- Mario R. Cancel Sepúlveda
- Catedrático de Historia y escritor
Valentín, Daniel. Neurastenia. Carolina: Terranova, 2007. 141 págs.
Dos detalles han llamado mi atención desde el principio de este libro. Primero, un lema del escritor de vanguardia José de Diego Padró. Aquel fue uno de los autores más elusivos de la década de 1920, poeta revolucionario, tanto en la forma como en el fondo, que también fue un curioso narrador atonal olvidado por sus tendencias opuestas a todo clasicismo y realismo. Su memoria es una deuda con otros de los autores “raros” de la segunda posguerra mundial: Pedro Juan Soto y el antinovelista Carmelo Rodríguez Torres.
El otro lema, que corresponde a la figura de Homer J. Simpson, me sugiere la propuesta de un alegato mediático en torno a la mediocridad imperante que me remite hacia los postulados de Ley de Murphy y su tesis de la ineficacia de la eficacia. La equiparación de la legitimidad del discurso literario y el mediático es obvia. El tono de sarcasmo y desenfado se impone desde la hoja de bitácora de la novela Neurastenia, obra del joven escritor Daniel Valentín.
La neurastenia es una metáfora de la patología del presente. Se trata de un trastorno funcional y afectivo producto de un sistema nervioso débil. Se trata de una patología, no de un desorden de la conducta. En esta narración, la neurastenia y su característica disfuncionalidad se convierten en una garantía de que es posible (sobre) vivir en un mundo tan disfuncional como el del neurasténico. Neurastenia es una novela que aspira a demostrar que la neurosis es el único estado que hace posible la escritura y, en consecuencia, la vida misma. Como quien dice, ante el vértigo de la presunta normalidad, tan solo queda la literatura.
Roland Barthes había resumido un debate análogo en El placer del texto (1973) con una gran transparencia: «loco no puedo, sano no querría.» La única salida elegante para aquel pensador era la neurosis. Barthes sugería que sólo bajo esas condiciones resultaba posible el placer. En el caso de Valentín, la huida por medio de la estética no conduce a la armonía cósmica de los clásicos, ni siquiera a una armonía alternativa que sustituya a aquella. En Valentín el caos es un rostro que se repite y que termina por disfrutarse como opción inevitable.
La otra voluntad de Valentín es romper con lo que queda de la novela convencional en las letras postmodernas después del fenómeno de la antinovela francesa del 1960 y el 1970. La voz narrativa de Nano, imposible de separar del autor, apropia el caos temporal y espacial y lo (re) produce en la narración. El autor tiene la capacidad de expresar, de manera dramática, la idea de la muerte del humanismo. Muerta la novela y desecho el humanismo, desaparecen dos de los más poderosos mitos de la llamada civilización occidental moderna. Estamos en pleno territorio de la postmodernidad.
El discurso detrás de esta novela abraza al escepticismo más radical y apropia una serie de consagrados y polémicos antivalores culturales con el fin de articular el frágil y múltiple Yo de Nano. Las alusiones sexuales dramatizan el hecho de que occidente se ha personalizado por lo regular mediante su peculiar relación con la sexualidad y el eros. Por esos ciertas degradaciones como la pornografía, la sexualidad descarnada –el hardcore – pero a la vez sincera con la irracionalidad de los instintos capaz de expresar incluso apetitos pederastas (21), la violencia como un acto erótico, el canibalismo ritual(35), la xenofobia y el discrimen que conducen a la frontera del crimen de odio (61), se transforman en acciones legítimas. La validación de la degradación no es nueva, pero en nuestro país tiene una historia relativamente breve que, con neurastenia, se enriquece.
La actitud de Valentín lo coloca más allá de la hipotética transvaloración nietzscheana. La parodia de la hipocresía de la sociedad burguesa es patente. Lo que, desde mi punto de vista, el autor sugiere es que la sociedad actual está demasiado acostumbrada a ver la proliferación de todas estas situaciones y que en cierto modo termina por verlas con cierta complacencia, como quien se divierte con el cine gore o el snuff. El hallazgo no niega el espacio que todavía posee la moralidad oficial. Por el contrario, la justifica como un juego de imágenes vacuas e hipócritas.
Neurastenia de Daniel Valentín está más allá del proverbial desencanto postmoderno. Se trata más bien del encanto con el caos y de su celebración.
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