- Mario R. Cancel
- Historiador y escritor
En Julia y cuentos de invierno, Rubén Javier Nazario ofrece otra vez un valioso testimonio sobre la escritura. Del mismo modo que en La soberbia venganza del verbo (Terranova, 2006), el juego con la palabra vuelve a ocupar un lugar protagónico en la articulación de la obra literaria. Se trata de un procedimiento propio de “poetas” que, reinvertido en la prosa, genera una escritura alucinante y compleja que convoca a la reflexión.
Julia y cuentos de invierno (Schiel & Denver, 2008) recoge en realidad varias colecciones de textos. “Julia”, relato que da título al volumen, es un penetrante estudio en torno a uno de los mitos literarios más poderosos de Puerto Rico en el siglo 20. Me refiero a la vida errante, bohemia y trágica de la poeta puertorriqueña maldita por excelencia Julia de Burgos. Restituida su humanidad, la poeta resurge completa en este texto.
No creo que deba recordar que “un poeta maldito y bohemio” podía ser tolerable en el Puerto Rico del medio siglo pasado. Luis Muñoz Marín lo fue a mediados del 1920 y el papel que ello jugó en la configuración de su mito político es conocido por todos. Pero “una poeta maldita y bohemia” o “una mujer de mundo” era otra cosa. “Julia” es un modelo de lo que es la atinada selección de un tema que invita a reflexionar sobre una época que ya resulta ajena para la mayoría de los lectores.
La atmósfera pesada del “exilio”, forzado o voluntario, domina este cuento que, en ocasiones, se transforma en un diálogo existencial entre Nazario y la escritora. Pero el exilio es doble: se trata de exilio físico y temporal: la memoria se asienta en Nueva York y se reinventa en una atmósfera opresiva que la postmodernidad con su cuestionamientos ha ido emborronando y enrareciendo.
Agredida por el extrañamiento, esta Julia, una más de las muchas que conozco, se ampara en los versos que “aletean” a su alrededor porque el verso “es lo único que queda (…) ese légamo antiguo que no se vacía” (5). El légamo o el verso es sedimento, caldo sucio, cuyo simbolismo creador ocupa el espacio de los génesis de numerosas mitologías. El poema es cieno fértil que se equipara a la tierra que faculta la vida, principio dominante en la imaginación literaria de buena parte de la producción de la generación que rodeó a la poeta. La idea de la salvación por la palabra es un principio que, me parece, Rubén Javier comparte con la poeta con la que dialoga, y viceversa. A veces da la impresión de que el autor insistiera en que la humanidad necesita saberse trágica para “ser.”
Las cinco partes de “Cuentos de invierno” son una invitación al viaje por medio de escritos reflexivos que, en ocasiones, renuncian al hecho de contar. Narrativa que no cuenta no es narrativa: observarán los clasicistas. Pero Nazario ya había ejecutado ese ejercicio en algunos textos de su primer libro por lo que pisa un territorio conocido.
Renunciar a la narración permite a Nazario profundizar la reflexión y colocarse en la frontera del texto poético o de la prosa reflexiva. También lo faculta para diagnosticar ciertos espacios que han sido reformulados en la postmodernidad. Se trata de los lugares del misterio de una identidad que sabemos más débil: la sexualidad que, entre tropiezos, humaniza como ocurre en la secuencia “Tres cuentos adolescentes”(39 ss); la miseria larvada en un mundo opulento que la enmascara detrás del consumo conspicuo; las pasiones más burdas como ocurre en “Cuentos demenuzados” (69 ss); o la muerte que todo lo termina que es el centro del grupo de relatos “Death not be Proud” (123 ss).
La iniciación a la vida sexual y el voyeurismo, la locura como signo de rebelión ante una normalidad atosigante, la fugacidad de todo lo que se hace y se posee y el comportamiento instintivo que sigue guiando al animal humano en tiempos de la revolución tecnológica, todo se expresa por medio de estos bien pensados relatos. Lo interesante es que la idea de la racionalidad como lenitivo no se encuentra por ninguna parte. Un racionalista tildaría a Nazario de plantear una propuesta pesimista. Pero la crisis de la racionalidad moderna está mucho más allá de las posibilidades de un pesimismo enfermizo o de un optimismo engañoso.
Los personajes de Nazario manifiestan una serie de patologías que traducen la irracionalidad de la era en que se vive. La sensación que queda es que, ante el giro de lo real, solo se encuentra la salida de la enajenación. La violencia y la muerte, un asunto tan discutido en las narrativas de los últimos 40 años, tiene una presencia notable en estos cuentos.
La reflexión sobre la escritura se establece mediante un diálogo directo con varios maestros: Quiroga, Borges, Sartre. El otro corresponsal son las extravagantes imágenes producidas por los mass media. La apuesta en favor de las fantasmagorías que caracterizan la postmodernidad salvaje, afirma la desconfianza del autor en la utopía del mercado en la cual se (sobre) vive. Por eso interpreta el mundo con cierto refinado barroquismo: solo a través de ese discurso filoso se puede plasmar la complejidad del caos. Lo que llamo el “post-irrealismo clínico” de Nazario representa otro modo de apropiar la fluente realidad.
Con Julia y Cuentos de invierno, Rubén Javier Nazario se consagra como el gran narrador que conocí en La soberbia venganza del verbo (2006) y como una de las voces narrativas más interesantes de esta generación.
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