Un espejo en la selva: memoria e historia en una novela de Silverio Pérez


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Preámbulo

La lectura de Un espejo en la selva (Planeta, 2016), novela del amigo Silverio Pérez ha sido una experiencia  grata por demás. En alguna medida, me ha devuelto la capacidad de sentir un profundo placer estético cuando me enfrento a un texto que se mueve con sorprendente vocación narrativa y confianza entre lo que asumimos como pura ficción y lo que percibimos como carne de historia. Ficción y realidad se me antojan en este texto como escenarios intercambiables que necesitan del otro para completarse. La imaginación cumple la función de llenar aquellos  lugares que la historia y sus métodos no están dispuestos o son incapaces a registrar: vida e historia hacen una transacción que enriquece la imagen de lo que se rememora. Después de todo ese es el fundamento de lo que hacemos los historiadores y los novelistas todos los días.

No se trata sólo del hecho, humana vanidad, de que la voz narrativa principal sea un historiador y se llame Mario. En mi viaje imaginario al lado de  este personaje me encuentro retratado en algunas de sus fragilidades en especial en ese desasosiego que le produce la confrontación con la historia rota de Efraín, situación que trata de subsanar sobre la base de intuiciones bien fundadas mientras acomoda y reacomoda las piezas dispersas de su pasado. Creo que a todo  historiador le sucede lo mismo cuando fracasa en llenar algún vacío narrativo que considera fundamental para la mejor comprensión de un proceso complejo y sólo le queda recurrir a la especulación genuina. Me miro en el espejo, la metáfora es importante a lo largo de todo el libro, de ese ser agotado que huye de su pasado como si este fuera su enemigo porque, a fin de cuentas,  a mucha gente le sucede lo mismo.

El otro aspecto central de esta interesante trama es que entre Mario el historiador y Efraín el psicólogo hay un elemento común: este también es una víctima involuntaria de su pasado. Sobre esa carencia de sosiego que genera el enojo con la memoria se consolida una relación profunda e inquietante. Ambos reconocen que sabiéndolo, dominándolo y domesticándolo, el pasado dejará de ser una amenaza o de representar un peso moral insostenible. La simbiosis se completa por Mario y Efraín aspiran subyugar las aprensiones de las huellas de su peculiar pasado apropiando la memoria del otro y organizándola narrativamente, uno por medio de la historiografía y el otro por medio del psicoanálisis. Es alrededor de ese doble dilema que se tejen las tramas complejas y trágicas de dos víctimas de una violencia que no planearon. La trama posibilita el diálogo entre esas dos corrientes de memoria, en apariencia, distantes y ajenas. El placer estético no es el único regalo que me hace este libro: junto al mismo se manifiesta el placer de reflexionar.

 

¿Qué me cuenta este libro?

Cinco víctimas de circunstancias sobre las cuáles no tienen control protagonizan esta historia ficción. Mario y Efraín, han sido duramente golpeados por una guerra ajena y afrontan su incapacidad para manejar o deglutir su pasado personal. Alrededor del primero Marcela, una soñadora caribeña procedente de la República Dominicana, se constituyen en sostén moral. Alrededor del segundo Eloísa, una “radista” de las Fuerzas Armadas de la Revolución Colombiana y Nina, una maestra de la capital y una figura trágica que salva, condena y vuelve a salvar al personaje, cumplen una función análoga. El azar convertirá a la encantadora Marcela, empleada de mantenimiento de Efraín y aliada de Mario en sus búsquedas, en un eslabón crucial para la narración.   En Nina, por otro lado se ocultan todos los nudos del entuerto psicológico y la posibilidad de resolverlos. Su aparición intermitente a lo largo de la narración y su relación con  Mario y Efraín a través del diálogo directo y las confesiones de un diario personal así lo ratifica. La fortaleza y la humanidad de estas tres mujeres es tan sorprendente como la de los personajes históricos alrededor de los cuáles fluye esta ficción: Ingrid Betancourt y Clara Rojas. A través de los personajes ficcionales estas figuras históricas ganan en humanidad lo que las crónicas y la historiografía reducirán algún día a una mera nota sobre un secuestro condenable.

El historiador y el psicoanalista enfrentan el martirio que les produce un pasado sobre el  cual nunca tuvieron control por lo que se encuentran al límite de sus peculiares angustias. La metáfora no me sorprende. Nadie controla la totalidad de sus actos cuando los ejecuta: la sensación de poder sobre el suceder sólo es posible cuando se reflexiona post facto o cuando la memoria se codifica y se convierte en historia personal o colectiva. Por eso resulta lógico que las armas de Mario y Efraín sean volver a la memoria con la voluntad de confrontar sus demonios de la terapia y la historiografía.

Es cierto que  ni la una ni la otra garantizan la desaparición de las cicatrices de los hechos, eso solo depende de la voluntad emocional e individual pero al menos alguna utilidad deben reportar para que ambos sean capaces,  como sugería alguna vez el historiador alemán Jörn Rüsen al referirse a la historiografía, permitieran en algún grado “mejorar el ayer”. Lo cierto es que sólo de ese modo serían estos personajes atormentados capaces de apropiarlo. La meta de Mario y Efraín se materializa  cuando, inspirados el uno por el otro, consiguen en alguna medida inmovilizar los efectos lesivos del “tiempo perdido”, como le denominaba Marcel Proust, mediante la escritura. El libro que Mario proyecta, el diario de Nina y el diario del cautiverio de Efraín, significan el poder sanador de la literatura en toda su brillantez. La secretividad con la que cada personaje maneja esa red textual llama la atención sobre el poder de la palabra para garantizar un gramo de libertad a quien la utiliza.

Con Silverio Pérez en el RUM (2016)

El asunto me parece más complejo. Para Mario, Efraín y Nina, arquetipos del escritor y seres apabullados por la memoria de sus circunstancias,  la solución ha sido la misma: suprimir nietzscheanamente el exceso de historia o reprimir la sordidez de la densa angustia que le genera el recuerdo. En el caso de Mario y Efraín, la guerra y los discursos vacíos que la legitiman desde el poder sólo representan el resorte que desgració sus vidas: las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y “Tormenta del desierto” para el historiador, la Fuerzas Armadas de la Revolución Colombiana para el psicoanalista. La admonición vitalista de que un exceso de historia, de pasado formalizado diría Eric Hobsbawm, puede resultar problemática para la humanidad, se sugiere por medio de esta interesante trama: a Mario y Efraín no les resuelve nada tomar posesión de aquellos fenómenos bélicos como “acontecimientos históricos” porque ello excluye lo que en realidad les interesa que es la “vida”. El efecto alienante de una y otra experiencia no pueden ser puestos en duda. La nobleza a la que apela una y otra causa se hace sal y agua en los escenarios elaborados por el autor. La nobleza de la guerrilla iluminada o la que se adjudica a  la lucha contra el islam, no significan nada cuando  la casualidad coloca a un ser humano en una corriente de acontecimientos que, por ajena, nada le dice. Cualquier discurso histórico legitimador de uno u otro proyecto guerrerista no deja de ser una caricatura sin sentido cuando se mira desde el espacio de la vida concreta de los involucrados.

Eso sí, tanto Mario como Efraín  están contestes en que sólo fijando la memoria -inmovilizándola más allá del “acontecimiento histórico”- serán capaces de mirar a los ojos aquellas catástrofes y conseguir la fuerza suficiente para dejarlas atrás, o sea, para “olvidar” productivamente dejarlas atrás y transformarlas en combustible para su presente y su futuro y no en un freno para los mismos. Este tema que ya habían discutido en el contexto de la guerra de Corea por narradores de la Generación de 1950 como José Luis González y Emilio Díaz Valcárcel, vuelve con una peculiar originalidad en esta narración de Pérez.  Después de todo ¿para qué más sirve conocer bien el pasado sino es para derrotar las aprensiones que conocerlo mal produce? ¿Para qué más sirve sino para evitar que nos duela? En esta narración la antinomia entre historia y vida que nos recuerda las reflexiones de Federico Nietzsche, se manifiesta de manera patente.

 

Apuntes finales

Una lectura política de Un espejo en la selva dejará al lector en un callejón sin salida comprensible. El llamado a las armas, provenga de la “izquierda” o de la “derecha”, de las “periferias” o del “centro”, ha perdido mucha de la consistencia que en algún momento poseía. Esa parece ser una de las lecciones que el autor se propone ofrecer a sus lectores. Los dos extremos resultan, al cabo, falaces o a lo sumo retóricamente vacíos en la medida en que generan víctimas imprevistas. La frialdad protocolar con que las autoridades colombianas y estadounidenses tratan una situación que ellos consideran parte de la “alta política” sin ver la tragedia de Efraín posee un poder extraordinario. Para los Estados involucrados la perspectiva del poder insensible y artificial es suficiente hecho que confirma la incapacidad de esos agentes a la hora de manejar asuntos puramente humanos en el marco de las ideologías arbitrarias de las cuales se alimentan. La lógica de “daño colateral” no planificado, suficiente para exculpar a los Estados,  no resuelve el problema para los seres concretos involucrados en eventos de esta naturaleza.

Pérez soluciona el conflicto mediante la táctica de mirar a los personajes desde un “afuera” hipotético que realmente es un “adentro” emocional. Con ello consigue esquivar cualquier interpretación dualista maniquea de una situación que excede los formalismos ideológicos. Las escenas de Efraín en la selva, las que describen la convivencia con los secuestrados de las FARC,  los relámpagos de humanidad que se manifiestan en aquellos espacios sórdidos y que el autor tan bien describe, son encomiables.

De igual modo, no pasa por alto que las contradicciones de ser habitante de una colonia del imperio más poderoso del mundo persiguen a Efraín en aquel espacio atroz. Los choques del puertorriqueño con Keith, un repugnante red neck estadounidense demasiado pagado de sí mismo también secuestrado en el campamento, son un ejemplo de ello. El hecho de que este individuo sea quien amenaza la posibilidad de Efraín para fijar su memoria mediante la escritura tomando posesión de su diario, sugiere mucho más que el robo de una libreta de apuntes. Esas bien logradas escenas parecen modeladas sobre otras que ya había conocido en los relatos de la guerra de Corea de Díaz Valcárcel. Sin embargo, encuentran un interesante aunque precario balance en su contraparte, la entrevista de Mario con el guerrillero Guillermo Morales en La Habana. Esta poderosa figura que proyecta una sincera solidaridad con el caso de Efraín, sin ningún empacho, le sugiere a Mario y a los puertorriqueños que en lugar de escribir el pasado escriban el futuro. El Morales duro pero amorosamente patriótico que Pérez inventa me recuerda la imagen del Ramón E. Betances anciano que pinté a mis estudiantes en un seminario sobre su figura y su tiempo cuando tratábamos de apropiarlo desde una perspectiva más humana en el contexto ominoso de un verano de 1898 en París muy cerca de su muerte física.

En esta novela de Silverio Pérez confluye una diversidad de narrativas -la del autor, la de Mario, la de Efraín, la de Nina, la de la historia o el pasado formalizado- que ratifican que la “apropiación de la realidad” es siempre una sensación ilusoria y plural. El filtro que la multiplica es el personaje involucrado y su individualidad. A esas voces narrativas se añade la diversidad de las lecturas. Esta es la mía.  La transacción entre realidad y ficción está completa.

 

La promesa de los Rayos Gamma


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Los Rayos Gamma siguen siendo un espectáculo único. Verlos durante su reciente presentación en Aguada me lo ha demostrado. Es cierto que la ausencia de Horacio Olivo me resulta irreparable. Su comicidad en el escenario producía una impresión surrealista que me demostraba que se podía ser a la vez un rebelde o un crítico agresivo del orden y vivir la vida con alegría.

Jacobo Morales es una institución que aprendí a apreciar durante la adolescencia. Lo recuerdo desde que lo conocí a fines de la década de 1970 siendo yo un chico que se iniciaba en el activismo cultural y Jacobo leía aquella poesía minimalista y sugerente que tanto me apasionaba. En mi memoria su imagen se grabó como la de uno de esos seres inmortales o atemporales que nunca envejecería. Verlo a mis 55 años al lado de su esposa representa para mí una lección de humanidad que debo aprender. Sunshine Logroño, por otro lado, representa para mí un contrapunto interesante que le da a esta agrupación un balance extraordinario a la vez que garantiza una conexión directa con la cultura popular urbana que se difundió entre la juventud puertorriqueña a la luz de la violencia lingüística de los autores de la generación de 1970. La riqueza de su humorismo, entre la sutileza y el atrevimiento procaz, es inigualable.

Los Rayos Gamma y Teatro Breve

Silverio Pérez siempre ha estado al «alcance de la mano». Lo escuchaba cuando cantaba en «Viva la gente» o en dúo con Roxana y yo admiraba su condición de hippie benévolo. Lo recuerdo por su vida de artista comprometido, de nuevo trovador al cual oía con fruición cuando las conmociones de fines de la década de 1970 y principios de la del 1980 me llevaron a la conclusión de que quería ser escritor e historiador porque, lamentablemente, yo no sabía cantar.

Volví a encontrarlo cuando publicó en 2004 su colección sobre el “humor nuestro de cada día” y las «tres tristes tribus» cuyas máculas ocupan todavía hoy el cielo político de la nación que asumimos como una causa legítima. Me topé con él cuando estudiaba escritura creativa en la Universidad del Sagrado Corazón y yo enseñaba en esa institución, y vuelvo a verlo ahora cuando trabaja una reflexión testimonial e histórica sobre el siglo patético y engañoso que nos correspondió vivir y la metáfora de la “vitrina rota”. Las circunstancias me han conducido a considerarlo un «amigo» en las mismas condiciones en que ubico a un puñado de personas que admiro y respeto pero que casi nunca veo porque este orden social es complicado. El abono que alimenta esas amistades poco usuales es el respeto al trabajo, nada más.

El fantasma benévolo de Eddie López, cuyo trabajo disfruté cuando chico, está presente siempre alrededor de estos cuatro adolescentes/senescentes que siguen mostrando una vitalidad que envidio. Dos cosas llaman poderosamente mi atención y me sirven para explicar la capacidad de supervivencia de un estilo como el suyo en un orden acostumbrado al «úselo y bótelo», a las modas fugaces y a esa aceleración deshumanizadora que invade todo lo que nos rodea.

La primera es la capacidad de los Rayos Gamma para penetrar el presente armados de una genuina conciencia de pasado, conciencia que no se llama a engaños. La imagen del pasado y sus relaciones con el presente puede convertirse en una trampa y el pasado inmediato se envilece incluso cuando el que lo mira, como es mi caso, lo hace desde la autoritaria y cómoda  postura del historiador. La experiencia del pasado sábado en Aguada me lo corroboró. El ejercicio de vincular las insanias de Cornelius P. Rhoads, el oncólogo que odiaba a los puertorriqueños y aseguraba que deseaba verlos muertos en una carta de 1934, y el peculiar y poco convencional estilo del candidato presidencial Donald Trump y su desprecio a los hispanos, posee una agresividad política inusitada. De igual modo, la escena de esa familia plural y diversa que discute con la joven pareja su decisión de emigrar a cualquier parte del mundo sobre la base de la ignorancia más procaz respecto a lo que les espera, ofrece un revelador cuadro respecto a cómo mucha gente se ubica ante el mundo en el mundo desde el Puerto Rico en crisis del presente. El espectáculo conduce al auditorio a la frontera del horror con solo imaginar el hecho que Jenniffer González sea la hija del antes referido Trump según lo asegura un anciano arcano o incógnito cuando se acerca a la muerte.

Escucharlos cantar o actuar en el 2016 con los ritmos que utilizaron en la década de 1970 y los 1980 y ser capaces de seguir haciendo críticas con sentido, me demuestra que muchas cosas no han cambiado en el país a pesar del paso de los años. Los personajes concretos cambian, es cierto, pero los instintos que alimentan a esta bestia política sobreviven de generación en generación y se refinan  hasta más no poder. Lo interesante es que llamar la atención de ello con los instrumentos de los Rayos Gamma no conduce ni al suicidio ni al homicidio: invitan a la risa y a la reflexión.

Lo otro que llama mi atención es la conexión con las generaciones jóvenes. La adición del grupo experimental «Teatro breve» en esta presentación no tiene precio. Ese lazo de continuidad transgeneracional es la mejor herencia que puede dejar un trabajo artístico profesionalmente hecho. Después de todo, aquello que los Rayos Gamma señalan se seguirá repitiendo durante mucho tiempo y las voces críticas siempre serán necesarias.

La política electoral se ha transformado en un espectáculo deplorable desde hace mucho tiempo. Alegar que se trata de una condición propia de la colonia no sería preciso. Ocurre lo mismo en muchos lugares de América y Europa. A nadie debería sorprender el derrumbe de que somos testigos. Los Rayos Gamma representan un tipo de romancero satírico que nos cuenta los desaliños de ese orden que se derrumba. Para bien se desmorona, para mal se reconstituye con facilidad casi mágica. Una pena que el derrumbe sea tan lento y la reconstitución tan eficaz.

Al cabo la gran ganancia es la fortuna de las carcajadas que se cuajan entre el cinismo más refinado, la conmiseración más profunda o la amargura más contenida. Sin duda buena parte de ellas se las debemos a los Rayos Gamma. Yayo acumulé suficientes provisiones por lo menos hasta el día de las elecciones. Cuando termine el conteo y proclamen un ganador habrá que empezar a acumularlas otra vez.

  • En Hormigueros, PR
  • 18 de septiembre de 2016
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