Transgresión, corporalidad y diferencia en los Cuentos traidores de Rubis Camacho


  • Federico Irizarry Natal
  • Escritor y crítico literario

 

De Cuentos traidores de Rubis Camacho ha dicho Mario Cancel que es “un libro bien escrito”. Aduce para ello que este texto entronca con una tradición literaria que repliega su discursividad sobre la base de un cúmulo de inusitadas presiones y tensiones capaces de invitar certeramente a la reflexión y abrir paso a la poesía. La dimensión poética de este texto también ha sido un aspecto que Carlos Esteban Cana ha destacado como una instancia relevante con el propósito de marcar la rigurosidad del buen manejo del lenguaje que lo sostiene. Luz Nereida Pérez, por su parte, en la contratapa del libro asegura que es “una obra que dejará huella”. El lector que aborde con atención las narraciones de este libro dará cuenta irrecusable de ello en función de validar los tres juicios anteriores. Con Mario Cancel igualmente afirmo que Cuentos traidores es un libro muy bien escrito.

Constituido por veinte relatos, Cuentos traidores concreta en sus páginas una diversidad de historias articuladas poderosamente sobre una instancia común. Esta instancia, a mi parecer, es la experiencia del límite. Ya sea desde el discurso religioso o desde el político, ya sea desde el mito o la leyenda, ya sea desde lo histórico o lo cotidiano; los textos narrativos de este libro se organizan alrededor de un imperioso sentido de crisis que ha de caracterizar (y de poseer) a sus protagonistas. Dicha crisis posibilita ser leída, en relación con estos personajes, como la manifestación de un posicionamiento experiencial que materializa la condición límite antes mencionada. Para Bajtín esta noción de límite, entendida simbólicamente como umbral, está asociada “al momento de la ruptura en la vida, de la crisis, de la decisión que modifica la vida o al de la falta de decisión”.

Bajo la impronta de tales palabras, el lector descubre en estos cuentos personajes que padecen en crudo una fuerte desestabilización que los marca como seres áridamente desterritorializados hacia el lugar de una asfixia de carácter existencial. Así, nos hallamos, por ejemplo, en el relato titulado El dawa del Che Guevera, ante la mítica figura del guerrillero argentino que, reducido a un indefenso cuerpo en posición fetal en medio de la selva del Congo, sobrelleva insufriblemente la muerte de Celia, su madre, recientemente notificada. De igual manera nos encontramos también, en Los tres días de Don Pedro, ante un Albizu que, desgarrado físicamente tras la tortura, asume desde la cárcel, meses antes de su muerte, el delirio religioso a manera de estrategia urgente, desesperada, para imaginar la continuidad del proyecto nacional. En La mujer maravilla, más cotidiano, nos ubicamos también ante el personaje de una madre de mediana edad que, influida por el mundo mediático y hollywoodense, queda congelada ante su hija al filo cortante de la ridiculez. Y en Manuela, el último de los cuentos del libro, nos topamos con un anciano retirado en la necesidad de infringir su ética de viudo bajo la amenazante sombra de la culpabilidad. Estos son, sintetizados al extremo, algunos de los ejemplos de estos relatos que evidencian el límite que habitan estos personajes.

La pregunta que, a raíz de ello, adviene en la mente del lector es la siguiente: ¿cómo evidencian y cómo resuelven los seres de estos relatos su condición límite, su umbral? De entre todas las instancias en torno de las cuales está estructurado este conjunto de historias, tomo tres como punto de partida para responder a dicha pregunta: estas son las que corresponden a la corporalidad, a la transgresión y a la diferencia.

El primer cuento del libro, titulado significativamente La mirada, da cuenta exacta de dichas instancias para poder elaborar una contestación a la pregunta mencionada. Cito, primero, el texto en su totalidad:

 

El hospital tan frío… El ministro entró a la habitación.

Apretó el libro negro. Miró al techo. Levantó las manos y glorificó.

-Tú, amoroso Dios que todo lo miras…

En la cama, la anciana violada retiró la mirada.

 

Esta microficción apunta a un recurso y a una estrategia que resultan recurrentes a lo largo del libro. Lo primero corresponde a ubicar la crisis en el cuerpo del personaje; es decir: es la corporalidad el espacio en que queda grabada la experiencia del límite que enfrentan los sujetos de estos textos. En estrecha relación con lo antedicho, lo segundo corresponde a la forma de encarar dicha experiencia. Como ya veremos más adelante, ello radica en una estrategia de transgresión que, si no es fallida, derivará en un fuerte sentido de diferencia.

A partir de la fenomenología de la carne de Merleau-Ponty, sabemos muy particularmente que el cuerpo no es, según lo aducido por la tradición (que lo infravalora), el excedente molesto, pasivo y mecanicista de un ser clausurado en la autorreferencialidad del pensamiento racional desde el cual abarca la realidad como un objeto concluido. El cuerpo, por el contrario, es ser-en-el-mundo. Unidad orgánica que constituye, tal y como lo afirma Malena Costa, “condición de posibilidad del conocimiento” que permite al sujeto “entablar una relación de familiaridad originaria con el mundo a través de la cual, finalmente, nos es posible ligarnos con la totalidad”, posibilitando así “la realización de nuestro propio mundo personal”. Desde esta perspectiva, el cuerpo, como vehículo fundamental en la complicada interacción con la realidad, es comprendido como conciencia encarnada, activa y siempre abierta al acontecimiento del sentido.

En el cuento La mirada el cuerpo violado de una anciana propone el lugar desde donde se escenifica la experiencia del límite. Dramatizados los efectos del abuso sexual por el hecho de estar relacionados, por un lado, con la gravedad de una injusticia ejercida contra una persona mayor de edad, y, por otro lado, con la exposición de este cuerpo vulnerado ante la presencia de lo sagrado; el atropello presentado en el microcuento remite al peso de la profanación. Inscrita en la carne envilecida de la anciana, la crisis de este escarnio redunda en el momento de la ruptura en la vida, como citamos de Bajtín. Ruptura no sólo en un nivel físico; sino, también, en un nivel espiritual. Aunque el lector queda fuertemente tentado a pensar que el ministro que invoca el poder panóptico de Dios es el victimario, lo cierto es que el relato imposibilita saludablemente una determinación tajante de ello. Más allá de este asunto meramente anecdótico, lo importante es, no obstante, la colación del elemento sagrado en esta situación para validar el espesor religioso en que acontece la experiencia (corporizada) del límite.

¿Cómo resuelve la anciana de esta historia la crisis que la posee? La resolución, de acuerdo con la lectura que desarrollo, se da sobre la base de la transgresión. A la visión totalizadora de Dios referida por el ministro, la anciana opone el retiro de su mirada; lo que implica que, desde el mismo espacio en que acontece la crisis (es decir: el cuerpo), surge la resistencia con que precariamente negocia en su desdicha. El repliegue de su mirada constituye, así, una acción desestabilizadora ante el poder de Dios; un cuestionamiento crítico a la piedad asociada convencionalmente con la entidad divina y las prácticas religiosas que se organizan en torno de ello. En el núcleo duro de esa acción recriminadora es que se materializa su ejercicio transgresor.

Foucault ha afirmado, precisamente, que “la transgresión es un gesto que concierne al límite”. Lo importante de su planteamiento radica, sin embargo, en el sentido que le confiere al concepto de la transgresión. No lo entiende como subversión, que es aquello que está movido por una fuerza negativa. Es, por el contrario, una suerte de movimiento relampagueante capaz de enlazar con extrema tensión el adentro y el afuera que cobran presencia ante la cortante inscripción del límite. En ese sentido, la transgresión no niega; más bien, en una maniobra de afirmación no positiva, se circunscribe a mostrar desde la diferencia las dos caras que resultan de su desborde para dar cuenta del complicado diálogo entre ellas. Diálogo que, en todo caso, reconduce de regreso a cada una de sus partes hacia la misma experiencia del límite que posibilitó su tránsito y su manifestación. En la fugacidad de este cruce, en que el límite resulta instancia de constante retorno, se juega (repito: desde la diferencia) una redefinición del ser. Santiago Díaz, sobre este mismo tema, plantea lo siguiente: “(L)a transgresión nos traslada a un ámbito diferente, un ámbito de conexión entre lo interno y lo externo”; y añade que es ahí donde “el sujeto se abre a la experiencia irremediable del fluir entre el afuera de la interioridad y el adentro de la exterioridad”, posibilitando por lo mismo “disipar toda adherencia, todo estancamiento, toda cimentación” y descubrir “el movimiento más íntimo de la libertad”.

De acuerdo con lo antedicho, la transgresión, en el cuento La mirada, acontece al mostrar en contacto, desde la crisis del cuerpo violentado de la anciana, el adentro de una subjetividad maltrecha y decepcionada y el afuera de un mundo religioso hartamente sospechoso. En el desvío de la mirada de la mujer se genera, entonces, una redefinición de sí, como una redefinición del espectro sacro que la contextualiza. El intento de escapar a la óptica absoluta de la divinidad logra proyectar no sólo a un ser desilusionado por la desprotección y el desamparo; configura, además, de manera mucho más importante, a un sujeto que, sobre la base de una estrategia de repulsa, lleva su resistencia al filo de colocar la ausencia o el vacío en el lugar donde debe estar Dios. La experiencia del límite es así la experiencia del abismo. En su cortedad, este relato remite, por tanto, a la visión de mundo del hombre del último siglo; ese hombre que ha tenido que encarar el nietzscheano anuncio de la muerte de Dios, el cual no debe ser entendido como el aniquilamiento del Dios cristiano personal, sino como el fin de “la creencia en un orden objetivo del mundo que el pensamiento debería reconocer para adecuarse a ello tanto en sus descripciones de la realidad como en sus elecciones morales”, según lo ha especificado Vattimo en una de sus reflexiones sobre dicho tema. Al respecto, Foucault hace la siguiente pregunta: “… una profanación en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado, ¿no es poco más o menos lo que se podría llamar transgresión?”; y a ello contesta: “ésta (la transgresión) en el espacio que nuestra cultura da a nuestros gestos y a nuestro lengua, prescribe no tanto la única manera de encontrar lo sagrado en su contenido inmediato, como el de recomponerlo en su forma vacía, en su ausencia que se vuelve por ello mismo centelleante”. Valga esta última cita para fundamentar la lectura que nos embarga.

Si he tomado el cuento La mirada como piedra angular para poder hablar del libro de cuentos de Rubis Camacho, es porque en el mismo se funda, con sus variantes, una de las múltiples entradas que permiten penetrar, sino en su totalidad, en gran parte de las historias del libro. En el relato titulado El milagro, por ejemplo, se nos presenta el caso de Madai, una mujer que, al límite de una monstruosidad corporal que ha tenido que sobrellevar desde los primeros días de su vida, espera con entusiasmo la llegada de Jesús, quien se acerca a su comunidad, para solicitar su restructuración física. El texto se demora en la descripción de su joroba, una enorme piedra, muchas veces musgosa, en que en ocasiones anidan aves o se refugian otros animales en busca de resguardo y calor. El texto también se detiene en la presentación de Jesús, un hombre que, más cercano de los niños que de los sabios, ha tenido que luchar para acatar el rol que le ha sido destinado. Al final de la prueba en el desierto, donde tuvo que enfrentar las tentaciones del adversario, se constata, en sus palabras, cuál es su rol: “desenmascarar todo poder”, según lo dice. Prepara así este cuento, ante el horizonte de expectativas del lector, un encuentro final que debería derivar en una resolución feliz. No obstante, ocurre todo lo contrario. Al llegar Madai tras mucha dificultad ante la presencia del Rabí, toda su euforia se desvanece en la amarga toma de conciencia de que su espera no ha pasado de ser más que una ansiedad fallida. Su joroba, sobredimensionada, la halla ahora en la espalda del Maestro a la manera de “un peñasco mil veces más grande que el suyo”. Lo que sus ojos ven no es otra cosa que a un Cristo tan contrahecho como ella, pero con una giba aun más descomunal. Lo que le devuelve la mirada redunda, entonces, en escepticismo y desengaño. Tras preguntarle Jesús qué es lo que quiere ella que le haga él para su bien, Madai reduce sus palabras a una respuesta seca y lapidaria: “nada, maestro, nada”.

Como el cuento La Mirada, este también presenta el límite grabado en la corporalidad; y la protagonista que padece la crisis procede, a su vez, transgresoramente. Sin embargo, El milagro es un relato que propone, contrario al anterior, una dimensión más generosa de la religiosidad y, a su vez, un sentido frustrado de transgresión. El problema no está en Jesús ni en su inesperada malformación grotesca. El conflicto reside, más bien, en el hermetismo al que se cierne Madai para no abrirse a la comprensión de su crisis sobre la base de lo alterno. En el peñasco de Jesús ella no ve la horizontalización que implica una relación de identidad desjerarquizada; es decir, no da cuenta de que la entidad superior a la que aspira para lograr su sanación comparte con ella su mal desde la diferencia. Lo que ve es la repetición de lo mismo sin más. Fija, por lo mismo, en la experiencia del límite el ejercicio de una transgresión inútil que la devuelve a su crisis mediante el estancamiento por el cual se adhiere más intensamente a su imperfección. No logra, por ello, conectar con la interioridad del afuera; no logra tampoco, por lo mismo, una redefinición de su ser.

Si lo que Jesús logró comprender tras cuarenta días en el desierto es que el verdadero obrar deviene desenmascaramiento del poder, lo que este relato posibilita leer en el personaje de Madai es que la permanencia de la crisis que padece en su cuerpo es el resultado de interiorizar el poder que la desnaturaliza en el potencial de su diferencia. El de ella es por lo tanto un físico malogrado no por el hecho de ser meramente grotesco; sino, sobre todo, porque remite a la nefasta encarnación de la mismidad que la infravalora. La corporización de la alteridad sería, por el contrario, la restructuración (o por lo menos, la domesticación) del límite; lo que implica simbólicamente, en el caso de Madai, una monstruosidad mal asumida. Ángel Rosa, al abordar La novela de Jesúsde Iván Silén (en que el protagonista -también Jesús- comparte rasgos desmesurados y aberrantes con el de Rubis Camacho), ha afirmado, al respecto, que “lo grotesco actúa como un conveniente instrumento de purga y de trascendencia”. Insistir, por lo tanto, en la subyacente idea de que la normalidad (o la belleza canonizada) constituye un registro de virtudes porque así lo ha concretado la tradición, constituiría un error. Ese, al menos, es el error de Madai.

Hasta el momento he abordado estos dos cuentos que, como se ha visto, están cruzados con fuerza por el discurso relacionado con lo sagrado. Y es que la religiosidad, matizada por líneas ciertamente perturbadoras, constituye uno de los temas de mayor contundencia a lo largo del libro. Ejemplos de ello son los titulados La travesura, Mi nombre es voz y Como pan del cielo.

No obstante, hay otros relatos que se artifician en torno de otros temas. Uno muy particular, relacionado con la mitología es Como de plumas malditas, que tiene como personaje principal a Prometeo, quien, encadenado, sufre, como sabemos, los embates de la agresiva ave a la que está destinado. Sin embargo, lejos de repetir el mito tal y como se le conoce, en el mismo se introduce eficazmente un giro renovador que lleva al protagonista, para sorpresa del lector, a encontrar placer en la rapiña a la que a diario lo somete el águila. Ello es el resultado del delirio nostálgico que provoca en él la constante evocación de un antiguo y ardiente amor por una mujer, que termina proyectada y confundida con el ave que lo destroza. Eros y Thanatos conjugados en la enigmática pequeña muerte de la que hablaba Bataille; pues, en el cuento, el despellejamiento atroz deviene retozo erótico en que Prometeo, encandilado, se refocila. Nótese que acá también acontece la experiencia del límite en el contexto físico: la destrozada anatomía del protagonista. Nótese de igual manera que, ante ello, el recuerdo apasionado del condenado produce una transgresión: colocar el goce allí donde sólo debería haber suplicio por la carne mutilada. ¿Acaso no es esto el pliegue que con firmeza posibilita rastrear la interioridad del afuera, la exterioridad del adentro; es decir: el rasgo definitorio de la diferencia que adviene con el gesto transgresor? Yo estimo que sí. Y pienso, además, que tal deferencia tan eficazmente expresada queda todavía más fuerte señalada en el ímpetu viril que deviene erección tras el ritual de duros picotazos que estremecen el cuerpo ya vulnerable pero galvanizado del titán. En la noción de diferencia que implica este inusitado erotismo es que el Prometeo de esta historia logra redefinir su ser; esto, a manera de una línea de fuga que lo reterritorializa en contra de la angustia de su sentencia. Un relato como este trae a la memoria aquella otra figura mitológica que tan bien trató Albert Camus cuando se acercó a su reflexión sobre el suicidio y el valor de la vida. En las páginas del ensayo al que me refiero, el autor aseguraba, según recordarán, que “hay que imaginar que Sísifo era feliz”. En la inusual historia de Camacho, para parafrasear, hay que imaginar también que Prometeo era feliz.

Otros relatos del libro podrían abordarse. Me limito a nombrar meramente dos de las mejores historias que lo componen: Los pantalones de Luisa Capetillo y María Antonieta o su cabeza moribunda. No entro en detalles ante ellos. Los dejo a la consideración del público, que, tras una gustosa lectura detenida, validará de seguro cuanto expresamos, con Mario Cancel y Luz Nereida Pérez, al principio de la presentación: que Cuentos traidoreses un libro muy bien escrito; un excelente libro que dejará huellas. Más allá del título, estos son cuentos que no traicionan; pues, resultan, junto con la mejor cuentística de los últimos tiempos (la de Pedro Cabiya, la de Francisco Font, la de Luis Negrón y la de Carlos Vázquez Cruz), una valiosísima aportación a nuestro panorama literario. Sin más, sólo me resta invitarlos a la lectura.

Una respuesta

  1. Excelente artículo sobre Cuentos traidores, de Rubis Camacho. Esta acertada crítica de Irizarry Natal invita a otras posibles lecturas que pueden hacerse de estos y otros cuentos de nuestra escritora.

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