El loco de Sanjuanópolis


  • Alejandro Tapia y Rivera (1880)
Nota: El texto que sigue fue escrito en 1880 por Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882) y volvió a imprimirse en 1938 en Cuentos y artículos varios, obra difundida por  la Imprenta Venezuela de la capital.

Tal vez no hayan encontrado los lectores el nombre de esta ciudad en los tratados de Geografía porque sin duda figurará en ellos con otro cualquiera. Nosotros sabemos que eso fue una ciudad de las Quimbámbulas: ciudad desgraciada, si las hay.

Esto puede suceder, puesto que las poblaciones suelen como los individuos, obedecer durante su vida a las circunstancias que rodearon sus cunas. Las hay indudablemente felices, por su asiento en lugar apropiado a su desarrollo, con la proximidad de algún buen río que no sólo apague la sed de los habitantes, sino que sirva para la industria, el aseo y hasta el ornato público, pero existen otras poblaciones que muestran a las claras el desacierto que presidió a su fundación. Esto aconteció con la pobre Sanjuanópolis. Supóngase el lector que la situaron en un islote largo y estrecho como no sé qué, sin agua comenté y sin más espacio que el que podía necesitar allá en su origen; y para mayor desgracia suya, eran tales los asaltos de corsarios y otros enemigos extranjeros, que hubieron de considerar los vecinos de antaño, como salvación, las murallas con que se vieron precisados a cercarla.

Con el tiempo creció como era natural, el vecindario; pero no la ciudad; convirtiéndose las casas en colmenas con gran número de zánganos, por cierto.  Huyeron los corrales y el arbolado que les daba oxígeno, sombra y fresco y, por consiguiente, salud del vecindario;  con aumento prolífico de sabandijas, insectos y lo que es más deplorable, de los zánganos referidos.

Entre las abejas, había un infeliz que, según sabemos, se apellida Venancio o don Venancio, como las gentes le designaban para hidalguizarle o porque naciera hidalguizado.

¡Pobre don Venancio! ¡Pues no dio en la manía de quejarse a todas horas de cuanto llevamos dicho! Lo peor es que predicaba en desierto, y llegaron a tomarle hasta por demente.

Pero al cabo fueron todos enloqueciéndose a su vez puesto que corporaciones y particulares comenzaron a murmurar primero y a quejarse después, de la falta de aire, de luz y de salud, así como del aumento de sabandijas, insectos y zánganos en tan reducido espacio.

Esto venía a corroborar aquello de que el sueño de hoy suele ser la realidad de mañana; pero don Venancio al oír que todos, en vez de contradecirle o de escucharle con indiferencia como antes, le iban ahora con la corriente, acabó de perder los estribos de puro gozoso.

Sin embargo, como veía que todas eran exclamaciones y palabras, y de acá para allá y de allá para acá, y papel, y discursos y escribir; y que el tiempo corría y él necesitaba establecer una industria, y no había casas; que quería mudarse porque se ahogaba, y no había casas; que se moría de hambre porque todo se lo llevaba el estupendo alquiler, y no había casas; que tenía que ir preguntando a los transeúntes y a todo el mundo, de antemano: “¿Cuándo se muda usted para habitar la pocilga que usted vive, porque no se encuentran casas?” y que por último, veía disputarse y pujar como en subasta para llevarse una destartalada habitación, cual si se tratase de una mansión olímpica, porque no había casas; etc., etc., concluyó por decirse: “Pero, señor, ¿qué se han hecho las casas de esta ciudad? ¿Qué diablo de ciudad es ésta que todo lo tiene: pulgas, sabandijas, zánganos, patios húmedos, agua de aljibes, (sucios hoy mañana secos), letrinas horribles, focos de infección y de otras cosas, y no tiene casas?”

El infeliz don Venancio se quejaba, y se quejaba… como en el desierto; sin embargo de que oía quejarse a los demás de lo mismo, pero… con igual fruto.

-Habláis de la higiene física —les decía caluroso—, ¿pues y la higiene moral? ¿Qué educación puede haber para vuestros hijos con el baturrillo de gente que pulula en los bajos y corrales de vuestras casas? ¿Qué obtendréis de esa mezcolanza de clases  tan desacertada, en que los de abajo no mejoran y los de arriba pierden? ¿Qué criados habrá que no acaben de malearse con zahúrdas semejantes? Qué palabrotas para los oídos de vuestras hijas, qué cinismo en las conversaciones; qué insolentes disputas con el de arriba y a deshora, por el uso nocturno de la puerta de la calle, qué algazaras a media noche con las riñas y peloteras; qué alarde de mancebías y qué mezcla de requiebros, arañazos y cosas inaguantables, y todo, porque el casero quiere aprovechar hasta el rinconcillo más inmundo o porque no se cabe en la ciudad! Tapiad los oídos de vuestros hijos, y tapiad sus ojos, sobre todo los de vuestras hijas, porque de seguro que nada saludable podrán sacar sus almas de semejantes focos de pestilencia.

Así decía el pobre don Venancio, y todo el mundo le hacía coro y repetía lo mismo; sólo que aquel se trastornó de tanto desear el ensanche, de la ciudad; porque sabido es que para volverse loco, nada más a propósito que fijarse en una idea y soñar con lo imposible. Y como este imposible era posible en el juego de será y no será, de ya va a ser y va a no ser, su cerebro trastornaba más y más.

-Pero señores —decía—, creo en el mejor deseo de la administración. Por lo tanto, no comprendo por qué no se hace hoy lo que habrá de hacerse mañana. Si al cabo es de necesidad, ¿a qué oír más razones? No hay razones posibles contra la necesidad, y mañana nos asombraríamos de los fútiles que habrán venido a ser las razones de hoy. Quien dé a la sediente y apretada Sanjuanópolis, agua y ensanche, le habrá dado vida y será su mejor padre.

Pero don Venancio estaba cada vez más rematado, daba lástima oírle gritar constantemente: ¡agua y ensanche para Sanjuanópolis!

De suerte que no era cosa de tolerarle por más tiempo. Los vecinos quejábanse de aquel charlar de día y de aquel vocear de noche, sobre un mismo tema que les aturdía y quitaba el sueño.

Verdad es que solían decir: “Este loco tiene razón; pero ¿qué vamos a hacerle? No nos deja dormir y es forzoso encerrarle.”

Y dieron con él en el manicomio, y allí volvía más locos a los demás o los aturdía con sus repeticiones de ¡agua y ensanche, agua y ensanche! Y fuese enflaqueciendo, y sólo le quedaban pulmones para gritar lo mismo noche y día.

Por fortuna de la ciudad, los demás vecinos, aunque contagiados por su idea, le oían desde lejos, y no se exacerbaba tanto su deseo de agua y ensanche; que a dar todos en la manía de gritar del mismo modo, habría habido que complacerlos, sobre todo en lo del ensanche y en lo del agua, allá por Mayo; pero la demencia de nuestro hombre era pacífica y periódica, según la luna, aunque no dejaban de estar todos monomaniacos, si bien decían sólo por lo bajo: agua y ensanche.

Don Venancio la había tornado por lo alto, y por eso se hizo un loco más insufrible. Vivió muchos años y siempre loco y gritando, a pesar de su encierro: agua y ensanche. Y ya por último enronqueció y repetía con dificultad sus furiosas palabras.

Y cuando no pudo ya decirlo con la garganta, lo expresaba por señas.

Murióse de puro viejo; y en su última hora, repitió lo mismo, allá como pudo.

-¡Agua y ensanche para la desdichada San-Juan-ó-polis! —fueron sus últimos acentos.

Descanse en paz el pobre loco.

El infeliz tal vez hubiera recobrado la cordura, si da en vivir un siglo o algunos siglos más, y llega a ver realizada su manía. ¿Pero quién va a ser eterno? ¡Más vale morirse!

Una respuesta

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