obscurece la imagen del que no lo fue y mutila la comprensión de su desenvolvimiento intelectual e ideológico como una totalidad. Lo cierto es que el antillanismo fue un concepto y una ideología polisémica que, en ocasiones miró hacia la separación, pero en otras se pensó en el marco de la integración o asimilación a España de la mano del autonomismo provincial. Incluso el proyecto de unión antillana sirvió de bastión de apoyo a principios del siglo 19 y del siglo 20 para adelantar la causa de la anexión a Estados Unidos.

La imagen de Hostos Bonilla separatista independentista, así inmovilizada, se nutre de los actos posteriores a su distanciamiento de la Revolución Gloriosa de 1868, y de su desencanto con la hispanidad que legitimó su regreso a América desde París vía Nueva York. Desde mi punto de vista, que no es el de un crítico literario ni el de un hispanista sino el de un estudioso de la historia y la cultura, la notabilidad de esta obra no debería medirse con ese tipo de criterio aunque tampoco me interesa censurar a quien lo hace. Me parece que La peregrinación de Bayoán es, por sí misma, lo mejor de la novela postromántica reflexiva puertorriqueña.

 

Un juicio teórico cuidadoso

Esta narración tiene, otra vez, la estructura de un diario como “La última carta de un jugador” en este caso combinada con la de una bitácora de viaje. Algunos de sus estudiosos han llamado la atención respecto a la analogía que muestra su procedimiento narrativo con la bitácora del Almirante Cristóbal Colón en la cual pormenorizaba con una inflexión de sorpresa los hallasgos resultado de sus viajes de exploración y descubrimiento de Indias. El tono reflexivo, íntimo y emocional vuelve a imponerse en la textualidad, procedimiento que el autor prefiere porque le permite proyectar la conflictividad del mundo en el cual se mueve filtrada a través de su intensa y pasional personalidad:  Hostos Bonilla es un fractal de las Antillas.

El intelectual y activista se reconoce incapaz de “tomar distancia” de lo que ve o de mantener una mirada racional y fría del suceder. Reflexionar es vincularse o, dicho de otro modo que recuerda las reflexiones de Voltaire a Carlos Marx, no basta conocer el mundo: se hace imperativo cambiarlo. El pensador krausopositivista, racional y científico que hay en él convive, armónica o inarmónicamente, con el romántico vehemente que le compite el espacio. Se trata de un agresivo doppelganger que me trae a la memoria el hecho de que un ser humano es un animal de extremos. La misma impresión me produce el Betances Alacán, brillante médico y cirujano vinculado al Vitalismo Científico formado en las mejores escuelas francesas de su tiempo, cuando se derrumba emocionalmente ante el deceso de su prometida María del Carmen Henry Betances. En el caso de la narración del caborrojeño el pretexto literario me remite al “William Wilson” de Edgar Allan Poe, uno de sus modelos. En el del mayagüezano la metáfora no me parece suficiente.

El dualismo de este texto no termina allí. España y América eran parte consustancial del complejo conjunto de contradicciones que agobiaban al autor. Cuando publica su libro en 1864, ya las Indias míticas del siglo 15 se habían convertido en América, Hispano-América o Colombia soberana del 19. En aquel momento, la retórica cultural del “Romanticismo Isabelino” se había encargado de llamar la atención sobre Colón, aquella figura histórica vinculada al pasado del reino y a sus orígenes, cuyo papel en la configuración de la imagen moderna del mundo había sido presuntamente clave apreciación que no pongo en duda. Para Hostos Bonilla la figura heroica de Colón también representaba una “facultad maestra” en el sentido en que Thomas Carlyle le había dado a ese concepto: el “deber de civilización”, uno de los más loables para un pensador progresista moderno según lo anota en su Moral social. Colocarse de manera metafórica en el lugar de descubridor de Indias e invitar a España a redescubrir América en la medida en que Bayoán la descubre era un reto intelectual extraordinario y original.

La inclinación por la imagen grandiosa de Colón y su tiempo era comprensible. La España decadente de la década de 1860 necesitaba de aquellos símbolos para alimentar su nacionalidad y la constitución romántica del pasado -la retrotopía, diría Zygmund Bauman-, resultaba ineludible. Una crisis social y política en su alter ego hemisférico, Estados Unidos a quien había ayudado a liberarse y su guerra civil, era un buen momento para ello. Colón era, después de todo, inocente de los desmanes de la monarquía autoritaria del siglo 19. Mirarse en la grandeza pasada cuando se acercaba la fecha de un cuarto centenario de los descubrimientos geográficos en 1892, estimular el orgullo por el pasado de la “España descubridora” y la imagen de “Madre Patria” cultivada en medio de  la “euforia de ultramar” que condujo al reino a intentar recuperar una parte del imperio perdido atacando uno de sus eslabones débiles como lo era la República Dominicana, chocar con los jóvenes Estados Unidos, todo ello contextualiza el juego que Hostos Bonilla ejecuta en su novela de 1864. No se puede pasar por alto que, en aquel año, el mayagüezano todavía se sentía español, era integrista, creía en un futuro posible de las Antillas al lado de España y aspiraba a ser reconocido como una luminaria intelectual en los espacios culturales de la península.

El “viaje” del personaje Bayoán se equipara a una “peregrinación”, esos desplazamientos votivos a un lugar sagrado o santo con el propósito de recuperar algo que se ha perdido o manifestar una “acción de gracias”. El de Bayoán es un “retorno” análogo a la “llegada” de Colón en 1492. Se trata de otra temporalidad, otra exploración y otro descubrimiento que han sido empotrados. La “peregrinación”, ha dicho el historiador de las religiones Mircea Eliade, “es un rito de paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad…” Uno y otro viaje, el de Colón y el de Bayoán, metaforizan un “descubrimiento”, el del “Nuevo Mundo” o Indias en 1492, y el de un potencial “Mundo Nuevo” o América en el siglo 19. La voluntad de Bayoán como la de Colón era la armonía que se sintetizaba en el concepto familia con el propósito de que España conserve esa porción del mundo que inventa mediante sus actos.

Hostos Bonilla venera a Colón y el descubrimiento como agentes de “civilización” pero, como una parte significativa de su generación, condena a los conquistadores, la conquista y la “sociedad colonial que España malparió” como agentes de “barbarie”. La expresión colonización/malparto proviene, por cierto, de un artículo en torno al natalicio de Jorge Washington. La tesis principal de esta novela es que la “armonía” previa al 1492 había quedado rota con el “encuentro”, y que la “armonía” por construirse y de la cual España seguía siendo responsable, estaba sobre el tapete. El mensaje que parece enviarle a la “Madre Patria” es que lo que se perdió en el continente no tiene porqué perderse en las Antillas y que los errores morales del pasado pueden ser subsanados en el futuro que racionalmente se puede construir.

La peregrinación de Bayoán era un estudio moral y social del entorno de las Antillas ante España y su futuro probable integradas, no separadas, de aquella. La lógica del autor le dice que las Antillas están dañadas o “enfermas” por la carencia de libertad y que el lenitivo es la “política” o el “activismo”. La aspiración final de Hostos Bonilla era asegurar la unidad antillana al amparo de la España por construir, la liberal no la absolutista. La metáfora que utilizaba para ello era, otra vez, la de una familia constituida por Bayoán, Marién y Guarionex. Es importante llamar la atención de que la “libertad” como expresión de la “racionalidad” natural no equivalía para el Hostos Bonilla integrista a la independencia política. A pesar de ello, la novela ha sido interpretada como el esbozo de la Confederación Antillana soberana que el autor en efecto defendió sólo después de 1869, año en que se hace separatista.

 

Un juicio técnico cuidadoso

La peregrinación de Bayoán, está literariamente escrita pero tampoco encaja en el canon de la novela clásica. Si el ser humano que escribe va a estar tan presente en el producto literario que genera, entonces el novelista que le habita no comparte el principio normativo de que el texto literario debe “sostenerse por sí mismo”, una de las presunciones del canon literario moderno. Hostos Bonilla sigue abrazado al principio romántico que valora la manifestación de la emocionalidad, lo instintivo y la subjetividad en la obra de arte que genera. En ese sentido, su novela podría ser justamente descalificada por inmadura y su condición de literato minada desde una normatividad arrolladora como por lo regular ha sucedido.

En general el balance entre la narración, la descripción y la reflexión es análogo al de las otras narraciones largas que ya he comentado y las cortas que veré más adelante: su propósito como escritor en este texto es reflexivo, moral o social.  Lo cierto es que en La tela de araña y La peregrinación de Bayoán el refinamiento reflexivo y el literario manifiestan balances distintos. Más allá de la interpretación canónica o autoritaria, la segunda es un trabajo literario superior al primero probablemente porque se elaboró con mayor disciplina y profesionalismo.

 

Unos apuntes que no son finales

La crítica también sugiere la existencia de un texto titulado La resurrección social o Memorias de un hombre perdido en islas Palaos ubicado cronológicamente en el 1866 cuando el escritor tenía 27 años, pero no hay un acuerdo respecto a si la misma se ha perdido o nunca fue escrita. El título sugiere, otra vez, un problema teórico de la sociología vertido en una narración literaria. En este caso se trata del tema de procedencia ilustrada de la “sociabilidad” como proceso natural que Hostos Bonilla, al igual que Comte, resolvió con argumentos de filiación kantiana sobre la base de la “insociable sociabilidad” procedentes de la lectura de la filosofía de la historia o la historia filosófica publicada en 1784 por el pensador alemán. Cualquier otro comentario sobre este último título resulta quimérico en tanto el texto no sea accesible.

En términos general, en el ámbito de la novela, el pensador social o sociólogo, se impone al literato o narrador creativo. El “arte por el arte” dirigido a entretener siempre se supeditó al “arte comprometido” o “útil” dirigido a la formación. Hostos Bonilla siempre estuvo claro en que debía colocar su creatividad al servicio del cambio social con el fin de adelantar los valores modernos que defendió hasta el último día de su existencia.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 17 de noviembre de 2017.
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