Narradores 2010 : Sara, sexualidad y sacralidad en una novela de Rubis M. Camacho


  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La novela Sara de Rubis M. Camacho plantea, desde mi punto de vista, la posibilidad de de una amplia gama de interpretaciones. En ello radica parte de su belleza. Lo cierto es que  Sarai, Sara, Zahra, “princesa”, “señora” o “flor”, es un signo universal que apela a la humillación del género ante fuerzas a las que no cabía resistirse. Esa mirada moderna se impone porque yo, a pesar de todo, soy nieto de la Modernidad. Se trata de una narración que invita a la reflexión y esa es una de las marcas de la obra de Rubis. Como lo que aspiro hacer es una invitación a la lectura, no pretendo ser exhaustivo en cuanto a las vías hermenéuticas probables. Las limitaré sólo a dos.

Rubis M. Camacho

La primera de ellas me invita a posicionarme en el territorio de la Historia Cultural. La misma me conduce a pensar en el peso que todavía hoy le dan ciertos sectores, poderosos por cierto,  a una serie de convenciones propias de pastores y personas del desierto en el Medio Oriente. Lo  más patético es lo poco que ese conjunto de creyentes  saben de lo que fue Caldea, Egipto o Palestina en aquella época remota. La fe más profunda se sostiene sobre la ignorancia más atroz.

La segunda puede elaborarse desde el Discurso de la Sexualidad, uno de los universales más humanos que todo lo invaden como un dios riente. El relato se apropiaría a través del crisol de la discusión que plantea este texto en torno al papel que cumplió un oscuro patriarca en la vida de dos  mujeres y en su descendencia. El hecho biológico y el simbólico se solapan a la perfección en este marco. El centro de la cuestión estaría en ese juego de los apetitos sexuales, saciados o insatisfechos,  según se van enquistando en el molde del discurso monoteísta y exclusivista dominante. También habría que mirar sus choques con las convenciones sociales de una época que apenas se conoce. La trama gira en torno a la vida privada de un hombre sucio, viejo, feo e impotente, con tendencias a la pederastia y a las relaciones incestuosas, y su conflicto con una mujer bisexual y adúltera que goza de su cuerpo.

Tanto desde la perspectiva de la Historia Cultural como de la del Discurso de la Sexualidad, lo que sorprende en la forma en que, todavía hoy, esos síntomas  impactan la vida colectiva de los occidentales. Aclaro que una mirada no excluye a la otra: en cierto modo las mismas se imbrican y se enriquecen o empobrecen una a la otra.

Un prólogo, más que la explicación de la obra que lo sucede, es la exposición de una lectura particular, la del prologuista. Leer una novela es dialogar con la(el) novelista y retornar de ese proceso con una reflexión libre y fresca. Un prólogo tampoco compromete a contar la historia prologada: se supone que el mito de estos personajes, tan preciados por el judaísmo, el islam y el cristianismo, es de dominio público.  Un prólogo es una excusa para pensar.

Lo que me trae a la memoria Sara, sin que Rubis se lo proponga, es el gesto irónico de Voltaire cuando redactaba sus capítulos en torno a los judíos para su  Diccionario filosófico,  publicado en 1764. Aquel volumen era algo así como un abecedario de la razón, que aspiraba a ser útil y accesible para personas hambrientas de romper con la cultura cristiana, todopoderosa y autoritaria. Claro que tanto Rubis como yo, estamos muy lejos de aquella racionalidad instrumental dieciochesca. Lo que llama la atención son ciertos matices y convergencias que a la larga son  atemporales.

Las entradas de Voltaire en torno a los judíos y Abraham /Ibrahim, rezuman una ironía que, a veces, llega al sarcasmo. Supongo que las notas del pensador francés debieron  perturbar a los tradicionalistas como Dom Augustin Calmet de haber estado vivo, cuyos argumentos desmontó Voltaire en numerosas ocasiones. Calmet, además de autoridad en el tema de los judíos, era también un tipo de Van Helsing del barroco tardío por su dominio del tema de los fantasmas y los vampiros. Los argumentos de Voltaire no eran sólo escandalosos, a él le gustaba escandalizar a los timoratos, sino que bien pudieron ser confundidas con un antisemitismo larvado que, por lo demás, era común en la Europa de su tiempo. Lo cierto es que a Voltaire, la conexión simbólica de occidente con los judíos le resultaba incómoda desde la perspectiva de la Razón. Para Voltaire la Razón había dejado de ser la traducción de Dios que llegó a ser en la escolástica de Tomás de Aquino.

En la entrada sobre Abraham, luego de un cuestionamiento a la interpretación de la letra de la Biblia por las autoridades teologales, Voltaire concluye que “para creer que sean verosímiles esas historias se necesita estar dotados de una inteligencia enteramente opuesta a la que tenemos hoy, o considerar cada episodio de la vida de Abraham como un milagro, o creer que toda ella no es más que una alegoría; de todos modos, cualquier partido de estos que adoptemos, nos será dificilísimo comprenderla”. Del mismo modo, en el artículo “Historia de los reyes judíos y Paralipómenos”, luego de registrar más de una veintena de asesinatos en la historia sagrada, afirma que “es preciso reconocer que, si el Espíritu Santo ha escrito esta historia, no he escogido un tema edificante”. Voltaire desencaja ante la tradición: Rubis también.

Por otro lado, la estructura de Sara, una excelente decisión de la autora, recuerda los procedimientos de Lawrence Durrell en su colección  El cuarteto de Alejandría, tetralogía publicada entre los años 1957 y 1960. En aquel conjunto la alternancia de las versiones y el juego de las perspectivas, se centran en las voces de Justine, Balthazar y Clea. La otra voz es la de la ciudad, Alejandría, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Durrell aplaudía con su obra el fin de las versiones autoritarias, universales y racionalistas,  a la vez que celebraba el relativismo. Para ello, caminó la ruta de un discurso agresivo sobre la sensualidad por medio del libre fluir de la conciencia. En el caso de la escritura  de Rubis, las voces que se entrecruzan son las que se esperan: Sara, Abraham, Agar, El Faraón, dominan el panorama del cuadrángulo amatorio-sexual. Abimelec, Isaac y el Siervo completan el panorama. Como una burla volteriana clásica, el mismo Dios cierra con un breve discurso cínico.

No me sorprende la evasión de Rubis hacia un pasado remoto. La antigüedad y sus pseudovalores heredados se encuentra muy cerca de la humanidad en la Postmodernidad. A eso denominaron Historicidad los intelectuales del siglo 19. Lo que celebro de la obra es su reflexión, atrevida y cáustica, en torno a los frágiles fundamentos de la civilización cristiana y occidental a través del crisol de este relato judío tradicional. La actualidad de esta novela resalta precisamente debido a esa aparente paradoja. El Abraham de Rubis es una propuesta sobre el fracaso de una masculinidad apoyada en una impugnable sacralidad. Consciente o inconscientemente, la autora lo puntea con todo los signos de la derrota: un miembro viril enjuto y seco, mal aliento y gingivitis crónica, una sumisión total a un Dios que más que un signo de bondad, recuerda la concepción Gnóstica de Yahvé como el Demiurgo. Y lo corona con el proverbial desprecio a la mujer y sus flujos mestruales. El juego con el asco y la náusea hacia el Otro sexual, asoma por todos estos pasajes. Al cabo, el mito se derrumba: un hombre impotente y estéril como Abraham, no podía ser el padre ni de Isaac ni de Ismael. Ni un milagro del Demiurgo convertido en cordero, hubiese sido capaz de ello.

Lo cierto es que la Cultura Judía  y la Occidental, miran insistentemente a su vulva y a su pene con cierto exquisito y contradictorio arrobo. La preocupación por las excrecencias  y la suciedad de sus emisiones representa un problema: la noción de una humanidad fiel se cimenta con toda su fuerza en la negación de lo que hace a cualquiera de los géneros realmente humanos. Adán y Eva se humanizan cuando transgreden y desean: antes de eso son un simple avatar en el tablero de juego de Dios. Todavía desconocen la libertad de la insubordinación. La sacralidad de Eros y la vergüenza de ello, chocan. Sobre esa base se han levantado edificios morales que justifican una jerarquía que ni siquiera la revolución intelectual Postmoderna ha podido demoler de un todo.  Esta novela es un momento preciado para reflexionar sobre ello.

Nota: El texto que antecede es mi reacción al texto narrativo de la amiga y ex-discípula Rubis M. Camacho. Comparto la relación académica por lo que gano como maestro haciéndolo público. Se hace público este documento con la autorización de la novelista a quien, en última instancia, pertenecen las palabras que se escriben sobre sus palabras.

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