Poesía Puertorriqueña: una reflexión (5)


Quinto de una serie de seis basada en la charla “La tradición poética puertorriqueña” dictada en  Apertura cultural. Departamento de Humanidades. Universidad Interamericana de Puerto Rico. Recinto de Aguadilla, 16 de noviembre de 1995.

 

La entrada de Puerto Rico a la Modernidad ha sido fijada de la manera más conservadora al periodo histórico que inicia en  1750. Con ello se paga una deuda simbólica con la Ilustración y el Racionalismo que tuvieron su expresión más madura en el periodo del Despotismo Ilustrado. En Puerto Rico el fenómeno iniciático se ha asociado al Reformismo Ilustrado, praxis que por reformista e ilustrada no resultó menos autoritaria. La modernización de la colonia en el siglo 18 fue una interesante imposición. La utilidad de esa presunción radica en que e facilita la inserción de nuestro país en el Relato Liberal Hegeliano dominante con cierta seguridad, a la vez que marca el triunfo de una imagen en la cual la cultura formal y académica, el papel de la gestión oficial acorde con los modelos europeos, cumplirá una función protagónica en la respuesta de la gran cuestión del siglo 19: qué somos, cómo somos y por qué somos los puertorriqueños globalmente con­siderados.

Manuel Alonso Pacheco

Desde mediados del siglo del siglo 18 hasta mediados del siglo 20, la poesía puertorriqueña se transformó en el espejo para la invención de una expresión legítima del Yo. Apoyada en el comentario o apostilla de las tradiciones locales, siempre dentro de los moldes estéticos impuestos por la tradición europea. En cierto momento, nacionalidad y europeísmo se confunden. Después de todo, la Nacionalidad es, como sugirió Pelai Pages en un comentario sobre el asunto, es el artefacto ideológico más acabado de la intelectualidad europea, equivalente al “Dios de la Modernidad”. La tradición poética puertorriqueña sólo será concebible como un gesto de la expresión europea y occidental.

Después de todo, los primeros poetas insulares, criollos, puertorriqueños o nacionales, habían tenido una formación europea porque no les quedaba otra alternativa y, en el contexto de la cultura occiden­tal, aquel continente se había constituido en un canon y estaba a la vanguardia económica, política y culturalmente hablando. El primer poeta puertorriqueño de nombre conocido Francisco Ayerra Santamaría (1630–1708), se expresa como un poeta barroco mexicano que, a la vez, actúa como censor del Virreinato en la Ciudad Capital. El primer historiador criollo resultó ser Diego de Torres Vargas (1615-1688), un experto en cánones que escribió una historia eclesiástica por petición para Gil González Dávila, autor de una Teatro Eclesiástico de las Primitivas Iglesias de las Indias Occidentales (1649). La eficacia de ser escritor y puertorriqueño se medía por la capacidad de los autores para parecer que eran otra cosa: europeos.

El Romanticismo y el Nacionalismo cultural y político, caminarán de la mano para construir una idea que hoy puede considerarse fracasada respecto a cómo somos los puertorriqueños. En términos de su creación literaria y poética, Puerto Rico es más europeo durante el siglo 19, cuando su clase intelectual se preciará de sus esfuerzos por validar la concepción de que mientras más europeos parezcan ser,  más puertorriqueños se sentirán.

El Costumbrismo de El gíbaro (1849) de Manuel Alonso Pacheco y los de su generación, observaba las peculiaridades de lo insular / nacional pero, cito a Josefina Rivera de Álvarez, “los poetiza en expresión culta”, los desnaturaliza en la medida en que los acomoda. El fenómeno se reiterará en pleno siglo 20 cuando Luis Palés Matos trabaje el tema del negro y la expresión afroantillana, proceso por medio del cual será capaz de inventar negro novedoso pero inexistente. Es estos textos las costumbres a las que se alude parecen parte de un muestrario antropológico frío o un preciado objeto de museo que los poetas del nuevo siglo, aquel en que se entronizarán las Ciencias Naturales y las Sociales, otea con asombro como si hubiesen sido sustraídas de un Libro de las maravillas de un moderno John de Mandeville.

José Gautier Benítez

El colorismo de lo popular sorprende al poeta costumbrista porque él dejó atrás ese pintoresquismo hace tiempo en nombre de la Racionalidad: en realidad ya no le conmueve. Se trata de un costumbrismo correctivo y balsámico. Por eso las escenas son incapaces de integrarse al corazón o a la sensibilidad del hombre culto: el espécimen del puertorriqueño educado reconoce que no pertenece a aquella realidad. El es moderno y, por ello, su fin es transformar, reformar se dice en Puerto Rico, aquel orbe primitivo y elemental que inventó la poesía popular antes que la academia. La versión criollista es una máscara que se adopta, me parece, pero nada más que eso. Las versiones popula­res, que son las voces de los otros puertorriqueños, no están en ese criollismo de universitarios refinados sino en la forma de un reflejo deformado de ellas. La concepción criollista es una ficción.

José Gautier Benítez cantó y poetizó el mundo y al leer su poesía, el lector hallará en ella desde rasgos neoclasicis­tas, resonancias españolas e incluso, en lo que la crítica llama su segunda época, elementos parnasianos y pre-modernistas. La idea es que se le apropie como un adelantado siempre que se le piense desde el punto de vista de la retórica europea. El efecto se consigue a plenitud: lo que hace que Gautier sea el poeta por antonomasia de aquel momento, es la aceptación de que el escritor mira la realidad que le rodea con la óptica de un europeo. La nacionalidad, la puertorriqueñidad se crea a sí misma cuando acepta como definitivos los valores del continente que la ha conquistado y la ha civilizado; cuando está convencida de que es  un gesto maduro, muy a la manera del paternalismo de Pedreira,  del Occidente todopoderoso que ha dictado las pautas culturales del mundo. Entonces, de un modo equilibrado, puede plantearse el proyecto de separarse de su ­ma­dre/pa­dre España.

El lector está condenado: no puedo dejar de pensar en Dante o Goethe cuando lee La sataniada de Alejandro Tapia y Rivera. Tampoco puede desprenderse de Allan Kardec cuando rememora el ciclo de Póstumo. La Modernidad había convertido a la puetorriqueñidad en la figura de un hermafrodita que se mira en las aguas de una fuente y se sorprende de su presumible hermosura como un Narciso. La poesía ha estado en la base de la construcción de ese canon. No en balde el himno nacional rebelde nació de la voz de una poeta dura de San Germán: Lola Rodríguez de Tió. La tradición poética puertorriqueña decimonónica ha sido uno de los pilares en la construcción de esa idea de lo nacional que todavía  hoy se atesora como auténtica. Pero esa idea se estaba construyendo al margen de los sectores populares y desde una posición de poder que la facultaba para ello.

Los momentos del Realismo y el Naturalismo, sigo la línea evolutiva de las letras europeas porque es la predomina en la crítica desde el siglo 19, parecen un campo yermo e inhóspito para la poesía. La invectiva y la sátira del Romanticismo y el Costumbrismo dominaron entonces. El mundo de los géneros literarios se impuso. Narrativa, teatro y ensayo dominaron la expresión culta entre 1880 y 1900. El subterráneo poético, como un maltrecho y vencido Quijote, se abrazó a un romanticismo soso y trasnochado al que nunca arribó la rabia vital de los Malditos o los Parnasia­nos.  En Puerto rico no se podía ser Decadente. Todo condenaba a los intelectuales a la enfermedad del Progresismo. Apenas se precisan algunos modestos matices de Arthur Rimbaud, de Stephan Mallarmé o de Charles Baudelaire, en ciertos poetas que siguen mirando a Europa como modelo. Nadie parece recordar la creativi­dad llana y simple del jíbaro o del hombre común que seguía inventándose. Los jibaristas y los poetas eran entonces gente de librea y bastón, titulados con todas las formalidades. Habría que esperar al modernismo literario de principios del siglo 20 llamado a veces antirroman­ticismo, para que se pudiese reconocer que la tradición poética puertorriqueña no estaba muerta.

 

Poesía Puertorriqueña: una reflexión (4)


Cuarto de una serie de seis basada en la charla “La tradición poética puertorriqueña” dictada en la Apertura cultural. Departamento de Humanidades. Universidad Interamericana de Puerto Rico. Recinto de Aguadilla, 16 de noviembre de 1995.

  • Mario R. Cancel
  • Escritor

La imagen que se recibe de la historia es torcida porque se trata de una concepción formada desde el poder, que celebra a los vencedores. Apenas acomoda al ser en el seno de un pasado ominoso. Sólo posee la función de un cosmético o una prótesis identitaria. A nadie debe sorprender que un grupo de intelectuales  del momento del hispanofilismo rabioso de principios del siglo 20, resentidos porque el país/nación no podía alardear de una “épica” o una “epopeya” nacional que definiese los remotos orígenes de la nacionalidad, trataron de hallarla en fuentes como esa Elegía VI de Varones Ilustres de Indias, negando de paso la validez histórica  del pasado boriquense remoto y, a la vez, silenciando la violencia de la inserción de la hispanidad. La fórmula maniquea del 1492-1493 como Origen,  y todo lo demás como Ab-origen se impuso.

Entre el 1550 y 1750, en Puerto Rico se recogen muestras de dos expresiones poéticas distintas y aisladas. Por un lado, la del conquistador transformado en el espécimen de una pequeña aristocracia blanca, católica, peninsular y pudiente que fue capaz de crear un imaginario acorde con sus modos de ver y cantar el mundo sintetizada en el españolismo y el integrismo. Pienso en el texto de un soneto que cierra una memoria pícara  y muy bien redactada sobre el Puerto Rico de San Juan, escrita por el recién llegado Obispo Damián López de Haro del año 1646. Un texto montado en perfectos endecasílabos, con un sabroso tono italianizante, de visibles resonancias petrarquianas, se burla la escasez y superficialidad de una sociedad con ínfulas de ciudad cuando dice:

Esta es señora una pequeña islilla,

falta de bastimentos y dineros,

andan los negros como en ésa en cueros,

y hay más gente en la cárcel de Sevilla…

La pequeñez geográfica y la pobreza de Puerto Rico eran ya parte de un discurso manido. Ambos argumentos  estaban en el núcleo de la idea que España se había hecho de su pequeña colonia perdida en el Caribe. Esa poesía ¿poesía social? no era un fenómeno aislado.

Luis Paret y Alcázar (1746-1799) autorretrato vestido de jíbaro

Por otro lado, los conquistados, los criollos pobres, los campesinos de tea y machete, como los designó el historiador Fernando Picó, los ganaderos y los monteros, la mulatería despreciada por una sociedad armada sobre los principios del discrimen y el racismo justificados por el honor y la nobleza de sangre, inventaba otro discurso poético. Amparada en la secretividad de una ruralía distante de las autorida­des capitali­nas y en la solidaridad sencilla de la oralidad y el folclor, nació otra expresión que en ocasiones experimentaba con las formas cultas para exponer contenidos originales. Pienso en la décima, en la copla popular y en el romancillo como formas de esa expresión puertorriqueña marginal representada por los sectores populares.

Ejemplo de ello son aquellas décimas sobre la infidelidad, difíciles sino imposibles de fechar, identificadas por el verso “Descose lo que has cosido”; o aquellas que comenzaban con el sugerente verso “Yo tuve una gran soruca”,  expresión popular que sintetizaba un decir mestizo en el cual la palabra castellana, en su camino al español insular, convivía con el aruaco insular: soruca o suruca es un indigenismo que vale por bulla. Y recuerdo, como su antítesis, las décimas anónimas de 1690 citadas por Josefina Rivera de Álvarez en su Diccionario de literatura puertorriqueña que, cantando la imagen de aquel enemigo del contrabando que fue el gobernador Gaspar Martínez de Andino, aparecían impresas en pasquines políticos en la capital de la colonia. Los aires populares y los aires cultos, la poesía de la capital y la de la isla, ya se distanciaban la una de la otra de una manera visible.

Un problema de la historiografía literaria, y de la historiografía puertorriqueña en general, es que cuando le corresponde definir el concepto de lo nacional y de lo puertorriqueño, la fiebre hispanófila y cultista le invade, y comienza a armar una nacionalidad en falsete apoyada en las conceptualizaciones aprendidas de la vieja Europa. Los ya clásicos trabajos de Marcelino Canino Salgado sobre la voz folclórica puertorriqueña, las investigaciones de Héctor Vega Drouet en el territorio de la música y la negritud, entre otros, son de un valor incalculable para rescatar esa tradición poética oral contestataria, por el cuidado con que indagan la expresión del ser humano corriente. Con esto no quiero negar la legitimidad del parentesco de la poesía popular puertorriqueña con el “Mester de Juglaría” y el “Romancero”.  Solo pretendo llamar la atención sobre el carácter original de la expresión insular y su condición de espejo cóncavo en el cual las fuentes se alteran y se rehacen a la manera nuestra.

El único elemento común de aquella tradición popular y aquella tradición culta -de la tradición del colonizador y la del colono- es el abarrocamiento y la obnubilación de la representación de la realidad. La expresión poética popular y culta, miran al mundo que las rodea con asombro. El campesino crea, critica y lucha con la palabra y, cuando define cómo vive, su palabra se torna en una forma atenuada de la protesta o en una queja. Esconde su lamento detrás de inflexiones y figuras que duelen. Un canto de amor afroantillano, distante de la tradición palesiana del siglo 20, se lamenta de lo difícil que es querer a una mujer porque, dice, “misuamo siempre ta bravo / y me garra por nan pasa…”  La violencia del mundo de la esclavitud no se atenúa a pesar del poema.

Castellanos (1589) inventa una visión perversa del aruaco insular frente a una heroica del peninsular; Oviedo (1535) perpetúa los mitos que todavía nutren una imagen en torno al pensamiento natural y complejo de aquella comunidad; López de Haro (1646) y Diego de Torres Vargas (1647) manifiestan sin habérselo propuesto el denuesto y el halago exagerados de la tierra. En ese sentido, al hablador que era el Obispo, recuerdo a Cervantes, y al promotor de turismo interno que resultaba el canónigo, se les debe mucho. Algunos han visto en ese inexistente cruce de argumentos la marca de la maduración de un criollismo atrapado en las márgenes del academicismo privado. La vida afortunada o infortunada de un Alonso Ramírez, carpintero de ribera, aventurero y pícaro, documenta desde 1690 la mentalidad de ese criollo de laboratorio que se ha usado de modelo para definir lo puertorriqueño porque encaja dentro de los moldes de lo que se admira de la picaresca española.

Yo me pregunto sin embargo ¿dónde están las voces populares en aquellos textos? ¿En dónde el espíritu de la tradición puertorriqueña en aquel Francisco Ayerra y Santa María gongorista y poeta que, entre Tetis, Marte, el Tajo, el Ganges y el Hymeto, llamaba Cesáreo Rosa-Nieves, “poeta puertorriqueño”? Voz popular y voz culta y oficial, se hallan en contradicción en ese período del 1550-1750 de una manera patente.

A %d blogueros les gusta esto: